viernes, 2 de noviembre de 2018

Una reflexión sobre la muerte (2 de Noviembre)


El día dos de Noviembre, inmediatamente después de la Solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia dedica su liturgia a la memoria de los fieles difuntos. No podemos desligar esta memoria menor de la fiesta mayor que le antecede. Nosotros, los que vamos de paso por este mundo -Iglesia peregrina- vamos hacia un lugar, una meta: la comunión total con la Iglesia triunfante; de ahí que, para los creyentes, lejos de ser la muerte una mala noticia, sea una invitación a la esperanza, un interrogante con respuesta: ¡Cristo ha resucitado!. Es una pena que este grito de victoria, clave de la fe cristiana, se vea oscurecido en nuestro mundo que condena al olvido la pregunta y la realidad de la muerte, cerrando así la puerta a la revolución que supone creer en la Vida Eterna. 
 
La muerte como tabú
 
Es extraño celebrar un día de difuntos. Parece un día consagrado al pesimismo, a la contemplación angustiosa de la derrota de la vida. La muerte, y el dolor físico y/o moral que conlleva, son en nuestro tiempo acontecimientos que queremos quedar al margen. Si hasta no hace mucho era tabú (prohibido) todo aquello relacionado con el misterio del origen (sexualidad, nacimiento), hoy podemos decir sin duda que el tabú se ha trasladado al misterio del final (la muerte). Parece como si quisiéramos conjurar (hacer desaparecer) el dolor y la muerte negando su existencia. Así, escondemos el dolor y el sufrimiento en las camas de los hospitales, en los asilos, en los psiquiátricos, etc... o nos escondemos de ellos negándonos a mirarlos de frente. ¿Porqué? Porque tal vez el dolor, las contrariedades de la vida, la muerte, son demonios que ponen al descubierto la banalidad de nuestras vidas atadas al consumismo. 
 
Para los jóvenes de hoy, acostumbrados a ver la muerte virtual en los medios, supone un tremendo golpe toparse con la muerte. Las nuevas generaciones ni siquiera saben cómo leer y encajar la muerte de los suyos;  cuando sucede tienen pocos recursos para situarse ante ella, y en su desconcierto sólo pueden recurrir a la huida hacia atrás:  comamos y bebamos que mañana moriremos. 
 
No se educa para afrontar la realidad de la muerte. El lenguaje siempre ha sido limitado para expresar los sentimientos de pésame y dolor, pero las costumbres sociales nos están llevando cada vez más a pasar cuanto antes el trago amargo de la desaparición de los nuestros y seguir nuestra vida como si nada. El “imaginario” y el lenguaje que nos ha servido tradicionalmente para hablar de la muerte (ir al cielo, descansar en Dios, paraíso, vida eterna,...) se está desvaneciendo a gran velocidad, sin que ningún otro lo substituya.
 
Mirar la vida desde la muerte
no es abandonarse al pesimismo.

Y no es que la muerte deba obsesionar la existencia y paralizar la tarea de los vivos. Pero sí debería de servir de revisión serena acerca de los parámetros que aplicamos a la vida. La reflexión sobre la muerte es necesaria para aprender a vivir. La vida que olvida la muerte corre el peligro de detenerse en tonterías; corre también el peligro de ser manipulada, de ser desvivida, de perderse, si no es consciente de su limitación y su finalidad. 
 

Son muchos los testimonios de personas que, tras salir de una enfermedad, de una operación, de un accidente... que les colocó en la frontera de la vida y la muerte, cambiaron de valores. Descubrieron hasta qué punto no eran dueños de su vida, hasta dónde habían equivocado el norte; incluso llegaron a ver cómo estaban siendo manipuladas por una sociedad sólo interesada en sus capacidades productivas y consumidoras. En la cercanía de la muerte descubrieron de lo que no debería ser su vida y lo que realmente merece la pena, lo que importa sobre todo. 
 
Mirar la vida desde la muerte no es condenarse al pesimismo, sino construirse en esperanza desde el realismo. Somos limitados, nos necesitamos unos a otros, está en nuestro propio ser el proyectarnos más allá de la nada y el vacío al que parece condenarnos nuestra cultura. Si al final no hay nada, la vida es para nada; si al final está la plenitud, la vida se llena de esperanza.
 
