miércoles, 11 de noviembre de 2015

El triunfo de los justos (Domingo 15 de Noviembre)

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Después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán” (Mc 13,24-25). Una lectura literal de este texto da un cierto respeto, sino miedo. Pero sería un error interpretar esto como una amenaza, hacer de ello un motivo para llamar a la conversión por el temor antes que por el arrepentimiento y la compunción. Pobre servicio haríamos a la fe si leemos este texto de san Marcos en clave de “desquite y venganza” de Dios, cuando el Evangelio es “buena noticia” del mismo Dios y como tal se presenta ante nosotros. Pero ¿dónde está en este evangelio la “buena noticia”? Vayamos por partes.
 
El triunfo del bien sobre el mal.
 
Estamos terminando ya el año litúrgico. Y en estos domingos finales, los textos litúrgicos nos van hablando de las “cosas últimas”. Ya el domingo pasado, en cierta manera, se nos hablaba también de esas cosas, porque al presentarnos a los maestros de la ley, que buscan los primeros puestos y que les honren en las plazas, y al contrastar la figura de los ricos que echaban monedas en el templo con la viuda que echaba todo lo que tenía (cf Mc 12,38-44), Jesús ya advierte sobre  qué es lo definitivo a los ojos de Dios. Entre ese evangelio del domingo pasado y el de hoy san Marcos coloca un discurso amplio de Jesús al hilo de unas apreciaciones que le hacen los discípulos: “Maestro, mira qué piedras y qué construcciones” (Mc 13,1), le dijo uno de sus discípulos al salir del templo, y Jesús aprovecha para poner en evidencia la vanidad de las construcciones externas: “¿Ves esas grandiosas construcciones? Pues no quedará aquí piedra sobre piedra” (Mc 13,2), las grandes construcciones, así como los ricos que las edifican y sustentan, están destinadas a desaparecer, y quedará la nueva creación donde lo pequeño y sencillo, como la viuda del templo, pervivirá.
 
Más tarde, estando sentado en el monte de los olivos contemplando el templo, “Pedro, Santiago y Juan le preguntan: ¿Cuándo ocurrirá eso y cuál será la señal?” (Mc 13,1-4). Y Jesús aprovecha para dar a sus discípulos unas enseñanzas sobre los tiempos finales (discurso escatológico en Mc 13,5-23). Esta enseñanza se puede resumir en estos puntos: *La historia tiene que pasar todavía por grandes tribulaciones -guerras, terremotos, hambre- (5-8);  *El mal se enseñoreará de la tierra (14-20); *surgirán falsos mesías (21-23); *vosotros vais a sufrir persecuciones, pero el que persevere se salvará (9-13). 
 
El final no verá el triunfio del mal sino del bien, encarnado en el Hijo del Hombre, Jesús, cuya luz brillará más que la luz de los astros -“el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo”-, y cuyo poder será superior a cualquier otro -“los ejércitos celestes temblarán”-. El final no será de muerte sino de vida, no será la victoria del mal sino la de la justicia (del justo): “Entonces verán venir al Hijo del Hombre con gran poder y majestad; enviará los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo” (Mc 13,24-25).
Cuando veas, pues señales de destrucción y de muerte, que parecen evidenciar el triunfo del mal, no te desanimes, porque el triunfo final corresponde al bien (optimismo cristiano). Cuando sucedan esas cosas “sabed que él está cerca, a la puerta”, es la parusía,[1] la llegada del Señor a la ciudad. Su venida no supone el fin de la historia, sino el fin del reino del pecado en el mundo, el triunfo de Dios y de sus santos (cf Ap. 19 ss). Es la fiesta de los justos. “Los sabios (justos) brillarán como el fulgor del firmamento” (Dn 3). “La Palabra de Dios” (Jesús) permanecerá, y con él todos el que le habéis escuchado y sois de los suyos (cf Jn 10,16). Por eso, porque eres de los suyos, lo que se anuncia en este evangelio es para tí  motivo de alegría.
 
Claves para la vida
 
De todo este lenguaje “apocalíptico” tienes la oportunidad de sacar algunas consecuencias concretas:
1. Puedes empezar repitiendo algo que aprendías el domingo pasado a propósito de la viuda que echaba sus reales en el templo: Dios no mira las apariencias, sino el corazón (cf 1 Sam 16,7) de cada vida concreta y de los hechos personales y sociales. Por tanto, sitúate tú también en la mirada de Dios. Frente al pesimismo de los que creen que el mal es dueño y señor de todo, ponte en el optimismo de los que creen y saben que el triunfo de los buenos está garantizado por Jesucristo. Del pesimismo sólo sacarás pasividad; los hombres de acción nacen del optimismo.
 
