jueves, 30 de julio de 2020

Poner todo en manos de Jesús (Domingo 2 de Agosto)


Un verano para olvidar



Extraño verano el que estamos viviendo. En el ambiente se percibe la incertidumbre que ha generado la pandemia. Por ora parte, la ola de calor que estamos padeciendo amilana y deprime. Hemos dejado atrás unos meses en los que la emoción contenida nos ha ido abatiendo y tensionando interiormente. Y cuando parecía que “la curva” en su descenso tocaba fondo, nos amenazan los rebrotes de contagio que aumentan el deseo de huir de esta pesadilla y el temor a que se enquiste y se haga crónica. Un verano para olvidar.


Muchos aprovechamos los días para disfrutar de un merecido descanso huyendo de los problemas recientes. Como Jesús, afectado por la muerte de Juan el Bautista, hemos buscado “un sitio tranquilo y apartado”. Queremos con ello alejarnos del agobio que generan las medidas de prevención limitando nuestra libertad: mascarillas, distancias, cuotas de asistentes a reuniones, prevenciones… La situación va pesando y es bueno retirarnos un poco. Pero, como también ocurrió a Jesús la necesidad ambiental de estar alertas en un mundo en pandemia, nos exige no desconectar del todo. Hay personas que siguen necesitando de nuestro pan, nuestra presencia y nuestras palabras de aliento. El corazón nos dice que  no podemos  evadirnos de una  realidad que nos interpela.

Hoy en el evangelio veo a Jesús, que mira a la multitud que le busca, “y siente lástima”, y se detiene “a curar a los enfermos”. Y traigo a mi mente a tantos como estos días siguen de cerca a quienes viven en la enfermedad, a trabajadores y voluntarios que no se permiten cerrar los ojos ni volver la espalda ante la necesidad. La misericordia no conoce descanso.
¡Dadle vosotros de comer!

Pasa el tiempo, las vacunas se hacen de rogar, se retarda la solución sanitaria al coronavirus y hay que planificar la vida sobre la marcha. Los discípulos le piden a Jesús que deje su tarea por hoy; “estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Ya has hecho bastante, y también nosotros hemos hecho por ellos todo lo que hemos podido.

Pero Jesús no es de esa opinión. “No hace falta que se vayan, dadles vosotros de comer”. Cuidad de todos. El hermano es tu responsabilidad, tu solidaridad fraternal es la respuesta a tus preguntas acerca de Dios Padre bueno. ¿Les vas a dar largas sin satisfacer su necesidad?

Y observo la estupefacción en el rostro de los discípulos. “Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Nuestras posibilidades son muy limitadas, ¿qué podemos hacer?. Jesús les mira con ternura y  dice: “¡Traédmelos”!. Todo lo que valéis, todo lo que sabéis y tenéis, ponedlo en mis manos. No te reserves nada, no guardes nada para ti.

Cuando la necesidad parece insuperable, cuando los problemas se presentan como irresolubles, pon en mis manos lo que tienes. Eso dice Jesús. Él acogerá y multiplicará lo que tú des. Recuerda aquello de que quienes lo dejen todo por Jesús y su Reino recibirán el ciento por uno. En esta vida. Y luego, vida eterna (cf Mt 19,29),

Es lo que ocurrió aquel día que narra el evangelio. Los discípulos pusieron en manos de Jesús lo que tenían, y Él “partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras”. Lo puedes contemplar como un milagro, un hecho sobrenatural; pero también puedes entender lo ocurrido como lo más natural del mundo: todos pusieron en la mesa lo que tenían, y todos comieron; incluso sobró. El auténtico milagro se produjo en el corazón de los presentes. Compartieron algo más que panes y peces; compartieron su conversión al amor. 

La multiplicación de los panes y los peces no fue un milagro puntual del pasado de Jesús; es un milagro siempre actual. Jesús, en su Iglesia, sigue operando aquel signo de amor. Cuando vemos a tanta gente que en Caritas, en cualquier otra asociación benéfica, o de modo particular, pone sus cualidades y sus bienes en manos de quien tiene necesidad, se siguen multiplicando los bienes. Cuando la compasión y la misericordia se movilizan en nuestro interior “abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores”. 


¿Qué podemos hacer?