Pensar la muerte y pensar desde la muerte.
 
A nadie le deseamos ningún mal. Pero la muerte de nuestros allegados, a los que realmente queríamos, y cuya partida nos ha dolido como si nos arrancaran algo nuestro, debería hacernos pensar en la muerte y pensar nuestra existencia desde la muerte.
 

Pensar y aceptar que el dolor, el sufrimiento y la muerte están ahí y reconocerlo es el primer paso para eliminarlo. ¡No os dejéis embaucar por una sociedad que esconde estas realidades y que predica un futuro paradisíaco e indolente! Hay sufrimiento, hay dolor... hay muerte. Mucha gente sigue sufriendo y sigue muriendo. Están entre nosotros, sufren a escondidas; nuestra cultura rechaza a los que se muestran enfermos y débiles, por eso muchos no desahogan su dolor; nosotros mismos los escondemos por no sé qué intereses. No tengamos miedo a reconocer nuestros propios dolores y sufrimientos, a aceptar nuestras contradicciones. Y tampoco tengamos miedo a pedir a Dios que nos salve, que nos saque del dolor y de la muerte. Nuestro Dios es el Dios de la vida.
 
Como seres humanos deberíamos también pensar y meditar sobre el valor (los valores) de la vida: la familia, la amistad, la paciencia, la bondad... Cuando fallece un conocido tendemos a resaltar todo lo bueno y a olvidar lo menos bueno de sus vidas. Qué bueno será que hiciéramos eso siempre. ¿Porqué no buscamos lo bueno sabiendo que eso es lo que queda?
 

Además, la muerte debería lanzarnos a la contemplación sobre el más allá. Sí, a meditar sobre las cosas últimas. ¿Qué valor tiene una vida que termina con la muerte? ¿Merece la pena? ¿No habrá de ser considerada un fracaso? ... Un no creyente carece de algo que nosotros poseemos, algo cuyo valor no solemos considerar: la fe en la vida eterna. ¿No está el olvido-ocultación de la muerte relacionado con el descenso de la fe?. “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni mente alguna puede concebir lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Cor 2,9).
 
La muerte también nos debe llevar a meditar sobre los misterios cristianos. El seguimiento de Jesucristo, su vida y su enseñanza, nos dice que “resucitó al tercer día”. Y este artículo de nuestra fe es de tal importancia que “si Cristo no ha resucitado –dice san Pablo- vuestra fe carece de sentido... Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres” (1 Cor 17.19). Para un cristiano la muerte, enfocada desde la resurrección, queda despojada de derrotismo y de negatividad; la muerte es parte del proceso de paso (Pascua). “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos (Tm 2,8) ... Si con Él morimos, viviremos con Él" (Rm 14,8). 
 

El día dos de Noviembre no celebramos la derrota del hombre expuesto a una vida sin sentido. Conmemoramos a nuestros hermanos difuntos desde nuestra fe en la resurrección. No pensamos en nuestros familiares y amigos difuntos en clave de corrupción y muerte, sino en clave de resurrección y vida. En clave de Pascua: “Porque si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección” (Rm 6,4). Pedimos la resurrección para nuestros difuntos : “Dales, Señor, el descanso eterno”; y la pedimos para los que aún viven entre nosotros (rezamos por los vivos, y actuamos para eliminar el dolor y la muerte que nos rodea); pedimos la resurrección, finalmente, para nosotros mismos: la muerte no es sólo física, también acecha al espíritu. Un espíritu que no alienta, que está apagado, hundido, deprimido, es un espíritu muerto. 
 
Señor Jesús, ¡resucita y da la vida eterna a nuestros hermanos difuntos! ¡Resucítanos a nosotros, Señor! ¡Ponnos en el camino que conduce a la vida eterna! Y tú, María, Madre de Dios y madre nuestra, “ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Amén. 
 
Casto Acedo Gómez. paduamerida@gmail.com. Noviembre 2016

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