lunes, 7 de marzo de 2022

Iglesia 1

 SOMOS IGLESIA (Tema I)



Un diagnóstico de nuestra sociedad [1]

Introducción

Uno que fue compañero de estudios me comentó en cierta ocasión que «la iglesia pierde el tiempo hablando a hombres que ya no existen sobre problemas que no le interesan». Con estas palabras más o menos, venía a decir que la iglesia, nuestra iglesia católica, está estancada o, como dicen otros: «viaja a remolque de la historia», sigue discutiendo «sobre la jerarquía celestial», respondiendo a cuestiones e inquietudes que son de otros tiempos y que no afectan al hombre moderno.

Si aceptamos esta crítica, aunque la considero un poco exagerada, no podemos eludir el preguntarnos si la iglesia está «encarnada» en el mundo de hoy, o si por el contrario, vive como una institución ajena a los problemas, inquietudes, esperanzas y angustias de los hombres del siglo XXI.
 
El núcleo del mensaje cristiano por excelencia es el «misterio de la encarnación», es decir, el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, nació, vivió, murió y resucitó hace 2.000 años. Con su encarnación, Jesucristo, «Dios y hombre verdadero», entró en la historia. Y la historia no es otra cosa que la suma del   espacio y el tiempo. El hombre vive en un espacio y un tiempo, y no puede vivir a la vez en otros lugares y otros tiempos distintos, es decir, «el hombre es un ser histórico». Al encarnarse en Jesús, Dios anunció la salvación con el lenguaje, los medios y los condicionantes propios de su época. Su mensaje de salvación no lo lanzó al vacío, sino a unos hombres que vivían en una situación histórica social y personal determinada. Cualquiera que lea los evangelios puede observar cómo Jesús utiliza como plataforma para anunciar el Reino de Dios las experiencias propias de los hombres de su entorno geográfico y de su época; basta releer sus sermones y parábolas para constatar que conecta perfectamente con  el lenguaje, las preocupaciones diarias, la visión del mundo, los valores, las esperanzas, … de sus coetáneos.

Si esta fue la forma de actuación de Jesús, la Iglesia, que continúa la misión salvadora de su fundador, y que -salvando las distancias-  es la encarnación de Cristo en la historia [2], no puede sustraerse a los contenidos y modos de aquella tarea emprendida por Jesús. Si esto es así, no cabe duda de que el anuncio del Evangelio debe hacerse a unos hombres concretos y en un momento concreto. Es decir, la Iglesia debe responder a los problemas, inquietudes y esperanzas de los hombres del siglo que le ha tocado vivir. Si no lo hace así, si su teología, es decir, «su hablar sobre Dios», se estanca en fórmulas del pasado, no conectará con el hombre moderno y estará perdiendo sus energías inútilmente, algo que, desgraciadamente, sucede con frecuencia. Son muchos los curas y los cristianos que seguimos «echando agua en un cesto», es decir, anunciando una salvación que bien podía ser inteligible para los hombres de la Edad Media, pero no para los tiempos que corren.

El Concilio Vaticano II, muy citado, poco leído y aplicado, y que muestra un obsesivo interés por acercar la salvación de Dios a los hombres de nuestro tiempo, advierte sobre la necesidad de conocer la cultura y las circunstancias en que vive el hombre de hoy para poder anunciarle eficazmente el Evangelio. Nos lo recuerda en la constitución Gaudium et spes, documento que no le vendría mal leer de vez en cuando a todos los interesados en una renovación constante de la Iglesia.

"La Iglesia sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37), para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido (Jn 3,17; Mt 20,28; Mc 10,45)"

Para cumplir esta misión, es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza.» (GS 3b-4a).
 
Todo lo dicho hace conveniente introducir nuestra asamblea parroquial  reflexionando sobre el mundo en que vivimos y los cambios que se han producido en nuestra sociedad en los últimos años. Tal vez ello nos pueda orientar a la hora de entender mejor qué sentido tiene y cuál es el lugar y la función de la Iglesia en los tiempos que corren.
 
Los grandes cambios del mundo moderno.
 
