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La liturgia de hoy nos enfrenta con un tema de palpitante actualidad. Se trata del divorcio, un asunto polémico, que en los tiempos que corren está poniendo en evidencia la coherencia moral de muchos cristianos. Nuestra adhesión al pensamiento de Jesucristo nos predispone a aceptar de entrada todos los puntos de su doctrina. Y sabemos que llevarlos a la práctica no es tarea pequeña; por eso nos empeñamos con tesón en la labor. Sin embargo, a la hora de afrontar algunos temas de moral cristiana, que no gozan del consenso social, o que forman parte de nuestras propias dudas de fe, perdemos ímpetu para abordar su defensa, o para vivirlos; máxime cuando este tema nos obliga a tomar postura porque, cada día más, nos afecta directamente o indirectamente por de personas a las que estamos muy vinculadas. Cuando nos tocan de cerca los casos de divorcio o separación, también quienes hemos optado por seguir a Jesús podemos entrar en crisis; nos cuesta aceptar la contradicción y el sufrimiento que lleva consigo la fidelidad. Y es que, al hablar de divorcio, lo que Jesús quiere destacar ante todo es la grandeza del amor sin límites.
Cuando el evangelio crea conflictos.
Podemos decir que, en este punto del “amor matrimonial para siempre”, la Biblia no coincide con el pensamiento dominante en nuestra sociedad civil. En los puntos en que hay coincidencia entre Biblia y pensamiento social imperante, temas como el “no matarás, no robarás, amarás al prójimo”, la predicación y asimilación del mensaje de Jesús es fácil. Sin embargo, cuando nos situamos ante temas cuyo rechazo por parte de la sociedad es evidente, nos cuesta más predicar y es más improbable el arraigo social del consejo evangélico.
Decir de entrada que es lógico que haya fricciones entre la enseñanza evangélica y el pensamiento del mundo; ¿no ocurrió esto con la persona de Jesús? De no ser así en tiempos de Jesús no le habrían crucificado. Jesús es presentado en el evangelio de Lucas como “signo de contradicción” (Lc 2,34). Y con Él sus seguidores han de ser también fuerza de choque, alternativa de propuestas nuevas y sorprendentes por la opción radical a favor del perdón y el amor. En el caso que nos pone delante el evangelio de Mc 10,2-16, al entrar en la disputa sobre el divorcio Jesús quiere poner en evidencia que estamos llamados a ser testigos del amor de Dios en el mundo, el amor de Jesucristo, un amor que ha apostado por el hombre y ha llegado hasta el final, hasta dar la vida por aquellos que incluso han llegado a tal grado de infidelidad que son la causa de su propia muerte: nosotros. ¿Está este amor al alcance del hombre? ¿Es una utopía? ¿No es algo demasiado idealista?
Jesús nos quiere hacer conscientes del compromiso de fidelidad radical que se adquiere en el matrimonio. El compromiso matrimonial es para siempre, “hasta que la muerte los separe”, “ya no son dos sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10,8-9).En el texto paralelo del evangelio de Mateo, a los discípulos eso de "para toda la vida" les pareció demasiado duro e inaceptable y dijeron a Jesús: "Si tal es la situación del hombre con respecto a su mujer no tiene cuenta casarse" (Mt 16,10). Y Jesús les da a entender que no todos pueden hacer esto sino solo aquellos a quienes Dios se lo da a entender y se lo concede (cf. Mt 19, 10-11).
El matrimonio, don de Dios.
La clave para entender este precepto tan duro de la fidelidad matrimonial está en Dios. El amor matrimonial hasta la muerte sólo se puede entender como un don de Dios. La fidelidad absoluta sólo es posible para Dios, el hombre, limitado por sus pasiones (pecados), solamente puede alcanzar la salvación tomado de la mano del Todopoderoso. Para eso tiene el hombre la ayuda de la gracia que recibe en el sacramento del Matrimonio y en los demás sacramentos. Ese es el plus, la demasía que añade el sacramento al contrato matrimonial. Situados ante el hecho matrimonial cristiano no estamos ante algo que afecta solo a dos personas; se debe contar con una tercera: Jesucristo.
La riqueza del “amor cristiano” nace de la Pascua. Jesucristo y el compromiso de amor que supone y significa el hecho de su encarnación , muerte y resurrección, son la piedra angular sobre la que se construye toda la vida del discípulo, y como parte de esa vida su opción por el matrimonio o por el celibato. Sin la experiencia pascual el texto evangélico de hoy suena a hueco, a discurso vacío, a música celestial. Cualquiera que piense como el mundo y no como Dios comprende que vivir atado a una persona durante toda la vida no tiene porqué ser una obligación; si se “acaba” el amor, si la convivencia se hace imposible, si la pareja no funciona, etc., ¿habrá que seguir manteniendo un lazo inexistente de hecho? Es aquí donde entra la “sinrazón del evangelio”, lo incomprensible del mensaje de Jesús, el amor incondicional, la fidelidad más allá de las palabras, hasta la muerte, el amor en la dimensión de la cruz, que busca contra toda esperanza la conversión del otro y la vuelta a la unidad. ¿No fue un amor así el de Cristo crucificado?
Casarse por/enla Iglesia.
Desgraciadamente, sabemos que muchas de las parejas que se acercan al sacramento del matrimonio son personas bautizadas, cristianos de derecho, pero que ni practican la fe ni tienen intención de practicarla, personas para las que Dios no cuenta nada en sus vidas. Y no se puede vivir la ley de Dios sin Dios. Sin Dios no podemos amar a una persona cuando la sentimos como enemiga; sin Dios no podemos vivir la virtud de la pobreza, la fecundidad, la fidelidad, etc… sin límites. Sin Dios, ni siquiera se puede entender lo que es el matrimonio como unión de amor permanente entregado “de una vez por todas”, para toda la vida.
Que es posible la fidelidad hasta la muerte lo han demostrado muchos matrimonios a lo largo de la historia; con sus momentos de gozo y con sus sufrimientos, con su placidez y sus circunstancias tormentosas. Para superar la dificultad solo les ha bastado ser conscientes de sus limitaciones y haberse abierto a la Gracia de Dios (contar con Dios) como ayuda necesaria para mantener viva la alianza de bodas más allá de los momentos buenos. La imagen del matrimonio genuinamente cristiano la desvirtúan aquellos que se casan “por la Iglesia”, pero no “en la Iglesia”. Vivir el matrimonio “en la Iglesia” es saber que no se está solo en la aventura de la convivencia matrimonial. Quienes saben esto suelen recurrir a la oración, al auxilio de los sacramentos, a la pertenencia a grupos de matrimonios cristianos donde compartir la dimensión religiosa de su matrimonio con otras parejas y experimentar el apoyo de los hermanos en las dificultades familiares y conyugales. Cuando se saben poner los medios necesarios para el cultivo del amor, cuando se pone el esfuerzo necesario para mantener el diálogo con Dios y en la pareja, se comprende que el amor eterno es posible. Casados en el Señor, y en la Iglesia.
Casto Acedo Gómez. Octubre 2012. paduamerida@gamil.com. 29137
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