Muchos se preguntan estos días dónde está Dios. ¿Qué hace por evitar tanto sufrimiento? Y la única respuesta que podemos darle es la de nuestro desprendimiento y servicio. ¿No habéis visto al Señor estos días junto a los enfermos en los hospitales, repartiendo alimentos por las casas, acompañando soledades, guardando dolorosas distancias personales y familiares…?

El hambre de la multitud en el descampado suscitó en el corazón de los discípulos el interés por alimentarles; la necesidad de los hermanos en estos días suscita también en nosotros la necesidad de ayudarles. ¿Qué podemos hacer? Poner nuestros bienes (cualidades, saberes, propiedades,…) en manos de Jesús, consagrarnos enteramente a Él. Y Él mismo irá aflojando las resistencias y justificaciones que tenemos para dar el paso adelante. 

Piensa en los Apóstoles, en san Antonio Abad, padre de los monjes, en Francisco de Asís, en Domingo de la Calzada, en Teresa de Calcuta… ¿Crees que a ellos no les costó poner sus panes y peces en manos de Jesús? Debió costarles lo suyo. Desprendernos de todo da miedo. Sobre todo “miedo a la muerte”, porque como tenemos puesta nuestra vida en ellos, tememos que el arrojarlos lejos nuestra vida se pierda en la oscuridad. 

Y es todo lo contrario; al dejarlo todo en manos de Jesús adquirimos el tesoro más valioso, porque descargamos la mochila, aligeramos la marcha de la vida, y ampliamos los espacios para Dio y los hermanos. Lo decían las parábolas de la perla y del tesoro que se proclamaban el domingo pasado. Los santos que antes mencionábamos descubrieron el tesoro del amor de Jesús. Esa es la clave.

Lo dice hoy san Pablo: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado”. Nos queda lo único que da vida: el amor, Jesucristo. Este beneficio, que ganamos cuando invertimos todo en su causa, nadie nos lo podrá quitar. “Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,35.37-39). 


* * * 
Pierde el miedo a lo que está por venir. Para ello bastará que pongas todo, te pongas todo tú, en manos de Jesús. Lo podrás hacer fácilmente si te dejas llenar de su amor. Sólo un alma enamorada estará dispuesta a darlo todo por el Amado. 

Dicen que lo peor de la crisis provocada por la pandemia aún no ha llegado. Tal vez sea cierto; y si las consecuencias negativas del virus resultaran no ser excesivamente graves para nuestra sociedad rica y opulenta, no sucederá lo mismo en países y regiones donde la pobreza es endémica.

Existen medios y técnicas con las que se puede paliar el hambre de tanto necesitado; pero sabemos que la clave para sanar el mundo no está tanto en el “tener medios materiales” cuanto en “ser misericordiosos”, es decir, estar dispuestos a poner nuestro ser y nuestros bienes en manos de Dios. 

Jesús obró el milagro. Pero no lo hizo sólo; hubiera sido poco educativo. Dios es misericordioso y te da el poder para actuar la misericordia. De hecho se te da el mismo como misericordia. El Señor "abre la mano y sacia de favores a todo viviente" (Sal 144). Abre la mano el Señor. Si abres la tuya con Él podrás saciar también el hambre y la sed de tu hermano. Y no olvides que "amar es dar", soltar, desprenderte, y en el mismo acto de amar se enriquece de bienes eternos tu vida.

Para salir de la crisis nada como una buena dosis de amor (misericordia, compasión, caridad, Jesús). Si gastamos nuestras energías en procurarnos esta virtud, veremos el milagro de los panes y los peces con nuestros propios ojos. Así lo augura el profeta: “Oíd, sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde. ¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta, y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad el oído, venid a mí: escuchadme, y viviréis”. ¡Escuchadme! ¡Traedme vuestros cinco panes y dos peces! ¡Repartidlos entre la multitud!, ¡el amor será vuestro alimento!. Y viviréis.

Casto Acedo. Julio 2020

miércoles, 29 de julio de 2020


 Hambre y sed de sentido

Hambre y sed, palabras que resumen la necesidad básica del hombre; hambre y sed de pan y de agua, de cariño, de justicia, de silencio... Dejando a un lado  su pretendida autosuficiencia, el hombre es un ser necesitado. La carencia de algo aparentemente tan simple como el alimento material, o como estamos viviendo estos días,  la aparición de un minúsculo virus, tira por tierra cualquier pretensión de grandeza. 