Es frecuente oír decir a nuestros mayores que «las cosas han cambiado mucho», que «no son como antes». Con estas expresiones, y según el tema de que se trate, están expresando algo positivo o negativo. Según la opinión general es positivo el cambio político, social, económico y laboral. Y sería negativo el hecho de la decadencia de ciertos valores que se consideran importantes: honradez, laboriosidad, servicialidad, unidad, hospitalidad, respeto a los mayores, estabilidad matrimonial, religiosidad, etc.  Todos estos cambios no se han producido únicamente entre nosotros, en nuestro pueblo o región. Son la tónica general en España, en Europa y en todos los países desarrollados siguiendo los esquemas consumistas occidentales.
 
Nuestro mundo, y con él nuestro pueblo, en cuestión de pocos años, ha dado un giro bastante importante. ¿Cómo se han podido producir esos cambios tan acelerados en tan corto espacio de tiempo? Las razones están sobradamente estudiadas. Podemos señalar como causas más importantes:

 1.- El desarrollo industrial, que ha propiciado, con su tecnología,  una mayor celeridad en los procesos de desarrollo. Esta celeridad ha rebasado los límites de lo material para entrar a formar parte de la vida del hombre moderno. Éste vive también con un ritmo y un sistema de vida acelerado. Las «prisas» por alcanzar cuanto antes los objetivos propuestos, ya sea a nivel económico o de realización personal, son un signo de nuestro tiempo. «Los niños nacen ya sabiendo», dicen nuestros ancianos. Los jóvenes son considerados adultos a una edad cada vez más temprana, y todo ello hace que, con las prisas, no se asimilen ni se disfruten bien las distintas etapas de la vida.

2.- La aparición de las grandes ciudades y la movilidad desde los pequeños núcleos de población, muchos de estos amenazados de desaparición, hacen que las relaciones hayan dejado de estar marcadas por la cercanía y familiaridad y se hayan privatizado  al poder elegir cada uno el ambiente donde moverse y el mundo de las propias relaciones.

Una característica del mundo de hoy es la «movilidad». La vida, que se desarrollaba antes en un entorno muy definido (pueblo, barrio) se ha dispersado en el espacio. Si el trabajo y la diversión  no vienen a mí, yo me voy a buscarlos donde estén. Muchos de nuestros vecinos duermen cerca de nosotros, pero trabajan lejos de su hogar y disfrutan el fin de semana en el campo o en otros lugares. El pueblo, y con él la parroquia, que antes eran núcleos centralizados, donde se cubrían todas las necesidades de trabajo, ocio y religiosidad, se han dispersado. De este modo, las relaciones entre vecinos, que, sin caer en idealismos nostálgicos, eran de una entrañable familiaridad, han dado paso a un cierto extrañamiento. Esto ha dado paso a una mentalidad individualista en la que abunda la idea del «¡sálvese quién pueda!» y «¡que cada palo aguante su vela!». Nuestras relaciones se van privatizando, centrándose cada vez más en pequeños grupos, y sintiéndonos ajenos al resto de conciudadanos.

3.- Una tercera nota de los cambios sociales, es la elevación del nivel cultural de las últimas generaciones debido a la escolarización y el estudio. El colegio y los estudios han abierto las puertas para el conocimiento de otras formas de pensar y otras formas de vida distintas a las tenidas por todos como «las normales». Por ello no es extraño que los mayores suelan decir aquello de que «a los jóvenes no hay quien los entienda» .El bajo nivel cultural de generaciones anteriores propiciaba una casi igualdad en la forma de entender la vida. Hoy, el acceso al mundo de la cultura, las redes informáticas, con la consiguiente apertura hacia nuevas formas de entenderse y entender el mundo, hacen que las nuevas generaciones vivan de una forma que  muchos mayores no son capaces de asimilar.

4.- Merece mención especial entre los últimos cambios sociales la influencia creciente de de los medios de comunicación de masas (Cine, TV, radio, periódicos, revistas... y especialmente el acceso inmediato a todo tipo de relaciones por medio de las redes informáticas y la telefonía móvil), que hacen que podamos hablar sin metáforas de la “aldea global”, un mundo donde las relaciones se universalizan y los modos de informarse parecen escapar al control de grupos dominantes.

