Una de las palabras más pronunciadas en nuestro tiempo es “crisis”: se habla de crisis institucional, crisis sanitaria provocada por el covid, crisis económica, crisis de valores, crisis religiosa y espiritual -crisis de fe-, crisis de vocaciones a la vida religiosa en las instituciones cristianas, etc.
Nos vamos a fijar en ésta última -crisis de vocaciones religiosas- que nadie duda que, al menos en Europa, existe. Un hecho al hilo del cual surgen unas preguntas inevitables: ¿Acaso Dios ha dejado de llamar? ¿Ya no se acerca Jesús a la orilla de nuestra historia? ¿No muestra ya su poder? ¿No queda nadie capaz de sorprenderse ante Él? ¿No quedan ya discípulos?
Todos somos llamados
El Concilio Vaticano II habló de los cristianos como Pueblo de Dios, un modo de ver la Iglesia que no acaba de calar en nuestras comunidades, y tampoco en nuestro mundo. Cincuenta años después de la Constitución Lumen Gentium, parece haberse avanzado poco.
La Iglesia sigue siendo considerada por la mayoría como una barca que habitan unos pocos privilegiados que han recibido el sacramento del orden o han hecho los votos solemnes de castidad, pobreza y obediencia. Ellos son los responsables de la barca; incluso parece que son los únicos que la habitan, como si el resto navegara en barcazas o bostes salvavidas adheridos a la gran barca; y como si a los únicos a los que Dios pide cuentas de cómo va la travesía fuera a los altos mandos del buque. Yo –piensan muchos- no soy un pescador, sólo un simple pez; oveja y no pastor.
Per la verdad es que la llamada de Jesús a un seguimiento radical no es para unos pocos, es para todos. Para mí y para ti. Cada uno en su estado: casado o célibe, obrero o empresario, joven o mayor. Al leer en el evangelio aquello de “serás pescador de hombres” (Lc 5,10), solemos pensar en San Pedro, en el Papa, en los obispos, o los párrocos y demás sacerdotes y religiosos; pero ¿no te has parado a pensar que ese “tú serás pescador de hombres” va también para ti?
Tu reflexión para este domingo puedes hacerla desde esta idea de fe: me llamas, Señor, a ser pescador de hombres. Hoy el Señor viene a tu vida y te dice: “Rema mar adentro y echa las redes para pescar” (Lc 5,4). A ti, que puede que ya le hayas dicho: -Ya estoy cansado, mis esfuerzos han sido inútiles hasta ahora, y no he pescado nada. Pero, desde tu impotencia y flaqueza, ábrete a la esperanza y añade con Simón: "pero, por tu Palabra, echaré las redes” (Lc 5,5).
Desde la debilidad,
“en tu nombre, echaré las redes”
A veces da la sensación de que estamos excesivamente preocupados por mantener en pie una Iglesia que se viene abajo: influyente, poderosa, acomodada, arreglada, adornada, pero no reformada profundamente. Echamos nuestras redes en nombre de la solidaridad, de la bondad, del desarrollo cultural, etc. olvidando que las redes han de ser echadas en nombre de Dios. Me pregunto si no predicamos y vivimos la Palabra de Dios mirando nuestra conveniencia, la de la fuerza y los beneficios; y por eso hay eficacia en la evangelización: “Me prediqué a mí y no ti, prediqué mis palabras, no las tuyas, y por eso no pesqué nada; y si pesqué algo no fueron sino halagos por contentar al mundo, ranas locuaces que me alabasen”. (De los sermones de San Antonio de Padua).
Los hombres de hoy huyen de los que se predican perfectos, y de los perfectos que predican, sospechan que los que van de buenos reducen el mensaje a una insulsa bondad de la ley; sospechan de la palabra perfección por su sabor farisaico; desconfían de los que se consideran a sí mismos "los buenos" y ponen en esto su fuerza. Y la reticencia hacia estos no va cristianamente mal encaminada porque "no hay nadie bueno más que Dios" (Mc 10,18).
El apóstol auténtico, más que santo entre pecador se sabe pecador entre pecadores. Pescador y pez, evangelizador y evangelizado, forman parte del club de los débiles, "lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los poderosos" (1 Cor 1,27). Hemos olvidado la palabra que recibió san Pablo: "te basta mi gracia; la fuerza se muestra en la debilidad" (2 Cor 12,8). Fue el camino de Cristo, "crucificado por causa de su debilidad, ahora vive por la fuerza de Dios" (2 Cor 13,4).
Pedro aprendió bien la lección de la humildad en la debilidad. Había echado muchas veces las redes en su propio nombre -en nombre de la fuerza de Pedro, mirándose a sí mismo-, y no había pescado nada a pesar de sus esfuerzos. "Hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada". Jesús, a pesar del fracaso y el cansancio evidentes de Pedro y los suyos, le propuso cambiar el enfoque de su trabajo: no eches las reses fiado en tu fuerza y sabiduría, sino en mi nombre "rema mar adentro y echad las redes". Confía en mí, no en tu fuerza; en tu debilidad te voy a hacer fuerte.
En su noche el apóstol Pedro se abandonó a Cristo: "por tu palabra, echaré las redes", se fió, y la pesca fue tan abundante, "hicieron una redada de peces tan grande que las redes comenzaban a reventarse"; tan evidente fue el signo, que no pudo menos que creer que es el nombre de Dios quien da peces, no el propio: “Se arrojó a los pies de Jesús diciendo: apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él”.
