jueves, 30 de septiembre de 2021

El amor "de Dios" no pasa nunca (Domingo 3 de Octubre)


27º Domingo del Tiempo Ordinario .
 
Las lecturas de la  liturgia de hoy nos invitan a abordar el tema de la fidelidad matrimonial y el divorcio; este último un recurso que  debería ser inusual, pero que hoy  en España viene siendo algo tan habitual como el hecho de la convivencia en pareja sin mediación de compromiso civil ni religioso. Pero centrémonos en el tema del divorcio. 

Si hace unos decenios el divorcio en España era algo excepcional, hoy la excepción es encontrar quien crea y defienda la posibilidad de una fidelidad para siempre. Esto es algo en cierto modo coherente con la mentalidad de nuestro tiempo. Cuando se vive el día a día sin aspiraciones de continuidad, centrados en el goce efímero del momento, en el que todo se relativiza y se ha perdido la fe en las verdades absolutas, es lógico dejar de creer en el amor absoluto.

Con estas premisas no es de extrañar que el tema del divorcio sea espinoso y de difícil digestión; por una parte la enseñanza de Jesús quiere resaltar la grandeza de la fidelidad total; por otra, cuando la convivencia matrimonial se hace insoportable, ¿se debe aceptar estoicamente la amargura de la infelicidad? Y, una vez rota la relación, ¿se debe condenar al divorciado o divorciada a una vida en soledad?  

El tema es polémico. Y al afrontar temas de moral cristiana como éste, que no gozan del consenso social o que forman parte de nuestras propias dudas de fe, no podemos negar que no sentimos desconcertados y con poco ánimo para defender la enseñanza que propone Jesús.  

Dios y misericordia

Y es que Jesús pone el listón muy alto. Y tanto; la referencia de fondo para la fidelidad en el amor tal y como la entiende el cristiano es el  mismo amor de Dios. Si Dios es amor, y si Dios es absoluto, claro está que el amor total por siempre y para siempre, existe. En Dios. "El amor no pasa nunca" (1 Cor 13,8). Pero ¿qué amor? El amor que es Dios.

Nuestra cultura es reacia a admitir un Dios único y eterno del que dimane una verdad que sea tan eterna y única como Él. Pero ¿qué dios sería aquel que se muda con los tiempos y que solo se ocupa del hombre cuando éste resulta de su agrado? Ese no sería el Dios de los cristianos.

Nuestra adhesión al pensamiento y predicación de Jesucristo nos predispone a aceptar al Dios que se revela con un amor total, lo que implica responder con la misma moneda y a aceptar de entrada todos los puntos de la enseñanza que dimana de esta reflexión sobre su ser; y sabemos que llevar a la práctica todo lo que Jesús propone y Él mismo vive no es tarea pequeña; imposible si no contamos con Él.

Cuando nos tocan de cerca los casos de divorcio o separación, también quienes hemos optado por seguir a Jesús entramos en crisis; nos cuesta aceptar la contradicción y el sufrimiento que llevan consigo las situaciones que viven quienes atraviesan  convivencias imposibles o incluso divorcios consumados. No hay duda de que el divorcio es siempre un mal menor. Nadie se ha casado para divorciarse; nadie se divorcia por gusto. Nadie que sea mínimamente sensible al significado del matrimonio vive o considera una situación de desencuentro matrimonial o de divorcio consumado como algo gozoso y agradable. 

Durante aquellos  años en que el divorcio era formalmente inexistente y nos parecía algo lejano, hemos de confesar que enfocábamos el problema desde premisas morales bastante duras. Hoy, quien más quien menos, tiene algún pariente cercano o algún amigo divorciados; y somos más tolerantes con estas situaciones. No cabe duda de que nuestra visión de quienes se divorcian está cambiando. 

Ya no lo vemos tanto desde la perspectiva de un "legalismo divino" sino desde un punto de vista más humano. Apreciamos el valor de la fidelidad, pero también la voluntad explícita de Dios de que seamos felices. ¿Bendecirá Dios el sufrimiento de por vida de quienes se equivocaron o de los que han visto frustradas sus esperanzas matrimoniales? Es verdad que la Iglesia admite la separación -que no divorcio- matrimonial, a la espera de una reconciliación; pero, cuando ésta no llega o parece imposible, ¿habrá de vivir el separado o separada "soltero" de por vida?