  Para ser conscientes de este fenómeno basta constatar el tiempo medio diario que dedicamos al uso de la televisión, el ordenador doméstico o el teléfono móvil. La transmisión de formas de vida, con sus correspondientes valores y sentido, que antes llegaba mayoritariamente por medio de la familia, la escuela o la parroquia, encuentra en los nuevos mass media  una competencia difícil de superar.

De los cambios «externos» a los «internos».


Los desajustes personales se producen al ritmo de los estructurales. Hay una íntima relación entre persona y sociedad. Ambas se influyen mutuamente. Si importante son los cambios sociales no lo son menos los cambios personales que acarrean, y viceversa; si es importante el fuego que calienta la olla social, y el gorgoteo y el vapor que produce, tanto o más importante es «lo que se cuece por dentro» del hombre. 

La sociedad no determina sólo lo que hacemos, sino también lo que somos.  Las cosas no han cambiado sólo en el exterior, también en el fuero interno de las personas se han producido vuelcos importantes. Nosotros somos producto de las sociedad en que vivimos, ella  nos proporciona el caldo de cultivo donde se desarrollan los valores y el conocimiento del mundo y de la vida que tenemos. La sociedad no sólo controla nuestros conocimientos, sino que además forma nuestra identidad, nuestras creencias, nuestros pensamientos y nuestras emociones. Las estructuras de la sociedad se convierten en las estructuras de nuestra propia conciencia. El ambiente económico, social y moral donde existimos no se detiene en la superficie de nuestra piel, sino que penetra  en nosotros a la vez que nos envuelve.

Podemos afirmar, por tanto, que el desarrollo moderno no sólo ha transformado el aspecto de nuestros pueblos, sino que ha llegado también a nuestra conciencia.  «Las cosas ya no son lo que eran», oímos decir. Y es cierto, no sólo en lo referente al mayor nivel de vida y libertad, sino también al «sentido» que le dábamos a determinadas realidades como el trabajo, la amistad, la familia, la sexualidad, la religión...

Del espíritu «comunitario» al «asociativo».

Hay una íntima conexión entre la exterioridad donde se vive y la interioridad que cada uno vive. No somos personas ahistóricas sino insertas en nuestro tiempo y nuestro entorno. Si bien es verdad que somos libres para escribir nuestra historia, no lo es menos que la corriente histórica social marca nuestra forma de entendernos a nosotros mismos y al mundo.  Llevados por la corriente modernista hemos ido dando pasos desde la sociedad tradicional donde prevalecía la cercanía física y moral (costumbres), a la sociedad moderna propia de las grandes ciudades, donde prevalece el extrañamiento y la dispersión de sentidos y valoraciones morales. Y sin darnos cuenta apenas, sin prisas pero sin pausa, nos hemos ido deslizando del «espíritu comunitario» al «asociativo». Para entender mejor este paso, lo explicamos a continuación..

Hasta hace poco la vida se basaba en relaciones naturales, espontáneas e íntimas. El contacto humano era continuo, lo que ayudaba a crear un clima íntimo equivalente a «lo familiar», lo «cercano» y sincero. Las personas eran tratadas más como «fines en sí», y no tanto como medios para otros intereses. Este modelo social podríamos denominarlo comunidad, el lugar donde se comparte lo que más valoran los hombres: la sangre, la localidad, la amistad, las creencias religiosas y morales, etc... Los individuos pertenecientes a una comunidad se entregan en cuerpo y alma al destino colectivo; no se conciben a sí mismos como individuos aislados con entidad propia y autónoma. Como en una familia, el sentido comunitario supone que cuando uno triunfa o cae en desgracia es toda la comunidad la que participa de esos hechos.

