
La fe se confirma en la prueba
Aquello de ser la “piedra” donde se edifica la Iglesia debió parecerle a Pedro algo maravilloso. Lo que no debió gustarle tanto es asumir que ser creyente y jefe de los creyentes llevara consigo sufrimientos; le costó entender que ser Papa más que un privilegio es una carga, una tarea que no siempre resulta agradable. Todavía Jesús no había “ofrecido su cuerpo como hostia (ofrenda) viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12,1), mostrando así, como dice el prefacio en la fiesta de la Transfiguración, que “la pasión es el camino para la resurrección”. Al final de sus días, tras una vida de conflictos y persecuciones, también Pedro pudo finalmente confirmar su fe con el martirio.
El pecado de Pedro, que podríamos decir que, para bien y para mal, es figura de la Iglesia -de todo discípulo-, nos viene a recordar que aunque seamos cristianos confesos no estamos exentos de ceder terreno al maligno en nuestra vida personal, social y eclesial. En una palabra: no debemos caer en la trampa de creernos convertidos del todo; y por supuesto hemos de evitar caer en la tentación de enmendar la plana al mismo Dios cuando no comprendemos su voluntad o no queremos comprenderla porque no responde a nuestros intereses o expectativas.

Convertirse es:
1.- Saber entender la fe como algo que está más allá de las ideas. No se trata de idealizar la vida, sino de vivirla en la dimensión de la cruz; no consiste la liturgia (el culto) cristiana, en ofrecer sacrificios, hacer o dar cosas para justificarnos ante Dios. No se trata de dar algo a Dios, sino de dar-me yo mismo: “Os exhorto a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable” (Rm 12,1). Jesús propone esto a sus discípulos con otras palabras: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
2.- Convertirse es adoptar la mentalidad de Dios. “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 1,2). Envueltos por un ambiente cultural donde prima el culto al “yo”, convertirse es dar pasos hacia el Tú (con mayúsculas), algo que posibilita entender y comprender a los otros “tú” (con minúscula) que son los hermanos. No ajustarse al mundo es una tarea ardua. Es más fácil, placentero y descansado dejarse llevar por la corriente. Pero el discípulo de Jesús no busca “lo que se lleva”, busca la verdad de Dios manifestada en Jesucristo. A la hora de actuar el buen cristiano se preguntará siempre cómo habría obrado Jesús (Dios) en cada situación concreta; y siempre buscará agradar a Dios antes que a los hombres (cf Hch 5,29), aunque ello suponga contratiempos y sufrimientos.
3.- Convertirse es optar por la vida misma de Jesús. En Él tenemos la garantía de la victoria, la ganancia de todo. “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?” (Mt 16,26) ¿Dónde está la vida? En el poder, en las riquezas, en el prestigio personal,... nos dicen. Y los hombres del siglo XXI seguimos perdiendo la vida ofuscados en el culto a esos ídolos. ¿Encontramos ellos la vida? ¿Somos realmente tan felices como pretendemos mostrar? Parece ser que no, que malogramos la vida embarcados en la alienación y el estrés que genera la carrera por “tener más”, “aparentar más” y “ser más”; llevamos una vida acelerada que nos conduce un constante vacío existencial, una vida –en definitiva- “sin Dios (Amor)”, una vida que revelará su tremenda fealdad en la hora de la muerte, porque habrá sido una vida perdida en superficialidades. Por el contrario, una vida “plena”, “ganada”, es una vida “con Dios”, una vida que realiza su vocación de servicio a Dios y los hermanos. “Si uno quiere salvar su vida la perderá” (Mt 16,24). Perder la vida por Cristo y su evangelio es el signo de la identidad cristiana; el “martirio” entendido como testimonio es la prueba definitiva de la conversión. En el martirio muestra la vida cristiana toda su belleza.

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