jueves, 22 de noviembre de 2018

Rey de la verdad y el amor (Cristo Rey)

 
El reino de Dios no es un reino político sostenido por un ejército y una fuerza policial; ni tampoco se trata de un estado mesiánico en el que hay un rey vengador que, en línea con las esperanzas erróneas del pueblo judío, vendría a mostrar su fuerza avergonzando y confundiendo a los que no creen el anuncio de su venida. El reino de Dios no tiene su fundamento ni en una idea ni en una determinada acción político-social, sino en una persona: Jesús, que no viene a establecer ningún “sistema” sino a mostrar el rostro humano y cercano del Padre.

Un rey crucificado


Contemplando la palabra y las acciones de Jesús de Nazaret podemos comprender qué clase de reino es el que predica y pretende: nace pobre y humilde en Belén, vive anónimamente en Nazaret, se vuelca en el servicio a los excluidos de su tiempo, anuncia el amor (misericordia) de Dios Padre, y termina sus días siendo contado entre los últimos, condenado a muerte y crucificado. San Pablo dirá luego que “la fuerza se muestra en la debilidad” (1 Cor, 1,25.27; 12,10). Este es el Reino que predica Jesús: el reino de los pobres, de los débiles, del amor, significado en el Rey Crucificado que a la violencia responde con el perdón y la paz.

El título de Rey aplicado a Jesús hay que leerlo contemplándolo en su pasión y muerte. La primera carta de san Pablo a los Corintios nos da una pista: “El lenguaje de la cruz es locura para los que se pierden; pero para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios… Lo que en Dios parece debilidad, es más fuerte que los hombres” (1,18.25). Mirando a Cristo mientras recibe el “homenaje” de los soldados con sus bofetadas, burlas y salivazos (cf Jn 19,1-3), viendo la escena del Ecce homo: “aquí tenéis a vuestro rey” (Jn 19,5), u observando “al que atravesaron”, podemos contemplar al Rey. Por cetro: una caña; la corona: de espinas; el manto: color púrpura (ensangrentado); el trono: una cruz de tosca madera. Como fondo de la escena un enorme cartel: Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos (INRI) (cf Jn 19,19).

Lejos de ser una fiesta de triunfalismo político-social, la solemnidad de Cristo Rey es un canto al triunfo seguro del amor y el servicio generoso sobre el odio y el poder abusivo. La dignidad de Cristo en la cruz es la dignidad del amor hasta el extremo, la auténtica dignidad “real”. Sólo el amor nos hace dignos.


Con su muerte en cruz Cristo ha conseguido la bienaventuranza de los pobres. Porque sólo desde la grandeza del amor-dolor de la cruz podemos entender el sermón del monte. Los pobres, los perseguidos por causa de la justicia, los que sufren, lo que trabajan por la paz, (cf Mt 5,1-12)… son dichosos porque participan de la vida de Dios crucificado; con Cristo crucificado los últimos del mundo pasan a ser los primeros (cf Mt 20,16). 

 El reino de la verdad lucha contra el de la mentira.

 
Vivimos tiempos de relativismo en todos los sentidos: filosófico, religioso, moral… No se admiten verdades absolutas y tampoco monarcas absolutos. La verdad se ha empobrecido, se ha reducido a “racionalismo” y a “cientificismo”. La verdad está sólo en lo que podemos racionalizar o medir. ¿No es un concepto demasiado pobre esa “verdad”?¿Acaso el mucho razonar y cuantificar nos dará la vida? ¿Calmará mi dolor la explicación científica y razonable de mi enfermedad? ¿Dará solución a los problemas del mundo (norte-sur, inmigración, crisis económica, "cultura del descarte", desahucios, terrorismo y violencias de todo tipo) el estudio pormenorizado de sus causas y los proyectos de solución técnicamente perfectos? Lo dudo. Y si ahí, en las medidas, los cálculos y los raciocinios no está la verdad que nos libra de la oscuridad del túnel, ¿dónde encontrar la salida?