Dios salió al encuentro de Pedro allí donde su impotencia se hizo visible. Había fracasado en lo que sabía hacer, pescar. Pero el fracaso no le sumió en la desesperación, sino que desde ella la voz de Jesús le abrió a nuevas búsquedas. Y no debió ser fácil. Se necesita humildad en un pescador experimentado para aceptar que un carpintero le de lecciones de cómo hacer su trabajo; una humildad que necesita hoy también la Iglesia para abrirse a nuevos horizontes: escuchar a Jesús, a Dios, que nos habla desde más allá de lo expertos que seamos en teología o pastoral. Al pescador profesional Pedro le funcionó escuchar al carpintero que le daba lecciones, no de técnicas de pesca, pero sí "de fe".
Aquella experiencia de Dios que le salió al paso aquel día, haciéndole ver que lo que realmente importa es la fuerza y el poder de Dios, marcó para siempre la vida de Pedro y sus hermanos: “Sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron” (cf Lc 5,4-11). Es la misma respuesta que da Isaías tras un primer momento de estupor: “Entonces escuché la voz del Señor, que decía: “A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: Aquí estoy, mándame” (Is 6,8).
En ambos casos -Isaías, apóstoles, Pedro- sintieron asombro, estupor, temor ante lo desconocido-conocido. La experiencia de Dios (experiencia mística) es gratificante pero también asusta; es el temor lógico cuando algo grande está ocurriendo en la propia vida y nos desconcierta. Pero el miedo no echa atrás a los llamados, al contrario, el reconocimiento de la propia debilidad sirve de trampolín a la decisión de ser apóstol; en la misma debilidad humana arraiga la fuerza de Dios que anima el paso decisivo.
Conversión: volver al seguimiento de Jesús
Es evidente la crisis de vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa, y también es evidente que dicha crisis es síntoma de un mal mayor que es la crisis de vocación cristiana general. La primera es consecuencia lógica de la segunda, aunque hay quien, en una visión clerical del cristianismo, se sigue empeñando en lo contrario y tiende a culpar al clero y los religiosos de los males de la Iglesia. Cuando al pueblo le falta la experiencia de Dios, el asombro ante el Misterio, la sorpresa de Dios, entonces escasea el humus, el espacio vital -interior, familiar, social, religioso- donde la llamada a seguir los pasos de Jesús puede arraigar y crecer.
La mejor oración por las vocaciones es trabajar la propia conversión, procurar cada uno la renovación interior. No se trata principalmente de una renovación moral, sino ante todo de una renovación de la mente, una conversión total a los parámetros de Jesús de Nazaret que determinen el cambio de actitudes. Redirigir nuestra vida tras las huellas de Jesús. Y hacerlo teniendo como eje no tanto la "iglesia autorreferencial" (clerical, poderosa, influyente) cuanto la iglesia débil y humilde que Jesús pone como clave del desarrollo del Reino en el mundo: la iglesia grano de trigo que desde la debilidad de su desaparición va germinando el Reino de Dios en el campo de Dios (cf Jn 12,24), la iglesia grano de mostaza, pequeña, que crece hasta hacerse un gran árbol donde anidan los pájaros (Mt 13,31-32), la iglesia que siembra con constancia y humildad la semilla del Evangelio que luego va creciendo sin que sepa cómo (Mc 4,26)...
San Pablo nos recuerda lo esencial, el Evangelio que nos salva, y al que debemos volver nuestra mirada y corazón, la fe que nos trae la salvación y atrae vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa: “que Cristo murió por nuestros pecados…, que fue sepultado y que resucitó al tercer día” (1 Cor 5,3-4). ¿Es esta - es este Jesús- nuestra fe? Cristiano es quien cree en uno que llama, Jesús, no en unas ideas que nos resultan acertadas o ingeniosas o en una moral más o menos a la moda. En última instancia el Evangelio se identifica con el Evangelizador.
Nuestra buena noticia es que Jesús, aquel a quien nosotros matamos, ha resucitado de entre los muertos y ha abierto las puertas de la vida. Anclados en él buscamos la renovación de nuestras vidas, pero en última instancia no seguimos sus enseñanzas sino a su misma Persona. No es casual que los grandes reformadores no hayan hecho otra cosa sino volver a Cristo, contemplarse a sí mismos y contemplar la Iglesia de su tiempo en el espejo del Nazareno, y decirse a sí mismos: -¡Este es el Jesús que me ha llamado, y esta es la pesca que me manda hacer!
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Medita esta semana en Cristo que pasa y te llama; medita: ¿para qué me llamas, Señor? Luego responde “sin palabras”, como los primeros discípulos: "sacaron a tierra las barcas, y dejándolo todo, le siguieron" (Lc 5,11). Sabiéndote seguidor de Jesús, aunque débil, asido al arado reza por las vocaciones a la vida sacerdotal, religiosa y apostólica en general. Puedes poner de fondo el hermoso tema musical Pescador de hombres, tan manido en nuestras celebraciones que no vendría mal escucharlo alguna vez con el corazón y meditar su mensaje.
Febrero 2022.
Casto Acedo
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