Esta sociedad tradicional va dando paso al nuevo modelo, que podríamos denominar como asociación, entendiendo ésta como el ámbito donde los hombres se relacionan de forma artificial y racional. No es extraño encontrar en nuestro pueblo o barrios muchas asociaciones: asociaciones deportivas, culturales, de amas de casa, de vecinos, etc... En las asociaciones, más que el trato personal en profundidad, predominan los intereses, el intercambio, el contrato, el mercado. Más que buscar una comunicación profunda de los propios sentimientos y vivencias, se busca la forma de «llenar el tiempo», de divertirse (diversión = dispersión), de realizar actividades que copen el tiempo libre, pero sin llegar a la comunicación-comunión de ideas, experiencias y proyectos personales.  Cuando uno se asocia  lo hace casi siempre en función de un beneficio particular. Por ello, a la hora de tomar decisiones o elegir dentro de la sociedad se legitima que uno busque su propio interés antes que el comunitario, algo impensable en la comunidad.  Por otra parte, el alta o la baja en la nómina de una asociación no supone un desajuste en la vida del asociado. No ocurre lo mismo en la «comunidad», donde los lazos son más íntimos y familiares y donde la ruptura y separación no se producen sin un desajuste personal y emotivo  importan.

No es difícil interpretar este dato confrontándolo con el hecho de que la Iglesia y su misión se inclina más al espíritu comunitario que el asociativo.

 La mentalidad moderna.

Una vez que hemos indicado los cambios externos e indicado que esos cambios influyen en la interioridad,  resumamos  algunos de los rasgos de la nueva conciencia que, de forma muy sutil, ha arraigado en nosotros desde nuestro ambiente:


a) No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que a nuestro alrededor flota una mentalidad consumista. Basta ser mínimamente  observador para darse cuenta de que, a grandes rasgos, el objetivo último que persigue el hombre de nuestro siglo es el consumismo[3]. «El estado del bienestar», del  que tanto se habla, se edifica sobre «una mentalidad consumista». Por ello, la vida diaria se ve bombardeada constantemente no sólo con nuevas tecnologías, nuevos inventos, nuevos artículos de consumo, sino también con los nuevos planteamientos de vida que esa mentalidad trae consigo y que el «estado del bienestar» exige. 

El valor más importante de nuestro tiempo es, sin duda alguna,  el dinero, ya que éste es la llave que abre las puertas del consumo. Lo más importante, la clave de todo, está en conseguir el máximo beneficio con el menor esfuerzo, la mayor producción con el menor gasto[4] . Y con estos planteamientos, los valores que predominan son la funcionalidad y la utilidad.

Al situar estos valores por encima de cualquiera otros está claro que prima aquello del «tanto tienes (mejor: tanto consumes), tanto vales». Nace así la tendencia a valorar a las personas y su valor social desde el poder económico y la posibilidad de consumo que dicha función reporta[5], más que por lo que vale como «persona en sí». ¿Quién no tiene la tendencia inmediata de preguntar a qué se dedica la persona que acaba de conocer? ¿Y quién no admira a quienes se pueden permitir los mayores lujos? Y es que, como hombres de nuestro tiempo, no podemos evitar la valoración de una persona en razón de su posición social y capacidad de consumo consiguiente.  El mayor  inconveniente que produce ésta mentalidad es el hecho de que en la sociedad industrial convertimos a las personas en objetos, en “cosas”, en sujetos productivos y consumistas. Cuando las cosas son así, los ancianos, los parados o los discapacitados por cualquier causa, no sólo son minusvalorados por pertenecer al grupo de los que no pueden consumir dada su situación, sino que además se sienten ellos mismos desgraciados, inútiles y rechazados.

El consumismo dirige al hombre hacia sus intereses privados,  que se anteponen a los valores comunes[6]  convirtiendo al egoísmo en  sostén de los nuevos tiempos y al individualismo en la moral reinante.  De esta manera no hay inconveniente ninguno en aplicar, parafraseado, el «principio de Caifás», según el cual «es mejor que perezca el hombre  antes que sea destruido el sistema»[7]. Si el hombre es sólo una pieza del engranaje productivo, no podemos extrañarnos de nuestra insensibilidad hacia los inmigrantes que vienen a desequilibrar la balanza económica o nuestro silencio o asentimiento sobre la conveniencia de legalizar el aborto o la eutanasia. Lo importante es mantener la gran maquinaria del «sistema del bienestar social», del acceso al consumo de bienes aunque sea a costa de eliminar las piezas que sobran o que, por sus características, no encajan en el engranaje.

b) Junto al consumismo, y como emergiendo desde él, podemos mencionar  el pluralismo  como otra de las tónicas de nuestro mundo. 