Pues digámoslo sin tapujos, a pesar de que los tiempos no parecen simpatizar con la palabra: "Dios" es la verdadera respuesta a nuestros interrogantes más profundos. Y con Cristo llega el Reino de Dios, Reino de la Verdad. La vida de Jesús fue una continua lucha contra la mentira de sus contemporáneos. Algunos, como Nicodemo, Zaqueo, Pedro, Mª Magdalena o Mateo, dejaron de engañarse y se pasaron a la verdad, pero otros siguieron obstinados en la mentira de sus prácticas religiosas y sociales legalistas, y, cuando les llegó la hora de enfrentarse con la verdad, quisieron aniquilarla crucificando al que la encarnaba y predicaba. Pero fracasaron en su empeño. En Cristo crucificado y rehabilitado en la resurrección podemos ver que Dios está dispuesto a todo, incluso a morir para poner en evidencia la Verdad más sobrecogedora y absoluta: Dios es amor sin límites.

Las fiesta de Cristo Rey (habría que decir mejor día del Reino de Dios) pone ante nosotros la verdad de Dios: Cristo crucificado. "Yo soy la verdad", había dicho. Se trata de una verdad de un orden distinto al racional y científico, una verdad esencial, la verdad del amor, en la que encuentran apoyo todas las demás  verdades. Porque "si conociera todos los secretos del mundo y todo el saber, si no tengo amor no soy nada" (cf 1 Cor 13,2)

 
* * *

La verdad es un estilo de vida, una persona (Jesucristo), un misterio (el misterio del Reino) que supera el conocimiento racional, pero que puedes gustar y vivir. Los hombres solemos tener miedo a “la verdad”. ¡No tengáis miedo! (cf Mc 16,6; Lc 12,4; Mt 14,17, etc).  


Dice el salmista: “El Señor reina, vestido de majestad” (Sal 92,1). A este Señor que reina, ábrele el corazón, y los oídos para escuchar su palabra. “El que es de la verdad escucha mi voz”. Tiene mucho que decirte. Mostrándote la "Verdad" te dará a conocer "tu verdad", porque sólo en Él encuentra sentido tu existir. Y te sanará con su fuerza, porque “su poder (amor) es eterno, no cesará. Su reino no acabará” (Dn 7,14).

Como anticipo de lo que te espera, como prenda del día en que lo verás todo con claridad,  te invita cada domingo al banquete de su Reino. ¿Te perderás este regalo?.
 
Casto Acedo Gómez. Noviembre 2018. paduamerida@gmail.com.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

La fiesta de los justos (Domingo 18 de Noviembre)

 
Dn 12,1-3; Sal 15,5.8-11; Hb 10,11-14.18; Mc13,24-32.

  


"Después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán” (Mc 13,24-25). Una lectura literal de este texto da cierto respeto, sino miedo. Pero sería un error interpretar esto como una amenaza, hacer de ello un motivo para llamar a la conversión por el temor antes que por el arrepentimiento y la compunción. Pobre servicio haríamos a la fe si leemos este texto de san Marcos en clave de “desquite y venganza” de Dios, cuando el Evangelio es “buena noticia” del mismo Dios y como tal se presenta ante nosotros. Pero ¿dónde está en este evangelio la “buena noticia”? Vayamos por partes.

 
El triunfo del bien sobre el mal.

Estamos terminando ya el año litúrgico. Y en estos domingos finales, los textos litúrgicos nos van hablando de las “cosas últimas”. Ya el domingo pasado, en cierta manera, se nos hablaba también de esas cosas, porque al presentarnos a los maestros de la ley, que buscan los primeros puestos y que les honren en las plazas, y al contrastar la figura de los ricos que echaban monedas en el templo con la viuda que echaba todo lo que tenía (cf Mc 12,38-44), Jesús ya advierte sobre qué es lo definitivo a los ojos de Dios.

Entre ese evangelio del domingo pasado y el de hoy san Marcos coloca un discurso amplio de Jesús al hilo de unas apreciaciones que le hacen los discípulos: “Maestro, mira qué piedras y qué construcciones” (Mc 13,1), le dijo uno de sus discípulos al salir del templo, y Jesús aprovecha para poner en evidencia la vanidad de las construcciones externas: “¿Ves esas grandiosas construcciones? Pues no quedará aquí piedra sobre piedra” (Mc 13,2), las grandes construcciones, así como los ricos que las edifican y sustentan, están destinadas a desaparecer, y quedará la nueva creación donde lo pequeño y sencillo, como la viuda del templo, pervivirá. 