2. No te dejes vencer por las apariencias de victoria que tiene el mal. Mira nuestro mundo y sus “construcciones”, sus tremendas torres de Babel: edificios monumentales al servicio del poder económico: bancos suntuosos, catedrales del negocio y santuarios del consumo; mientras, en la misma ciudad, o más al sur, media humanidad sobrevive como puede a la crisis económica, o directamente mueren o desesperan  escapando de las guerras que asolan el mundo; en su huida  les impedimos traspasar las murallas y alambradas que los países desarrollados hemos levantado para impedirles el paso. Contemplando las soberbias construcciones de nuestro mundo, también los muros infranqueables, puedes oír la voz de Jesús: “¿Ves esas grandiosas construcciones? Pues no quedará aquí piedra sobre piedra.” (Mc 13,2a) Cuando dice esto Jesús está mirando el templo (cf Mc 13,1), con todo su significado religioso-político-social. Él ha venido para mostrar que Dios (Jesucristo) es el nuevo templo, y con Él todo hombre es “templo del Espíritu Santo”, con lo que indica de cara a la vida moral cristiana que lo único eterno es el amor a Dios y al prójimo, ambos amores de modo inseparable; un mandamiento de dos caras. Lo comentábamos hace unos domingos. “Todo será destruido” (Mc 13,2b). Si al final todas nuestras construcciones ególatras están abocadas a la destrucción, ¿por qué nos empeñamos en seguir construyendo semejantes ídolos? ¿Qué quedará de todo esto y de mí mismo al final?
 
3. Si Jesús dice: “el cielo y la tierra pasarán, y mis palabras no pasarán”, ¿dónde debes poner tu esperanza y tus esfuerzos? Tal vez es hora de que escuches en serio la palabra de Dios, no movido por la angustia de la muerte sino por la sabiduría de la vida.
 
4. El hombre de hoy, como el de siempre, pero hoy tal vez más fruitivamente, busca la felicidad en el placer, en el equilibrio mental y sentimental, en una cierta “apatía new age” ante la vida y las cosas. Tú mira los acontecimientos personales y sociales desde Dios; eso te  ayudará alcanzar tu aspiración a la felicidad, pero sin caer en la “apatía”. Tu paz interior será el fruto de la lucha interior y exterior contra el mal,  con la certeza de la fe -¡sí, fe cierta!- puesta en que nuestro Señor ha obtenido ya la victoria. Afronta la vida sin miedos, con tranquilidad, con la garantía de que tienes un seguro de vida eterna en Jesús (cf 2ª lectura: Hb 10,11-14); ¿no es este seguro razón suficiente para viajar por los días trabajando con tranquilidad? Si Dios está contigo, y si tú estás con Él, ¿qué puedes temer? (cf Rm 8,31-39)
 
5. Finalmente, y enlazando con el tiempo de Adviento ya próximo: vigila, mantén los ojos atentos para descubrir en el mundo el rastro del monstruo que es el pecado, el maligno que se esconde bajo aspecto de dinero, poder, placer ególatra, falsa libertad,…, luces con luz caduca; permanece también con la mirada abierta  a la justicia debida al pobre, las manos tendidas al justo injustamente perseguido; los ojos  en Cristo y las manos en el arado, trabajando en la viña del Reino.
 
Cuando llegue el momento de la parusía personal –tu propia muerte-, o colectiva –fin de los tiempos-, recuerda que Cristo no viene a destruirte, sino a recogerte, “a reunir a sus elegidos de los cuatro vientos” (Mc 13,27) para hacerte partícipe de su gloria. La parusía, la llegada del Rey victorioso que trae para sus súbditos beneficios excepcionales, se vive como prenda en la Eucaristía. El Señor viene. La Eucaristía es anamnesis -recuerdo, memorial- de que toda la salvación y gracia ha sido realizada ya por Cristo Jesús en la Pascua; estar en la misa y vivirla, es anticipar el gozo de aquel día en que el señor vendrá definitivamente; mientras llega ese momento celebramos la eucaristía que nos hace esperar sin angustia el día en que llegará nuestro Salvador para hacer nuevas todas las cosas (cf Ap 21). “¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, señor, Jesús!”.

[1] Al acto finalizador de la historia como acontecimiento se le designa habitualmente en el NT como la parusía. Se trata de una palabra griega (derivada del verbo pareimi= estar presente, llegar) y que significa, bien la presencia, bien la llegada de personas, cosas o sucesos. En el mundo griego la palabra designaba tanto el descenso o la manifestación de personas divinas en la tierra, como las visitas de los reyes y príncipes a las ciudades sometidas a su imperio. Se trata, por tanto de una manifestación triunfal, de un despliegue solemne en un ambiente festivo. En la época imperial romana, el césar es saludado en su parusía como señor y portador de salvación. El pueblo aguarda con expectación su venida, puesto que espera conseguir con ella beneficios excepcionales. Todas estas circunstancias dan a la parusía un carácter netamente jubiloso y festivo. Los escritores del NT utilizan la palabra parusía en sentido religioso; salvo en una ocasión (2 Ts 2,9), designan con ella el advenimiento glorioso de Cristo al final de los tiempos, conectado con el fin del mundo (Mt 24,3.27.37.39; 1 Tes 2,19; 3,13; 4,15; 2 Tes 2,1.8; 2 Pe 3,4.12), con la resurrección (1 tes 4,15; 1 Cor 15,23) y con el juicio (1 tes 5,23; St 5,7.8; 1 Jn 2,28).

 
Casto Acedo Gómez Noviembre 2015 , paduamerida@gmail.com.

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