Tenemos cosas que exhibimos, coleccionamos  y almacenamos,  pero sabemos que no sólo de pan vive el hombre; el pan, todo lo material, es útil para sobrevivir, pero no sacia totalmente nuestras necesidades. Apenas ha comido y bebido, la persona se pregunta  por el sentido de la vida, porque como acertadamente se ha dicho el hombre es un ser que no sólo sabe que vive sino que se pregunta por la vida; el ser humano no sólo sabe que muere sino que además busca un por qué y un para qué que le ayude a asimilar la vida y la muerte. Y pide una respuesta. ¿Dónde encontrarla? ¿Dónde saciar el hambre y la sed de sentido? ¿Cómo edificarse satisfactoriamente? 

La felicidad no se puede comprar. Es cierto que el dinero ayuda a la felicidad, pero no la da, igual que una cuchara es una buena ayuda para comer, pero ella no es el alimento. Hay quien pretende comprar su felicidad pagándose caprichos y diversiones, pero ésto no llena la vida, sólo la distrae.
El profeta Isaías invitaba al pueblo de Israel a hartarse de un alimento gratuito: “Venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde” (Is 55,1). Estaba diciendo que lo que realmente vale no necesariamente ha de tener un alto precio: “¿Porqué gastáis dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura?”. Como se ha dicho,  el hombre no vive sólo de pan, también necesita de la Palabra de Dios: “Inclinad el oído, venid a mí; escuchadme y viviréis” (Is 55,2; cf Mt 4,4). 

El profeta parece decir que gastamos demasiadas energías en acumular bienes materiales, en procurarnos el alimento material y perecedero, y dedicamos poco tiempo y esfuerzos al alimento  que perdura. Para nosotros ese alimento que no perece es Jesucristo; quien le come no pasa hambre ni sed y tiene vida eterna (cf Jn 6, 35.47).


Jesús, pan de vida

Jesús pasó por el mundo saciando el hambre y la sed de sus contemporáneos; se encarnó para dar vida al mundo (cf Jn 10,10), y así, cuando ve el sufrimiento de los enfermos y el hambre de las masas, siente compasión y les socorre. 

Estamos viviendo momentos en los que la vida social, económica, sanitaria y espiritual de la humanidad están siendo afectadas por la pandemia del coronavirus. Poco a poco nos vamos adaptando a convivir con la enfermedad, pero para ello hemos debido avanzar dejando un lado los planteamientos egoístas de “sálvese quien pueda”  y aflojando la desmesurada fe en la ciencia tan arraigada está en nuestra cultura. Porque no hay duda de que somos idólatras de la ciencia cuando hacemos de ella el gran motivo de nuestra esperanza. Durante estos meses hemos escuchado y seguido fielmente los mandamientos de los científicos-sacerdotes, sin darnos cuenta de que la ciencia es tan solo un medio de salvación falible como otros tantos. Ahora, cuando los rebrotes hacen su aparición, vamos asimilando que la solución al problema no es solo científica sino también ética y espiritual.  ¿De qué nos sirven los saberes científicos si éstos no se ponen al servicio del bien y la plenitud de la humanidad? ¿Qué valor tiene conocer los medios de transmisión del virus si falla la conciencia humana que se implique?  La ciencia por sí misma no soluciona nada. Es más, la ciencia es perversa cuando yendo más allá de su función instrumental toma partido por 

La narración del milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Mt 14,14ss) pone en evidencia la “humanidad” de Jesús, la ternura de su corazón. Este milagro, amén de una invitación a poner todo en común, es una parábola que señala dónde poder saciar nuestra sed y nuestras hambres: en la gracia de Dios que es Jesucristo. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,29).

Para conducirnos por la vida no basta con recibir el alimento material que sostiene al cuerpo; es preciso también comer otro alimento, porque “no sólo de pan vive el hombre” (Mt 4,4); Jesús dijo que su alimento es  hacer la voluntad de su Padre (cf Jn 3,34), es decir, conducirse según Dios. Pues bien, para “bien vivir” también nosotros tenemos el alimento que es el mismo Jesús, la voluntad del Padre hecha persona y alimento en el mismo Jesús. Escucharle y  seguirle, además de gratis, es más satisfactorio que vivir instalados en lo material y sensual. Como dice el salmo: “Más valen para mi tus enseñanzas que mil monedas de oro y plata" (Sal 119,72).
Gracias a Dios, en nuestra sociedad del bienestar tenemos suficientemente asegurado el pan; en el caso de muchos con exceso, lo cual impide valorarlo en su justa medida. Derrochamos, y buscamos en el alimento unas exquisiteces que no son sino la manifestación externa de nuestras insatisfacciones. Me gusta decir que una sociedad es decadente cuando sus diseñadores de moda, perfumistas y cocineros adquieren un reconocimiento público mayor que el de sus filósofos y santos. Y esto está ocurriendo en nuestro norte desnortado. 