La categoría moderna por excelencia es la «elección». Hasta hace muy poco, todo «nos venía dado»: el lugar donde vivir, el trabajo a desarrollar, el sistema político y social, las normas morales, la religión, incluso la misma esposa o esposo, etc...Ahora la vida individual se concibe como una serie ilimitada de momentos de elección.  Se elige el sistema político, la marca del coche,  la vivienda, la religión, el número de hijos, …  incluso se aspira a elegir incluso el “género”, separándolo del “sexo” en una especie de libertarismo esquizofrénico. El mito del crecimiento económico y técnico ilimitado se alimenta en la creencia de que «siempre habrá más y más cosas entre las que elegir», yendo incluso más allá de los límites que de siempre ha impuesto la naturaleza. En la vida se trata de pasar constantemente de lo ya conseguido a lo nuevo por conseguir, viviendo en la tensión propia de quienes aspiran a “ser como dioses” (Gn 3,5).

Esto, que se experimenta en lo relativo a los bienes de consumo, ha pasado también a la conciencia de los hombres, de tal modo que, lo que antes se consideraban valores objetivos y válidos para todos los hombres, tales como la fe en Dios, o el modelo de familia, han pasado a ser entendidos como el resultado de elecciones particulares. Por ello es correcto pensar que el problema del «relativismo moral» (nada es seguro, todo depende del cristal con que se mire) es el fruto de una trasposición de «las elecciones» propias del consumismo al campo de la conciencia.

Hasta hace poco, el orden de las cosas se asentaba mayoritariamente en el cristianismo, con su doctrina y sus certezas morales fijas. Hoy, si somos mínimamente realistas, hemos de aceptar que la base cristiana de nuestro pueblo está sufriendo una desintegración progresiva. Principios y valores cristianos que parecían inconmovibles se ponen ahora en duda.. Las certezas absolutas parecen ser recuerdos del pasado. El ambiente en que nos movemos está marcado por tal variedad de modos de entender la vida que podemos decir que nuestra sociedad es marcadamente pluralista.  Hay multitud de formas de interpretar la vida.  Merced a los medios de comunicación, las distintas visiones del mundo y las distintas escalas de valores se difunden rápidamente entre nosotros. Este fenómeno nos está obligando a una especie de «acuerdo de convivencia» con diversidad de personas que poseen valores morales y visiones de la realidad radicalmente distintas de las propias. Por ello, una virtud que cada vez se hace más necesaria entre nosotros es la tolerancia[8]o sea, el respeto y la consideración hacia las opiniones y las prácticas de aquellos que piensan y viven de forma diferente a nosotros, y que al tiempo exijamos que sea respetado y considerado nuestro propio estilo de vida.

Es un hecho consumado que la religión ha ido perdiendo fuerza y presencia entre nosotros al pasar de ser algo que nos venía dado en el ambiente a ser una creencia que es aceptada o rechazada a voluntad por el individuo. Al perder las verdades religiosas su status de «certezas», se han convertido en objeto de elección. La fe ya no es algo socialmente dado, sino que habrá de ser alcanzada individualmente, y ello es más difícil de conseguir en una situación pluralista, donde la religión vive una crisis de credibilidad, dónde la cualidad autoevidente de Dios se ha perdido y donde las creencias religiosas quedan en la conciencia individual más que en hechos del mundo exterior. Pertenecer o no a una comunidad cristiana, que antes nos venía dado por el hecho de nacer en un pueblo formalmente cristiano, es hoy fruto de una opción personal; opción que corre el riesgo de esfumarse si no encuentra el apoyo de una comunidad adecuada que pueda alimentar la fe y capacitarla para el único testimonio creíble: el de la vida comunitaria.

