
Corregir al que se equivoca
Un cristiano no puede pasar por alto el cumplimiento de la obra de misericordia que exige corregir al que yerra; quien conoce el mal camino que lleva un hermano no puede permanecer impasible como si aquello no fuera con él. Y esto no sólo es válido para el orden interno de la Iglesia; también de puertas afuera ha de resonar la voz profética que denuncia las injusticias y anuncia la salvación de Dios. Es verdad que nuestra cultura y sociedad individualistas parecen invitarnos a que cada uno se las apañe y viva como pueda mientras no moleste, pero un cristiano no puede aceptar esta mentalidad. Jesús vino a implicarse, a inmiscuirse en nuestros asuntos; la encarnación de Dios hizo propio el dicho del comediógrafo Terencio (185-159 a.c): “Hombre soy, nada humano me es ajeno”.
En esta misma línea, Jesús no pasó de largo ante lo bueno y lo malo de los hombres sino que promovió lo primero y censuró y procuró corregir lo segundo, obrando en consecuencia como quien predica el amor. Tras sus huellas, el Concilio Vaticano II abre su Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual diciendo: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias, de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Gaudium et Spes, 1). Por tanto, el cristiano no puede vivir de espaldas al mundo porque sus aciertos y errores son también suyos; y porque nada de él le es ajeno ha de ser atalaya que en nombre de Dios llame a los hombres a obrar el bien y les inste a corregir el mal. Desertar de esta misión es abandonar el camino de la vida (cf Ez 33,7-9).
Evitar la denuncia anónima y el chismorreo indecente
¿Cómo ser atalaya (profeta) de la justicia de Dios? De momento hay que evitar dos errores: tomar el atajo de la denuncia anónima y no caer en la tentación de juzgar por detrás al hermano. Cuando en una sociedad o comunidad surgen problemas lo más habitual es que uno vaya a instancias superiores a reclamar justicia. De este modo, todos hemos observado como en la Iglesia Católica cuando a la gente no le agrada lo que hacen otros feligreses se lo comunica al párroco; cuando no le gusta lo que hace el párroco se lo comunica al obispo; y cuando no le gusta lo que hace el obispo, se lo comunica a Roma. Se dice que todo es por el propio bien de las personas y por la pureza de la religión.

Ejercer la autoridad como servicio de amor
También es frecuente en nuestro mundo el abuso de la autoridad. Hay a quien le ponen un uniforme y se cree el dueño del mundo; usa la autoridad como látigo, no como debería de ser ejercida: como servicio. La forma en que Jesús actuó no tiene nada que ver con la imposición; para Él es una cualidad resistirse al uso de la fuerza mientras no se hayan agotado todos los recursos de la corrección fraterna. Dios no es amigo de gobernar con la disuasión violenta; ya conocemos la respuesta de Jesús cuando le pidieron un severo castigo para los habitantes de una aldea que no le recibió bien: “Señor, ¿quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma?”; son palabras de Santiago y Juan, y de todos los que añoran una comunidad (Iglesia, sociedad) donde no haya disidentes. “Jesús, volviéndose hacia ellos los reprimió severamente” (Lc 9,54-55).
La autoridad en la Iglesia no se debe desligar del amor. Dios no es un jefe o un patrón que impone sus leyes y razones a golpe de decreto inapelable. Dios es Padre, y su forma de ejercer su autoridad no puede desligarse de la dinámica del amor paterno; como dijo un compañero sacerdote en cierta ocasión: “lo nuestro -refiriéndose a la Iglesia- no es una empresa ni una asociación sindical o política, lo nuestro es otra cosa"; es una familia, y en una familia las relaciones se fundamentan sobre el amor. Sin esta virtud ningún consejo, ninguna opinión, ningún juicio, ninguna ley, están justificados. “De hecho, el ´no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás´, y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: ´Amarás a tu prójimo como a ti mismo´ … Amar es cumplir la ley entera” (Rom 13,9-10). La ética cristiana tiene este principio, que san Agustín resume con el clásico “ama y haz lo que quieras”. Y esto vale también para el mundo. Sólo desde unas relaciones fraternas -de amor, que es más que solidaridad- es posible un diálogo entre hombres y mujeres, ricos y pobres, izquierdas y derechas, creyentes y no creyentes, etc. en orden a edificar una ciudad más justa sin renunciar a la riqueza de la diversidad.
Pero, ¿qué hacer cuando alguien se opone insistentemente a los planes de Dios? ¿Qué medidas tomar con el hermano que se niega a aceptar las premisas de la familia y no quiere cambiar? Igual que decimos que con el matrimonio mal avenido la solución es la separación como mal menor, así también en el caso que nos ocupa el mal menor es la excomunión. ¿Tiene autoridad la Iglesia para excomulgar? “Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18.19-20). Con estas palabras san Mateo explica porqué la comunidad eclesial tiene autoridad y es el tribunal de resolución final que puede, en último término, separar o excomulgar a los pecadores recalcitrantes. Sencillamente porque la comunidad, cuando se reúne en nombre de Jesús, disfruta de su presencia; la autoridad para atar y desatar no se ejerce con independencia de Jesús al que le ha sido otorgada toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Una excomunión no es un “procedimiento burocrático”, sino “un acto de iglesia” que actúa con Jesús y a la sombra de su Espíritu. Más que "echar de casa a un hermano" es una manera de decirle que ya se ha puesto él mismo en la calle con sus actitudes. Al excomulgarlo no se pretende la muerte espiritual del hermano sino que recapacite sobre la gravedad de su error y vuelva al redil. La Iglesia, como madre, espera siempre expectante el regreso del hijo pródigo para salir a su encuentro, abrazarlo, vestirle el traje de fiesta y reintegrarlo a la vida comunitaria (cf Lc 15,20-24). Es lo menos que se espera de quien cree en el amor como piedra de toque de comunión entre los hombres.
Casto Acedo Gómez. Septiembre 2011. paduamerida@gmail.com .
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