Resulta iluminador la cantidad de negocios que están cerrando estos días  a causa de la epidemia del coronavirus. La inmensa mayoría de los negocios que quiebran están relacionados con la producción y venta de vienes superfluos (moda, diversión, turismo, ...). Acosados por la pandemia estamos descubriendo que muchas de las cosas que creíamos  esenciales parea vivir son prescindibles; si tienen algún valor es solamente porque generan un empleo necesario que facilita la redistribución de la riqueza. Pero a costa de una dinámica consumista despersonalizadora. Hemos hecho de lo superfluo un negocio y la dura realidad nos dice que si abandonamos el consumo de estos bienes innecesarios se produce un desajuste y una desigualdad tremenda entre nosotros. Ante esto sólo queda una solución: el retorno a la austeridad solidaria, el partir los panes y los peces siguiendo una política social que puede que sea menos glamurosa pero más fraternal. 

La situación que vivimos podríamos vivirla como una invitación, una llamada, a abrirnos a un nuevo modo de vivir donde el objetivo no sea la recuparación de la economía sino de la persona.   

Tenemos mucho pero, a pesar de ello, ¿podemos decir que somos felices?, ¿cómo explicar que los mayores índices de depresión anímica se hallen entre los hombres del primer mundo? El motivo está en la fe con que se vive,  en la manera en que se  enfoca la vida. Quien vive en la pobreza material cree que hallará la felicidad una vez salga de ella; quien ha salido de ella suele experimentar la decepción de sus expectativas. Ya comemos y bebemos, ¿y ahora qué? El hombre no está satisfecho con vivir si no encuentra un por qué y un para qué a la vida, una fe que le sostenga cuando decae la esperanza.

El por qué y el para qué de vivir nosotros los creyentes cristianos lo hemos encontrado en Jesucristo. Por él hemos venido a la vida (existir es ya obra del Hijo, palabra creadora de Dios cf Col 1,16), y por él hemos sido redimidos: no sólo porque nos ha dado un ejemplo-testimonio de cómo lograrnos como personas, sino porque con su Pascua dió y nos sigue dando su gracia que nos fortalece y nos hace crecer en santidad; “Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación” (Concilio Vaticano II, GS 10).

En otras palabras: Cristo da sentido a nuestras vidas. Cuando Jesús y su Evangelio entran en nuestra historia, cuando le dejamos ser el eje de nuestro sentir, pensar y actuar, podemos afirmar con san Pablo que somos inconmovibles en nuestra felicidad, porque nada, ni aflicción ni angustia, ni hambre, ni desnudez, ni peligro alguno, nada absolutamente, puede derribar a quien se ha asentado en la roca que es Jesús (cf Rm 8,35.37-39; Mt 7,24-27).

El mundo vive insatisfecho. Los pobres, acuciados por el hambre y las deficientes condiciones de vida, claman ante todo por el pan material; la falta de éste les lleva al sufrimiento y la desesperación. Los ricos, insatisfechos en su abundancia, no acaban de ver la razón de su infelicidad cuando en lógica mundana lo tienen todo para ser felices.

¿Dónde encontrarán la vida? Una oración de bendición de la mesa reza así: “Señor, da pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan”. Cuando los que tienen pan sientan en sus entrañas el hambre de justicia, los que tienen hambre de pan serán saciados. Entonces todos ganaremos; los pobres porque saldrán del abismo de la pobreza, los ricos porque habrán encontrado que la clave de la auténtica felicidad está en compartir los panes y los peces que se tienen. Cuando esto ocurra, todos los hombres quedarán saciados, e incluso sobrará más de lo que sospechamos (cf Mt 14,16-20). Para entonces habremos entendido que lo que gratis (inmerecidamente) hemos recibido, gratis (con amor incondicional) hemos de darlo (cf Mt 10,8). 