c) Una tercera consecuencia derivada de la situación actual, según los especialistas en el tema, los sociólogos, es lo que han dado en llamar la anomía  (carencia de valores)  [9]  

Hasta no hace mucho, la interpretación de la vida de nuestro pueblo y los valores morales consecuentes quedaban más o menos unificados por la visión cristiana del mundo y del hombre. Fueran cuales fueran las diferencias entre nosotros había un orden «divino» que lo explicaba y unificaba todo. Todos los sectores de la vida diaria estaban integrados y unificados por el hecho religioso. Pero las cosas van dejando de ser así. Entre nosotros son cada vez más los que miran al mundo y a sus vidas prescindiendo de las interpretaciones religiosas. La «seguridad» que ofrecía la religión como elemento unificador va desapareciendo.  La «elección» va dando paso al ya mencionado pluralismo, a las «muchas formas de entender la vida y de entenderse el hombre a sí mismo», con el consiguiente declive no sólo de las certezas morales[10]  y religiosas, sino también de las relativas a la identidad del propio individuo.

El hombre moderno tiene que preguntarse continuamente qué es lo que puede creer, qué es lo que debe hacer, y, en último término, quién es él.  El individuo goza hoy de una enorme libertad para inventar su propia vida privada particular. Esto tiene sus ventajas, aunque también sus inconvenientes, y el principal de ellos es que la mayoría no sabe cómo construir un universo de valores, y se sienten frustrados cuando se enfrentan a la necesidad de hacerlo. Por ello, antes que enfrentarse con la ardua tarea de construirse a sí mismos, prefieren dejarse llevar por la corriente social que le acarree menos problemas. El miedo a la libertad [11]  acaba por hacer del hombre un ser sumiso a los dictados de la mayoría, sumisión que se manifiesta en  algo tan familiar y omnipresente como la moda[12]. «Estar de moda» o «ir a la moda» son expresiones que encierran en sí la afirmación de haber renunciado a la propia identidad, o lo que es lo mismo, a la propia libertad.

Y es que, encontrar respuesta a las preguntas acerca de qué debo creer, qué debo hacer y quién soy,  no es una tarea fácil, ya que la respuesta no está escrita en ningún libro, y nadie la puede dar por otro; la respuesta sólo satisface cuando se da desde la propia vida, y con el riesgo añadido de que si ésta no es satisfactoria surge lo que llamamos «falta de sentido», una de las mayores amenazas de nuestro tiempo. La «falta de sentido» es  aquella situación social en la que el individuo se ve privado de lazos estables y seguros con otros seres humanos y en la que carece de significados capaces de dar a su vida una orientación adecuada. La persona que padece esta carencia vive en una situación de desarraigo, de desorientación y de no sentirse a gusto en el mundo. Ha perdido los «valores morales» que deberían servirle de motor para seguir viviendo con optimismo y esperanzas de futuro.

Esta situación de falta de sentido, y la consiguiente ausencia de «valores» por los que merezca la pena vivir, es difícil de soportar. Cuando se da la falta de sentido el hombre se experimenta como arrojado del mundo, que es su casa. Son muchos los hombres que hoy sufren o han sufrido los efectos de la «falta de hogar», la insatisfacción vital a pesar de tener al alcance de la mano todo lo necesario para vivir materialmente bien. Los estados depresivos, cada vez más frecuentes entre nosotros, son síntomas de la nostalgia por «sentirse en casa » en la sociedad, consigo mismo, y, en último término, en el universo.[13] 

d) Finalmente mencionaremos el fenómeno de la privatización de la vida. Es claro que todo «proyecto de vida» personal se plantea y se desarrolla dentro de las coordenadas establecidas por las instituciones públicas, pero, gracias a la vida privada,  puede vivirse  subjetivamente al margen de ellas. La sociedad pluralista puede proporcionar al individuo muy pocas certezas de las que poder vivir, pero le ofrece libertad para buscar dichas certezas en grupos religiosos, deportivos, terapéuticos u otras relaciones sociales voluntarias.