A veces somos duros al juzgar a los divorciados; nos limitamos a juzgar echando mano de textos evangélicos como el de hoy, o aplicando la ley moral eclesial sin paliativos. Olvidamos que la ley moral, sin misericordia, es un monstruo que todo lo devora. A Jesús le preguntan lo que dice la ley, y responde correctamente: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10,11-12).  

En su dura respuesta Jesús parece distinto de aquel que, ante la mujer adúltera, muestra una compasión y un perdón sin paliativos (cf Jn 8,1-11). En este caso no exime a la mujer de su falta, pero hace de la ley un uso supeditado a la primacía de la misericordia. Lo más importante es amar. Misericordia, esta es la clave de todo. la piedra angular de la fe cristiana. Y es también la clave para enfocar el tema que nos ocupa.
 
Y añado un detalle que suele pasar desapercibido en el evangelio de este domingo. En tiempos de Jesús, el hombre podía divorciarse; la mujer no. Y en el planteamiento de Jesús se puede ver una defensa explícita de una estabilidad matrimonial en la que, indudablemente, la mujer era la parte más débil.

 
 
 
El amor es un don de Dios

Al resaltar el valor de la fidelidad matrimonial no creo que Jesús pretenda establecer una fría y rígida norma que ha de ser aplicada sin tener en cuenta cada situación particular. 
 
Hay quienes, en una actitud totalmente antievangélica, pretenden ver en el tema de la indisolubilidad matrimonial, una especie de castigo en la línea de "el que la hace la paga", un escarmiento para irresponsables. ¿Te has casado? ¿No salieron bien las cosas? ¡Pues ahora a sufrir; y mientras más sufras más ganas en santidad!  ¿Es esta la enseñanza de Jesús en el evangelio de hoy? Creo que no; y, sin detrimento de los preceptos legales, al hablar de divorcio, me da la impresión de que lo que Jesús quiere es destacar ante todo la grandeza del amor sin límites, sin el cual no tiene sentido la misma alianza matrimonial. 

No estamos este domingo ante un texto para fustigar a los divorciados, sino para enseñar humildad, animando a todo hombre y mujer a poner su fe en el amor para siempre, algo imposible para la debilidad del hombre, pero posible con la fuerza de Dios. Dios lo puede todo (cf Mt 19,10-11).

La clave para entender este exigente precepto de la fidelidad matrimonial está en Dios. El amor matrimonial hasta la muerte sólo se puede entender como un don de Dios. La fidelidad absoluta sólo es posible en Dios. El hombre, limitado por sus pasiones, solamente puede alcanzar la salvación tomado de la mano del Todopoderoso. Para eso cuenta con la ayuda de la gracia que recibe en el sacramento del Matrimonio y en los demás sacramentos. Ese es el plus, la demasía que añade el sacramento al contrato matrimonial. Situados ante el hecho matrimonial cristiano no estamos ante algo que afecta solo a dos personas; se debe contar con una tercera: Jesucristo.

Se ha apuntado últimamente que habría que revisar muchas cosas en lo referente al matrimonio cristiano. ¿Es para todos o para los llamados a él?, es decir ¿hay que tener vocación para el matrimonio? Cuando la costumbre de "casarse por la iglesia" ha sido la norma, sin planteamientos de vivencia cristiana de fondo en la pareja, ¿podemos hablar en serio de "matrimonio cristiano"? No se puede pedir a una pareja que desconoce los misterios del amor de Dios revelados en Jesucristo que se empeñe en una fidelidad prometeica. Sin fe y experiencia cristiana el matrimonio en fidelidad eterna no de deja de ser un despropósito, un proyecto abandonado al azar y la suerte. 
 
Sin la experiencia pascual, sin la presencia de Dios en la propia vida,   el texto evangélico de este domingo -"lo que Dios ha unido no lo separe el hombre"- suena a imposible. Cualquiera que piense como el mundo y no como Dios comprende que vivir atado a una persona durante toda la vida no tiene porqué ser una obligación; si se “acaba” el amor, si la convivencia se hace imposible, si la pareja no funciona, etc., ¿habrá que seguir manteniendo un lazo inexistente de hecho? 