Más tarde, estando sentado en el monte de los olivos contemplando el templo, “Pedro, Santiago y Juan le preguntan: ¿Cuándo ocurrirá eso y cuál será la señal?” (Mc 13,1-4). Y Jesús aprovecha para dar a sus discípulos unas enseñanzas sobre los tiempos finales (discurso escatológico en Mc 13,5-23). Esta enseñanza se puede resumir en estos puntos:

*La historia tiene que pasar todavía por grandes tribulaciones -guerras, terremotos, hambre- (5-8); 

 *El mal se enseñoreará de la tierra (14-20);

*surgirán falsos mesías (21-23);

*vosotros vais a sufrir persecuciones, pero el que persevere se salvará (9-13).

El final no verá el triunfo del mal sino del bien, encarnado en el Hijo del Hombre, Jesucristo, cuya luz brillará más que la luz de los astros -“el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo”-, y cuyo poder será superior a cualquier otro -“los ejércitos celestes temblarán”-. El final no será de muerte sino de vida, no será la victoria del mal sino la de la justicia (del justo): “Entonces verán venir al Hijo del Hombre con gran poder y majestad; enviará los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo” (Mc 13,24-25).
Cuando veas, pues señales de destrucción y de muerte, que parecen evidenciar el triunfo del mal, no te desanimes, porque el triunfo final corresponde al bien (optimismo cristiano). Cuando sucedan esas cosas “sabed que él está cerca, a la puerta”, es la parusía,[1] la llegada del Señor a la ciudad. Su venida no supone el fin de la historia, sino el fin del reino del pecado en el mundo, el triunfo de Dios y de sus santos (cf Ap. 19 ss). Es la fiesta de los justos. “Los sabios (justos) brillarán como el fulgor del firmamento” (Dn 3). “La Palabra de Dios” (Jesús) permanecerá, y con él todos el que le habéis escuchado y sois de los suyos (cf Jn 10,16). Por eso, porque eres de los suyos, lo que se anuncia en este evangelio es para tí  motivo de alegría.
 
Claves para la vida
 
De todo este lenguaje “apocalíptico” tienes la oportunidad de sacar algunas consecuencias concretas:  
 
1. Puedes empezar repitiendo algo que aprendías el domingo pasado a propósito de la viuda que echaba sus reales en el templo: Dios no mira las apariencias, sino el corazón (cf 1 Sam 16,7) de cada vida concreta y de los hechos personales y sociales. Por tanto, sitúate tú también en la mirada de Dios. Frente al pesimismo de los que creen que el mal es dueño y señor de todo, ponte en el optimismo de los que creen y saben que el triunfo de los buenos está garantizado por Jesucristo. Del pesimismo sólo sacarás pasividad; los hombres de acción nacen del optimismo. 



2. No te dejes cegar ni vencer por las apariencias de victoria que tiene el mal. Mira nuestro mundo y sus “construcciones”, sus tremendas torres de Babel: edificios monumentales al servicio del poder económico: bancos suntuosos, catedrales del negocio y santuarios del consumo; mientras, en la misma ciudad, o más al sur, media humanidad sobrevive como puede a la crisis económica, o directamente mueren o desesperan escapando de las guerras que asolan el mundo; en su huida les impedimos traspasar las murallas y alambradas que los países desarrollados hemos levantado para impedirles el paso.

Contemplando las soberbias construcciones de nuestro mundo, también los muros infranqueables, puedes oír la voz de Jesús: “¿Ves esas grandiosas construcciones? Pues no quedará aquí piedra sobre piedra.” (Mc 13,2a) Cuando dice esto Jesús está mirando el templo (cf Mc 13,1), con todo su significado religioso-político-social. Él ha venido para mostrar que Dios (Jesucristo) es el nuevo templo, y con Él todo hombre es “templo del Espíritu Santo”, con lo que indica de cara a la vida moral cristiana que lo único eterno es el amor a Dios y al prójimo, ambos amores de modo inseparable; un mandamiento de dos caras.

“Todo será destruido” (Mc 13,2b). Si al final todas nuestras construcciones ególatras están abocadas a la destrucción, ¿por qué nos empeñamos en seguir construyendo semejantes ídolos? ¿Qué quedará de todo esto y de mí mismo al final?
 