¡No dejes ni que se pudran los peces en tu cesta, ni que se endurezcan los panes en tus alforjas! Si eso ocurre, ni los pobres comerán, ni tu estarás satisfecho de tu vida. Cuando tu das y te das, el Señor abre la mano y sacia a su pueblo de favores (cf Sal 144,16).  Es el milagro de la fe en Jesucristo.

Casto Acedo Gómez. Agosto 2017paduamerida@gmail.com.

En recuerdo de Manolo Calvino



Hay días, meses o años que desearíamos olvidar cuanto antes por los acontecimientos luctuosos que vivimos en ellos. Sin embargo, ahí están; como este 2020, año de la pandemia del covid-19 y sus consecuencias humanas, económicas y espirituales. Si a este hecho le añadimos acontecimientos tales como la enfermedad y la partida de personas  a las que uno se siente entrañablemente unidas, el panorama pasa de gris oscuro tirando a negro. 

Ayer, tras algo más de un mes hospitalizado, luchando en la UCI por sacar adelante su vocación de vida, y mientras multitud de hermanos le acompañábamos en su sufrimiento y en la oración común al Padre Eterno, Manolo Calvino nos dejó. Su partida nos sume primeramente en un silencio desconcertante. Cuando nuestras oraciones no son escuchadas según nuestros criterios, nos parece que todo se ha derrumbado. Sin embargo, en nuestras oraciones siempre estuvo presente la petición más dura de todas, esa que sólo puede ser inspirada por el Espíritu Santo, la petición de Jesús en Getsemaní que cada día repetimos con más o menos consciencia en el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad”. 

Ahora que nuestros planes y deseos, nuestras plegarias a Dios, no se han visto refrendados según nuestros gustos, nos toca reflexionar y meditar sobre la esencia de nuestra fe: la Pascua. La Cruz es su signo. Cristo “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec” (Hb 5,7-10). La Cruz como símbolo de vida y fecundidad. Es sorprendente que el texto diga que “fue escuchado”. ¿Acaso no murió? Sí, murió, pero con su muerte “llegó a la perfección y se convirtió en causa de salvación”, y por este camino mereció ser proclamado “Sumo Sacerdote”. 

Nos quedamos con este texto, notablemente paradójico, que expone el maravilloso misterio que como cristianos y sacerdotes nos atrae y fascina. Manolo ha seguido los pasos de Jesús. En realidad su muerte es el colofón de una entrega diaria en el anonimato de unas relaciones fraternas y cercanas. Manolo ha sido una persona humilde, sencilla, familiar, entrañable, servicial. Entre los compañeros sacerdotes de su curso siempre fue signo de prudencia, discreción y acogida. Su casa, su corazón, siempre abiertos; la mesa bien dispuesta, “caliente el pan y envejecido el vino”. Nunca olvidaremos su disponibilidad y hospitalidad, su modo de servirnos la mesa con un cariño maternal que echaremos de menos. Con sus amigos, y me consta que también con todos aquellos a los que fue enviado en su ministerio, ejerció su sacerdocio con la misma finura exquisita, con la dignidad, humildad y servicialidad con que vivió su vocación. 

Ha sido para nosotros, casi sin que lo percibiéramos, el toque de equilibrio en momentos de tormenta, el moderador de conflictos, la palabra pacificadora y la referencia obligada para discernirnos como pastores. Porque Manolo ha sido un  “pastor bueno”, que se ha distinguido no por sus títulos y dignidades, sino por caminar delante de sus ovejas, con el cayado de la cruz en la mano, conduciendo al rebaño a las verdes praderas del Reino. Un pastor que se pateó las calles de sus parroquias y conoció a sus ovejas por su nombre. Y como fiel oveja del rebaño ha sido llamado al Cielo por el Buen Pastor al que amó e imitó. Lo imagino ahora ante Él, sonriéndole, y pidiendo bendiciones para cada uno de nosotros. 

Manolo, no te has ido. Has cumplido tu peregrinación. Y, en virtud de la comunión de los santos, sigues entre nosotros. Con todo nuestro amor, damos gracias al Padre por todo lo que nos ha dado en tu persona, porque, con Cristo, has sido “causa de salvación eterna” para muchos. También para nosotros. Gracias.

Casto Acedo. paduamerida@gmail.com Julio 2029

Buda en Cáceres

No deja de sorprender que siga adelante el proyecto de construcción de la macroestatua de Buda y el centro Budista en la ciudad de Cáceres, ...