Es aquí donde entra la “sinrazón del evangelio”, lo incomprensible del mensaje de Jesús, el amor incondicional, la fidelidad más allá de las palabras, hasta la muerte,  el amor en la dimensión de la cruz, que busca contra toda esperanza la conversión del otro y la vuelta a la unidad. ¿No fue un amor así el de Cristo crucificado? Este es el modelo, pero no lo impongamos a nadie. Dejemos que cada cual valore hasta donde puede y debe mantener su relación matrimonial cuando esta se vuelve insoportable. Jesús no vino a imponernos su cruz, vino sólo a ayudarnos a sopesar y llevar la nuestra.
 

Casarse por/en la Iglesia.

Permitidme un añadido que considero importante en los teimpos que corren. Y es que tal vez el problema hoy no esté en el aumento de divorcios, sino en el miedo que nuestra sociedad está experimentando a la hora de pensar en  el matrimonio. ¿Miedo al amor?  

El matrimonio cristiano es, valga la redundancia, para aquellos que “aman el amor”, aquellos que han optado en su vida por el seguimiento de Jesucristo y están dispuestos a amar a su esposa o esposo como Cristo ama a su Iglesia (cf Ef 5,31-32).  

La familia cristiana es el fruto de un matrimonio, de una pareja, “casados en el Señor”; que no es lo mismo que “casados por la Iglesia”. Todos sabemos que son muchos los que se casan por la Iglesia, pero ¿podemos decir que todos los que se casan por la Iglesia lo hacen a sabiendas de lo que comporta el matrimonio cristiano? Ciertamente  no.

"Lo que Dios ha unido", dijo Jesús.  ¿Son conscientes todas las parejas que se casan en la Iglesia de esa presencia de Dios que les une? Cuando celebran el matrimonio ¿lo entienden como don de Dios o lo reducen a tarea humana? Sin "Dios en medio" ¿será posible la fidelidad? El único amor eterno por definición es el de Dios; es el amor que no se acaba; el amor humano -amor conyugal incluido- es limitado, débil, necesitado. 

Lo que define a un amor como cristiano es la grandeza del amor eterno de Cristo. Cristiano es el matrimonio formado por una pareja que comparte una experiencia religiosa común, que da paso y enriquece su vivencia humana del amor con la dimensión divina del mismo; matrimonio cristiano es el que ha dado paso a Dios en su historia, que le deja actuar desde la fe y la celebración sacramental. Cuando se da paso a Jesús en la vida familiar, Dios entra a formar parte de la familia que le acoge, como formó parte de la familia de Nazaret.

No se puede vivir la ley de Dios sin Dios. Sin Dios no podemos amar a una persona cuando la sentimos como enemiga; sin Dios no podemos vivir la virtud de la pobreza, la fecundidad, la fidelidad, etc… sin límites. Sin Dios, ni siquiera se puede entender lo que es el matrimonio como unión de amor permanente entregado “de una vez por todas”, para toda la vida. 


* * *

Que es posible la fidelidad hasta la muerte lo han demostrado muchos matrimonios a lo largo de la historia; con sus momentos de gozo y con sus sufrimientos, con su placidez y sus circunstancias tormentosas. Para superar la dificultad solo les ha bastado ser conscientes de sus limitaciones y haberse abierto a la Gracia de Dios (contar con Dios) como ayuda necesaria para mantener viva la alianza de bodas más allá de los momentos buenos.

La imagen del matrimonio genuinamente cristiano la desvirtúan aquellos que se casan “por la Iglesia”, pero no “en la Iglesia”. Vivir el matrimonio “en la Iglesia” es saber que no se está solo en la aventura de la convivencia matrimonial. Quienes saben esto suelen recurrir a la oración, al auxilio de los sacramentos, a la pertenencia a grupos de matrimonios cristianos donde compartir la dimensión religiosa de su matrimonio con otras parejas y experimentar el apoyo de los hermanos en las dificultades familiares y conyugales. 

Cuando se saben poner los medios necesarios para el cultivo del amor, cuando se pone el esfuerzo necesario para mantener el diálogo con Dios y en la pareja, se comprende que el amor eterno, aunque no sin dificultades, es posible. Casados en el Señor, y en la Iglesia.
 
Casto Acedo Gómez. Octubre 2021  trujisampe@gmail.com

jueves, 23 de septiembre de 2021

26º Ord B: ¿Fuera de la Iglesia no hay salvación?

San Cipriano acuñó un eslogan de gran éxito en la historia de la teología: "fuera de la Iglesia no hay salvación" (extra ecclesiam nulla salus). Se trata de una afirmación de fe expresada en sentido negativo; con ella se quiso decir que los herejes, cismáticos y grupos que habían roto con la Iglesia y eran hostiles a ella se alejaban de la salvación.