3. Si Jesús dice: “el cielo y la tierra pasarán, y mis palabras no pasarán”, ¿dónde debes poner tu esperanza y tus esfuerzos? Tal vez es hora de que escuches en serio la palabra de Dios, no movido por la angustia de la muerte sino por la sabiduría de la vida.
 
4. El hombre de hoy, como el de siempre, pero hoy tal vez más fruitivamente, busca la felicidad en el placer, en el equilibrio mental y sentimental, con una cierta “apatía new age” ante la vida y las cosas. Tú mira los acontecimientos personales y sociales desde Dios; eso te  ayudará alcanzar tu aspiración a la felicidad, pero sin caer en la “apatía”. Tu paz interior será el fruto de la lucha interior y exterior contra el mal,  con la certeza de la fe -¡sí, fe cierta!- puesta en que nuestro Señor ha obtenido ya la victoria. Afronta la vida sin miedos, con tranquilidad, con la garantía de que tienes un seguro de vida eterna en Jesús (cf 2ª lectura: Hb 10,11-14); ¿no es este seguro razón suficiente para viajar por los días trabajando con tranquilidad? Si Dios está contigo, y si tú estás con Él, ¿qué puedes temer? (cf Rm 8,31-39)
 

 
 
5. Finalmente, y enlazando con el tiempo de Adviento ya próximo: vigila, mantén los ojos atentos para descubrir en el mundo el rastro del monstruo que es el pecado, el maligno que se esconde bajo aspecto de dinero, poder, placer ególatra, falsa libertad,…, luces con luz caduca; permanece también con la mirada abierta  a la justicia debida al pobre, las manos tendidas al justo injustamente perseguido; los ojos  en Cristo y las manos en el arado, trabajando en la viña del Reino.
 
* * *

Cuando llegue el momento de la parusía personal –tu propia muerte-, o colectiva –fin de los tiempos-, recuerda que Cristo no viene a destruirte, sino a recogerte, “a reunir a sus elegidos de los cuatro vientos” (Mc 13,27) para hacerte partícipe de su gloria.

La parusía, la llegada del Rey victorioso que trae para sus súbditos beneficios excepcionales, se vive como prenda en la Eucaristía. El Señor viene. La Eucaristía es anamnesis -recuerdo, memorial- de que toda la salvación y gracia ha sido realizada ya por Cristo Jesús en la Pascua; estar en la misa y vivirla, es anticipar el gozo de aquel día en que el señor vendrá definitivamente; mientras llega ese momento celebramos la fiesta de los justos, la eucaristía, que adelanta el final, y nos hace esperar sin angustia el día en que llegará nuestro Salvador para hacer nuevas todas las cosas (cf Ap 21). “¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, señor, Jesús!”.

 
[1] Al acto finalizador de la historia como acontecimiento se le designa habitualmente en el NT como la parusía. Se trata de una palabra griega (derivada del verbo pareimi= estar presente, llegar) y que significa, bien la presencia, bien la llegada de personas, cosas o sucesos. En el mundo griego la palabra designaba tanto el descenso o la manifestación de personas divinas en la tierra, como las visitas de los reyes y príncipes a las ciudades sometidas a su imperio. Se trata, por tanto de una manifestación triunfal, de un despliegue solemne en un ambiente festivo. En la época imperial romana, el césar es saludado en su parusía como señor y portador de salvación. El pueblo aguarda con expectación su venida, puesto que espera conseguir con ella beneficios excepcionales. Todas estas circunstancias dan a la parusía un carácter netamente jubiloso y festivo. Los escritores del NT utilizan la palabra parusía en sentido religioso; salvo en una ocasión (2 Ts 2,9), designan con ella el advenimiento glorioso de Cristo al final de los tiempos, conectado con el fin del mundo (Mt 24,3.27.37.39; 1 Tes 2,19; 3,13; 4,15; 2 Tes 2,1.8; 2 Pe 3,4.12), con la resurrección (1 tes 4,15; 1 Cor 15,23) y con el juicio (1 tes 5,23; St 5,7.8; 1 Jn 2,28).
 

