En otro momento, con motivo de la fiesta de la Sagrada Familia escribí sobre lo específico de la familia cristiana. Me remito a ella como esquema general para una reflexión acerca de la identidad de un matrimonio y familia cristianos. Puedes acceder clickando en
Lo que sigue es una reflexión muy específica sobre un problema que preocupa a una generación de padres que ven como sus hijos optan por modos de vida familiar que ellos no consideran plausibles.
En estos días de celebraciones tan familiares está más que justificada una reflexión sobre la importancia de la institución familiar. Como cristianos no podemos cerrar los ojos y sentirnos ajenos a los cambios sociales que se están produciendo en nuestro entorno sobre el modo de entender el noviazgo, el matrimonio y la familia misma. Muchas personas sencillas, sobre todo padres, que recibieron una educación asentada en los principios cristianos de la sacralidad, fidelidad e indisolubilidad del matrimonio y la familia, andan desorientados y no saben cómo reaccionar ante el modo nuevo en que sus hijos enfocan estas realidades.
Relaciones sexuales a temprana edad, sin haber cuajado siquiera una mínima síntesis vital entre sexo y amor, parejas de hecho, divorcio a la carta, generalización de convivencia prematrimonial, unión civil legal (¿matrimonio?) entre personas del mismo sexo, etc., hacen que muchos padres, e incluso la misma jerarquía eclesiástica, se vean desorientados y se pregunten con cierta culpabilidad: ¿en qué nos hemos equivocado?, ¿qué hemos hecho mal?, ¿cuál es la razón de nuestro fracaso a la hora de transmitir nuestro modelo de familia?
Aunque con matices yo diría, en descargo de padres y prelados que se angustian por su supuesto fracaso, que no deberían sentirse más culpables que víctimas. Nuestros hijos son nuestros, pero también lo son de la libertad; quiero decir con esta frase tan manida que no tienen que seguir necesariamente los preceptos y esquemas de comportamiento que como padres o Iglesia les hemos querido inculcar. La presión del ambiente social y mediático (cine, televisión, redes sociales de internet, etc) es determinante en la juventud de los últimos años, y por esos medios les ha llegado una visión de la vida muy distinta a la que la mayoría de nosotros recibimos y quisiéramos para ellos.
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Lo bueno y lo malo de la nueva situación.
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La visión de los jóvenes no deja de tener su parte positiva; aunque tampoco carece de elementos negativos. Es positiva la apertura que se ha dado en lo referente a la sexualidad y la consiguiente ruptura del tabú que suponía en otros tiempos cualquier tema relacionado con ella. Tal vez el miedo a hablar de lo afectivo y sexual, propio de la generación de muchos padres, ha sido un impedimento grande a la hora de dar una correcta educación para el amor a los hijos. ¿Cómo enseñar la riqueza de la sexualidad como expresión del amor total?, ¿cómo transmitir a los hijos una visión positiva del sexo si quienes la han de transmitir no la han recibido?
Por ello, tal vez hay unas preguntas previas que habríamos de hacernos: Los comportamientos sexuales de las generaciones pasadas ¿se asentaban en convicciones morales derivadas de la fe, o eran simplemente convencionalismos?, ¿se guió la generación de los padres por la convicción personal o más bien por cierto miedo de origen religioso o por la presión social existente en su momento? ¿No habrían tomado muchos de entre los padres de los jóvenes de hoy la decisión que sus hijos toman ahora si en su día se les hubiera facilitado? El índice de divorcios y rupturas de convivencia entre personas de edad avanzada indican que posiblemente sí. Pero, a lo que vamos: sin duda, el hecho de que la elección del modo de vida en pareja sea más libre, es algo positivo. En esto, como en otros ámbitos de la vida (profesión, amistades, etc), las imposiciones suelen ser nefastas.
