BONDAD, DISCRECIÓN, SILENCIO
El pasado día catorce de Septiembre, fiesta de la exaltación de la santa Cruz, tras convalecencia breve, aunque no fácil, nos dejó Don Enrique Calvo Núñez, sacerdote, amigo, durante once años capellán del Hospital de Mérida. Su partida fue discreta, con esa discreción propia de quienes pasan la vida procurando ayudar sin molestar ni perturbar la paz de los que le rodean.
Enrique fue presbítero de la Iglesia Católica, con todo lo que esa palabra tiene de gloria y compromiso. Sacerdote. Ya lo he dicho, pero quiero repetirlo porque el sacerdocio fue en él y para él una inequívoca seña de identidad. Sacerdocio común y sacerdocio ministerial. Un sacerdocio que vivió de modo más existencial que ritual; porque si el sacerdocio es un servicio, Enrique vivió la pasión de servir a todos, y muy especialmente a las comunidades a las que fue destinado por sus superiores: Cabeza del Buey, Monterrubio, Puerto Urraco, Almorchón, Mérida y Esparragalejo.
De san José, esposo de la Virgen, se dice en los evangelios lo más grande que se puede decir de un hombre: "que era bueno". También podemos decirlo de Enrique; era un buen hombre, como pudieron comprobarlo sus compañeros sacerdotes y sus feligreses. Bueno y prudente Reconciliador. Servicial. Con la sabiduría que dan los años de oración al hilo del evangelio, fue configurándose con su Maestro en capacidad de amor; un amor que gustaba de mirar en su matiz de misericordioso. Como aconseja san Ignacio en sus Ejercicios, en sus juicios, buscaba más "salvar la proposición del prójimo antes que condenarla".
Su partida no ha ocupado portadas en los medios; tampoco constarán en ninguna enciclopedia sus hechos de vida. Tampoco le hubiera gustado. Porque, como he dicho, su bandera era la discreción, el silencio, la "música callada" que dice san Juan de la Cruz.
Quien quiera leer sus obras sólo tiene que dejar que hablen desde el corazón aquellos que recibieron su visita y disfrutaron de su acompañamiento en el Hospital; ellos le harán saber de su facilidad para entablar dialogo con los enfermos a fin de aliviar sus sufrimientos hablándoles de lo divino y lo humano.
También se puede consultar a quienes gozaron su paso por la residencia de Mayores del Prado, donde cada domingo celebraba la Misa Dominical con un cariño paternal. Le echan allí de menos. Fue para ellos amigo, confidente y pastor que conoció a cada una de las ovejas por su nombre. ¡Y bien que las cuidaba! Especialmente a aquellos que, imposibilitados de acercarse a él, uno a uno se vieron regalados por su presencia, animados por con su palabra y confortados con la Eucaristía que les acercaba.
También dejó escritas sus páginas de vida en el Hogar de Ancianos Santa Teresa Jornet de Mérida, el asilo. Pocos saben que las tardes del domingo solía ir visitar a los sacerdotes Manuel Grillo, Ramón Conde y Manuel Marín; y aprovechaba para ayudar a las hermanas sirviendo la cena a los ancianos.
En fin: bondad, discreción, silencio. Tres palabras que parcamente definen lo que ha sido Enrique para los que le conocieron. Me quedo con la última: silencio. En estos tiempos de prisas, presunciones y ruidos, nos faltan hombres como Enrique, que no vocean ni imponen a gritos sus creencias, y tampoco hacen obras merecedoras de un monumento; hacen falta hombres cuyo ser (hombre bueno, cristiano, sacerdote) hable por sí mismo.
Un último apunte: Enrique era amante del campo. Y allá se fue, al huerto de Dios, al cielo, donde pasea con Él mientras gozan de mirar y ver crecer las plantas y los animales con el mismo amor con el que aquí los miraba, y recibe de Dios las respuestas a todas las preguntas que se hizo sobre el mundo y la vida. ¡Ahora sí que lo entiendo todo!, se dice mientras sonríe.
¡Descansa en paz! Seguro.
Quien quiera leer sus obras sólo tiene que dejar que hablen desde el corazón aquellos que recibieron su visita y disfrutaron de su acompañamiento en el Hospital; ellos le harán saber de su facilidad para entablar dialogo con los enfermos a fin de aliviar sus sufrimientos hablándoles de lo divino y lo humano.
También se puede consultar a quienes gozaron su paso por la residencia de Mayores del Prado, donde cada domingo celebraba la Misa Dominical con un cariño paternal. Le echan allí de menos. Fue para ellos amigo, confidente y pastor que conoció a cada una de las ovejas por su nombre. ¡Y bien que las cuidaba! Especialmente a aquellos que, imposibilitados de acercarse a él, uno a uno se vieron regalados por su presencia, animados por con su palabra y confortados con la Eucaristía que les acercaba.
También dejó escritas sus páginas de vida en el Hogar de Ancianos Santa Teresa Jornet de Mérida, el asilo. Pocos saben que las tardes del domingo solía ir visitar a los sacerdotes Manuel Grillo, Ramón Conde y Manuel Marín; y aprovechaba para ayudar a las hermanas sirviendo la cena a los ancianos.
En fin: bondad, discreción, silencio. Tres palabras que parcamente definen lo que ha sido Enrique para los que le conocieron. Me quedo con la última: silencio. En estos tiempos de prisas, presunciones y ruidos, nos faltan hombres como Enrique, que no vocean ni imponen a gritos sus creencias, y tampoco hacen obras merecedoras de un monumento; hacen falta hombres cuyo ser (hombre bueno, cristiano, sacerdote) hable por sí mismo.
Un último apunte: Enrique era amante del campo. Y allá se fue, al huerto de Dios, al cielo, donde pasea con Él mientras gozan de mirar y ver crecer las plantas y los animales con el mismo amor con el que aquí los miraba, y recibe de Dios las respuestas a todas las preguntas que se hizo sobre el mundo y la vida. ¡Ahora sí que lo entiendo todo!, se dice mientras sonríe.
¡Descansa en paz! Seguro.
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