 
Casto Acedo Gómez Noviembre 2015 , paduamerida@gmail.com.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Enrique Calvo (In memoriam)

BONDAD, DISCRECIÓN, SILENCIO

El pasado día catorce de Septiembre, fiesta de la exaltación de la santa Cruz, tras convalecencia breve, aunque no fácil, nos dejó Don Enrique Calvo Núñez, sacerdote, amigo, durante once años capellán del Hospital de Mérida. Su partida fue discreta, con esa discreción propia de quienes pasan la vida procurando ayudar sin molestar ni perturbar la paz de los que le rodean.
 
Enrique fue presbítero de la Iglesia Católica, con todo lo que esa palabra tiene de gloria y compromiso. Sacerdote. Ya lo he dicho, pero quiero repetirlo porque el sacerdocio fue en él y para él una inequívoca seña de identidad. Sacerdocio común y sacerdocio ministerial. Un sacerdocio que vivió de modo más existencial que ritual; porque si el sacerdocio es un servicio, Enrique vivió la pasión de servir a todos, y muy especialmente a las comunidades a las que fue destinado por sus superiores: Cabeza del Buey, Monterrubio, Puerto Urraco, Almorchón, Mérida y Esparragalejo.
 
De san José, esposo de la Virgen, se dice en los evangelios  lo más grande que se puede decir de un hombre: "que era bueno". También podemos decirlo de Enrique; era un buen hombre, como pudieron comprobarlo sus compañeros sacerdotes y sus feligreses. Bueno y prudente Reconciliador. Servicial. Con la sabiduría que dan los años de oración al hilo del evangelio, fue configurándose con su Maestro en capacidad de amor; un amor que gustaba de mirar en su matiz de misericordioso. Como aconseja san Ignacio en sus Ejercicios, en sus juicios, buscaba más "salvar la proposición del prójimo antes que condenarla".

 
Su partida no ha ocupado portadas en los medios; tampoco constarán en ninguna enciclopedia sus hechos de vida. Tampoco le hubiera gustado. Porque, como he dicho, su bandera era la discreción, el silencio, la "música callada" que dice san Juan de la Cruz.

Quien quiera leer sus obras sólo tiene que dejar que hablen desde el corazón aquellos que recibieron su visita y disfrutaron de su acompañamiento en el Hospital; ellos le harán saber de su facilidad para entablar dialogo con los enfermos a fin de aliviar sus sufrimientos hablándoles de lo divino y lo humano.

También se puede consultar a quienes gozaron su paso por la residencia de Mayores del Prado, donde cada domingo celebraba la Misa Dominical con un cariño paternal. Le echan allí de menos. Fue para ellos amigo, confidente y pastor que conoció a cada una de las ovejas por su nombre. ¡Y bien que las cuidaba! Especialmente a aquellos que, imposibilitados de acercarse a él, uno a uno se vieron regalados por su presencia, animados por con su palabra y confortados con la Eucaristía que les acercaba.

También dejó escritas sus páginas de vida en el Hogar de Ancianos Santa Teresa Jornet de Mérida, el asilo. Pocos saben que las tardes del domingo solía ir visitar a los sacerdotes Manuel Grillo, Ramón Conde y Manuel Marín; y aprovechaba para ayudar a las hermanas sirviendo la cena a los ancianos.

En fin: bondad, discreción, silencio. Tres palabras que parcamente definen lo que ha sido Enrique para los que le conocieron. Me quedo con la última: silencio. En estos tiempos de prisas, presunciones y ruidos, nos faltan hombres como Enrique, que no vocean ni imponen a gritos sus creencias, y tampoco hacen obras merecedoras de un monumento; hacen falta hombres cuyo ser (hombre bueno, cristiano, sacerdote) hable por sí mismo.

Un último apunte: Enrique era amante del campo. Y allá se fue, al huerto de Dios, al cielo, donde pasea con Él mientras gozan de mirar y ver crecer las plantas y los animales con el mismo amor con el que aquí los miraba, y recibe de Dios las respuestas a todas las preguntas que se hizo sobre el mundo y la vida. ¡Ahora sí que lo entiendo todo!, se dice mientras sonríe.

¡Descansa en paz! Seguro.


 

Buda en Cáceres

No deja de sorprender que siga adelante el proyecto de construcción de la macroestatua de Buda y el centro Budista en la ciudad de Cáceres, ...