Por ello, tal vez hay unas preguntas previas que habríamos de hacernos: Los comportamientos sexuales de las generaciones pasadas ¿se asentaban en convicciones morales derivadas de la fe, o eran simplemente convencionalismos?, ¿se guió la generación de los padres por la convicción personal o más bien por cierto miedo de origen religioso o por la presión social existente en su momento? ¿No habrían tomado muchos de entre los padres de los jóvenes de hoy la decisión que sus hijos toman ahora si en su día se les hubiera facilitado? El índice de divorcios y rupturas de convivencia entre personas de edad avanzada indican que posiblemente sí. Pero, a lo que vamos: sin duda, el hecho de que la elección del modo de vida en pareja sea más libre, es algo positivo. En esto, como en otros ámbitos de la vida (profesión, amistades, etc), las imposiciones suelen ser nefastas.
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Tan malo es pecar por defecto como por exceso. Lo negativo en todo esto que se ha dado en llamar "libertad sexual" puede estar en la sobrevaloración de la cantidad sobre la calidad, en la reducción de lo sexual a lo físico, y en la banalización del matrimonio que, en la mentalidad de muchos jóvenes se reduce a “matrimonio de conveniencia”. Aunque esta expresión se aplica generalmente a quien se casa por interés económico o social, también me gusta hacer notar que son muchos los jóvenes que buscan la forma de convivencia que más convenga a sus intereses particulares. “Viviré contigo mientras haya amor”, entendiendo que el amor es un simple sentimiento de bienestar personal ajeno al sacrificio y la renuncia; “viviré contigo mientras convenga a mi gratificación, a mi interés particular”. Matrimonio de conveniencia.
La propensión a poner como eje de la vida la propia satisfacción material, psicológica y espiritual, idea alentada por el consumismo, y la consiguiente incapacidad para soportar con paciencia los defectos del prójimo o prójima, abren la puerta al miedo a casarse (entendido en el sentido negativo como "atarse"). En el fondo ¿no es miedo al amor entendido como donación? ¿No se esconde el rechazo al esfuerzo y sacrificio que supone vivir para el amado o amada?
La mayoría de los jóvenes de hoy, inmersos en el relativismo ambiente, no creen en el “amor para toda la vida”. Pero ¿y los adultos? ¿creen en el matrimonio para todo la vida?, ¿o creyeron en él y ya han dejado de creer? El divorcio es un fenómeno bastante extendido entre los mayores, lo cual quiere decir que muchos de sus hijos han vivido la experiencia de familias rotas y desestructuradas. Muchos reciben de sus padres la herencia de un fracaso matrimonial mal gestionado del que quieren prevenirse precisamente cerrándose a la idea de casarse.
La propensión a poner como eje de la vida la propia satisfacción material, psicológica y espiritual, idea alentada por el consumismo, y la consiguiente incapacidad para soportar con paciencia los defectos del prójimo o prójima, abren la puerta al miedo a casarse (entendido en el sentido negativo como "atarse"). En el fondo ¿no es miedo al amor entendido como donación? ¿No se esconde el rechazo al esfuerzo y sacrificio que supone vivir para el amado o amada?
La mayoría de los jóvenes de hoy, inmersos en el relativismo ambiente, no creen en el “amor para toda la vida”. Pero ¿y los adultos? ¿creen en el matrimonio para todo la vida?, ¿o creyeron en él y ya han dejado de creer? El divorcio es un fenómeno bastante extendido entre los mayores, lo cual quiere decir que muchos de sus hijos han vivido la experiencia de familias rotas y desestructuradas. Muchos reciben de sus padres la herencia de un fracaso matrimonial mal gestionado del que quieren prevenirse precisamente cerrándose a la idea de casarse.
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Cómo situarnos cristianamente.