Ahora bien,  hubo quienes sacaron de este eslogan conclusiones que la frase no pretendía, y lo entendieron como una proclamación de la Iglesia como camino único y exclusivo para alcanzar la vida eterna. De aquí concluyeron que es urgente extender lo más posible el alcance físico de la Iglesia, bautizando sin descanso, ya que de la incorporación recepción del bautismo dependería la salvación de todos y cada uno de los hombres. 

Tal convicción de que la "vida eterna" sólo podría alcanzarse por la inscripción en el libro de los bautizados llevó a muchos a posiciones fundamentalistas y fanáticas. El respeto a las otras creencias (sobre todo las más cercanas: judíos y musulmanes) perdió puntos entre las huestes cristianas. Las consecuencias de este modo de ver las cosas llevaron a la convicción de que la salvación del otro lo justificaba todo: imposición de la fe, persecución de los no cristianos, inquisición, etc.

¿Tiene la Iglesia el monopolio de la salvación?

Tal vez el error a la hora de interpretar la expresión “fuera de la Iglesia no hay salvación” estuvo en no tener en cuenta, como hemos dicho, que se estaba expresando de forma negativa el convencimiento positivo de que “por la Iglesia se llega a la salvación” (Per Ecclesiam salus)

Con respecto a los que no forman parte formal de la Iglesia al no haber recibido el bautismo, el concilio Vaticano II confirma la doctrina que siempre fue oficial en la Iglesia: “Quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocidas mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (Lumen Gentium16).
 
Algo así dice Jesús en el evangelio al corregir a Juan cuando pretendió hacer callar a quienes echaban demonios sin ser del grupo de los discípulos: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9,39-40). 

La Iglesia tiene como misión anunciar el Reino de Dios, pero este no se circunscribe a la Iglesia; el ser de Dios supera nuestras reducciones, y el misterio de su Reino escapa a los límites de la Iglesia institucional. El Espíritu Santo no obra sólo en unos pocos ordenados, también manifiesta su acción rompiendo las fronteras que a veces queremos imponerle: “¡Ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!” (Nm 11,29).

 
Dos reflexiones al hilo 
de los textos de este domingo
 
1.-  En una primera parte, el evangelio proclamado habla de la necesidad de ser tolerantes con los hermanos a los que consideramos ajenos a nuestro grupo: "hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir porque no es de los nuestros". “¡No se lo impidáis!”, responde Jesús.


Ningún grupo humano tiene la patente de las buenas obras ni del Reino de Dios. Este evangelio, unido al testimonio similar de la primera lectura, nos indica hasta qué punto hemos de estar abiertos a la acción del Espíritu de Dios en el mundo, porque éste no se encierra entre barrotes institucionales, "sopla donde quiere" (Jn 3,8); su orden no coincide con el orden de la Iglesia aunque sea el mismo Espíritu el que marca el orden eclesial y la Iglesia tenga que atenerse a él.


Según el evangelio de hoy hemos de mirar con buenos ojos a  todo el  que vive los valores del Reino:  los que luchan por el amor, la justicia, la fraternidad, la solidaridad, la paz. Y la razón para aceptarlos como de los nuestros no tiene su fuente en nuestra buena voluntad, sino en el convencimiento de que fuera de la Iglesia también obra el Espíritu de Dios y se manifiesta para la salvación de todos.

No existe un terreno (el de la Iglesia) donde está Dios y otro (el mundo profano) donde no está. También en y con los cristianos anónimos está el Señor. El punto de encuentro entre los hombres no está en las instituciones y tradiciones externas sino en la presencia interior del Espíritu, en el hecho de que hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios-amor (Gn 1,26-27) y el mismo Espíritu alienta nuestras vidas.

2.- En su segunda parte, el evangelio da un giro y habla de lo que verdaderamente es intolerable: el escándalo de los débiles; que alguien desde dentro de la Iglesia seduzca y conduzca al mal a personas espiritual o moralmente inseguras. El miembro de una comunidad cristina adquiere una responsabilidad muy seria ante los hermanos: debe dar testimonio de su fe con una vida digna de ella. Lo contrario es un escándalo, un anti-testimonio, que daña a la Iglesia, a los hermanos, especialmente a los más débiles.