¿Cómo enfocar cristianamente la circunstancia de los hijos que optan por la convivencia en pareja sin compromiso matrimonial ante el altar? Desde luego, cuando se trata de opción por el matrimonio civil habría que considerar que si la experiencia de fe es inexistente es sin duda la mejor opción. Cuando algún sacerdote o un cristiano comprometido manifiesta su escándalo por el aumento de divorcios suelo decir que, más que escandalizarnos por ello, deberíamos hacer examen de conciencia, porque a la mayoría de esos que se han divorciado los hemos casado nosotros: ¿no los bendijo la Iglesia -padres, comunidad, párroco- al celebrar el sacramento?, ¿con qué discernimiento?, ¿no hemos casado “por la Iglesia” a todo el que lo solicitaba, incluso sabiendo de su baja religiosidad? ¿Por qué no nos escandalizó el hecho de que hasta hace poco prácticamente todos los matrimonio se hicieran por la Iglesia y sin embargo las iglesias fueran paulatinamente vaciándose los domingos?
Me parece lógico el hecho de que los matrimonios por la iglesia hayan descendido alarmantemente en los últimos años; nos hemos dedicado a casar (sacramentalizar) sin molestarnos en acercar la persona de Jesús a las parejas (evangelizar) para que aprendan a leer su relación en clave de amor cristiano. De este modo la identidad cristiana del matrimonio ha quedado muy dañada. Si Jesús y su modo de amar no forma parte de la vida de una pareja, por muy religiosa que sea la ceremonia de la boda, no hacemos sino echar en saco roto la gracia de Dios (cf 2 Cor 6,1-10).
Con las cosas así, unos criterios a la hora de evaluar y enjuiciar la nueva situación: .
Ser misericordioso supone emitir un juicio; pero el juicio sobre los hechos no exige necesariamente la condena de la persona, tal como hizo Jesús con la pecadora que acude a lavarle los pies a casa de Simón (cf Lc 7,36-47), o con la mujer adúltera: "Yo tampoco te condeno, vete y en adelante no peques más" (cf Jn 8,1-11); con esta sentencia Jesús condena el adulterio, pero no a la mujer adúltera, a la que ama e invita a la conversión. "No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros." (Mt 7,1-2). Evidentemente se refiere a "no emitáis un juicio de condenación", porque tal actitud se opone a la mirada misericordiosa de Dios; el juicio a la persona, en última instancia, corresponde sólo a Él: "No juzguéis antes de tiempo, dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón" (1 Cor 3,5). Y no pienses sólo en tinieblas ajenas.
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Convenzámonos de una vez por todas de que nuestra sociedad no es mayoritariamente cristiana; son mayoría los bautizados, pero el evangelio no es la clave interpretativa común de nuestro mundo. La economía y otros poderes mandan, y marcan el ritmo de nuestros criterios morales y nuestras relaciones. En estas circunstancias nos toca dar testimonio con el ejemplo, profundizando y viviendo la riqueza del amor cristiano en el seno del matrimonio y la familia, donde la persona amada es prioritaria, los hijos no son un capricho sino un don de Dios, y las crisis de convivencia tienden a ser consideradas como oportunidades para fortalecer el amor.
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Como proclama san Pablo en su himno de 1 Cor 13, “el amor es paciente y benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta: no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca” (4-8). Cambiemos en este texto la palabra “amor” por la palabra “Dios”, y releamos el texto. Dios es amor. Si ponemos a Dios en la vida matrimonial y familiar, si nuestra valoración sobre los nuevos modelos de vida familiar se guían por una lectura creyente, con los matices de búsqueda de Dios y de denuncia profética en los hechos que analizamos, si cuando se trata de las personas nuestros juicios rezuman misericordia, estaremos dando pasos para ser levadura en la masa (cf Mt 13,33; Gal 5,9). Ser levadura; edificar familias firmes en la fe, alegres en la esperanza y fuertes en el amor, esa es la alternativa cristiana, la respuesta a los retos que nos plantean las nuevas situaciones familiares.
.Casto Acedo Gómez. paduamerida@gmail.com. Diciembre 2015.
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