Y entre esos escándalos mencionar dos que han hecho y hacen un tremendo daño a la Iglesia de hoy y de siempre:

*Intolerable para un cristiano es el escándalo de los abusos sexuales cometidos contra menores cuya magnitud ha salido estos años a la luz en los medios de comunicación. La misma Iglesia ha perdido perdón por ello y ha iniciado una política de tolerancia cero para estos casos de grave daño para las víctimas inocentes y escándalo para el resto del mundo. “El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que cree, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar” (Mc 9,42).

El  otro escándalo que mencionamos es el que pone en evidencia la carta del apóstol Santiago: el escándalo de la riqueza que engorda con el jornal defraudado al obrero y que no renuncia a su avidez (Sant 5,1-6). La maldad que supone la riqueza injusta es algo que el evangelio considera intolerable, porque no solo daña al pobre que se ve privado de lo básico para vivir (“el jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros”), sino también al rico, que acaba pudriéndose en su propia excrecencia (“Vuestro oro y vuestra plata… devorará vuestra carne como el fuego… Os habéis cebado para el día de la matanza).

¿No tenemos aquí también una llamada a evitar el escándalo de las riquezas de la Iglesia? Una Iglesia de riquezas dudosas y negocios turbios no casa con el evangelio del Señor. A veces queremos justificar las posesiones eclesiales recurriendo al bien de la evangelización; pero los apóstoles son enviados a predicar con unas ordenes concretas: "No llevéis nada para el camino; ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero" (Lc 9,3), porque  la fe no se predica ni se apoya en la sabiduría de los hombres (filosofías, dinero, prestigio) sino en el poder de Dios (cf 1 Cor 2,1-4).

Hay pues, una sana intolerancia: la que sirve para rechazar el pecado que anida en el corazón del hombre; pecado  que amenaza con salir afuera y dañar la Iglesia y el Reino. En el corazón del hombre anidan los robos, avaricias, injusticias, adulterios, envidias, etc. (cf Mc 7,20) Y hay que poner los medios para que el mal no prospere; hay que cortar de raíz todo lo que nos pueda llevar a la práctica del mal, aunque las renuncias sean dolorosas (cf Mc 9, 44-47).



Conclusiones

Concluyo estas reflexiones extrayendo unas enseñanzas prácticas:
 
* Primero, que el proyecto del Reino de Dios pasa por ser tolerante -me gusta más decir "abierto de corazón”; el término “tolerancia” parece tener la connotación negativa de ser algo impuesto desde fuera o desde uno mismo-, abierto a todo lo bueno del mundo, esté dentro o fuera la Iglesia. El buen cristiano vive abierto a los aires del Espíritu de Dios, que sopla donde quiere y como quiere, que se manifiesta en los acontecimientos de tu vida y de la de los que te rodean, y desde ahí está dándote señales de su presencia y reinado.
 
* Segundo: es de virtuosos ser intolerante con cualquier manifestación del mal en el mundo; especialmente con el que puede arraigar en tu interior o en el interior de la Iglesia, porque este mal que generas en tu persona o se genera en tu comunidad, además del daño que produce todo pecado, potencia su poder destructivo con el escándalo de los más débiles.
 
El modelo a seguir lo tienes en Jesús, el justo, el pobre de Yahvé, que se salió del marco institucional de la religión judía y mostró la presencia de Dios fuera de las estructuras de la ley y el orden establecidos. Los judíos esperaban que el Mesías se manifestase en ámbitos más institucionales. ¿Cómo iban a pensar que Dios nacería en una aldea olvidada de Judea y se manifestaría en lugares ajenos a la sinagoga y el templo? No aceptaron esa libertad del Espíritu para andar libre por las calles, paisajes y paisanajes del mundo. Su libertad inaudita le granjeó la antipatía e intolerancia de quienes gustan domesticar a Dios.

Por eso le mataron, porque se empeñó en enseñar que más allá de los muros del templo y de la letra de la ley hay personas; porque hizo del encuentro personal y misericordioso con el hombre la clave de la salvación; porque desacralizó el sometimiento a las clases dominantes como camino necesario para ser benditos de Dios.  Con su tolerancia, mejor con su amor, Jesús te ha salvado a ti y a todos los hombres que os acogéis a Él; lo hace exculpándoos, derrochando amor y perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
 
Casto Acedo GómezSeptiembre 2021
  castoacedo@gmail.com.

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