Como contraste y compensación a la pluralización de la vida pública, se ha fomentado lo que se suele llamar «vida privada», es decir, un sector social en el que el individuo puede satisfacer sus necesidades afectivas y emocionales, y en el que goza de una considerable libertad de acción para construirse «pequeños mundos» donde pueda cultivar un mínimo de certeza. Así, una persona puede experimentar insatisfacción en su trabajo y encontrar profundas satisfacciones en su vida familiar e íntima. La vida privada constituye  hoy día, y para la mayoría de los individuos, el principal objetivo de sus esfuerzos. En ella se permite exteriorizar los impulsos «reprimidos» en la vida pública, puede manifestarse más sinceramente, ser más él mismo. En el grupo familiar o de amigos uno puede expresar sus verdaderas ideas y sus más íntimos sentimientos sin temor al rechazo. Esto explica la ansiedad en que viven gran número de trabajadores, que experimentan su trabajo como una esclavitud y que encuentran en el fin de semana, vivido en  la privacidad del hogar o las amistades, la compensación a los  descontentos  laborales[14] .  

Sin embargo, la huida hacia la privacidad es eso, una «huida», una solución deficiente, puesto que las compensaciones que ofrece son frágiles y artificiales, limitadas a un espacio (familia-amigos) y un tiempo (tiempo libre). Cuando la vida privada se vive como «huida» del mundo, de sus problemas, de sus injusticias, de su «sin-sentido» y evasión del compromiso en la búsqueda de soluciones, estamos promoviendo el «pasotismo», que no soluciona los problemas sino que los agrava y retrasa su solución.

La respuesta a la falta de valores no está en la fuga mundi, en la huida de la realidad. Frente a la privacidad habría que poner la vida comunitaria, donde las diferencias de raza, sexo, edad, económicas, culturales, ideológicas, etc... son superadas por un algo (la fe en el caso de la comunidad cristiana) que posibilita la unidad en la pluralidad y el descubrimiento de genuinos valores humanos como la justicia, la paciencia o el amor como donación.

Para que ese algo  emerja  se requiere que las formaciones institucionales (iglesias, grupos políticos, asociaciones voluntarias...) se construyan de forma que puedan satisfacer las exigencias de estabilidad y seguridad. ¿Cómo? Evitando la burocratización y el anonimato. Una persona no puede realizarse como miembro de una institución donde no tiene nombre propio, donde no puede sentir el calor de ser algo más que un papel o un dato en la nómina, donde no puede vivir porque le tienen organizada la existencia. Sólo cuando las instituciones estén  personalizadas y humanizadas serán capaces de dar un «sentido global compartido, satisfactorio y plenificante» a los grandes interrogantes sobre la existencia que han sido comunes a todos los tiempos: la muerte, la tragedia, la obligación moral, el sentido del amor y del sacrificio, etc..

La Parroquia debe tomar nota de ello. Es grave que se acuse a la Iglesia-institución de ser excesivamente lejana y burocrática. Y es mucho más grave cuando esa acusación es cierta,  porque la Parroquia es la Iglesia aquí y ahora. Crear un ambiente en el que los hombres se sientan acogidos, respetados, queridos, donde se sientan tan agusto como en casa, donde puedan experimentar vitalmente los valores  evangélicos, debe ser una tarea prioritaria en cualquier Parroquia.

Conclusión

En un mundo así, tal como lo hemos descrito, está la Iglesia. No podemos dar la espalda a la realidad. En lo externo vivimos un tiempo de desarrollo industrial, de nivel cultural en alza, de gran influencia de los medios de comunicación. En lo interno, el hombre moderno se experimenta como consumista, poco dado a las certezas absolutas, amante del pluralismo y enemigo de cualquier norma o fundamento que quiera monopolizar lo que considera más sagrado: su vida privada.

Pero no las tiene todas consigo. La escisión entre lo público y lo privado le hace ser víctima de profundas insatisfacciones a pesar de gozar de un nivel de vida material aceptable. Necesita un «sentido» que englobe toda su existencia: su ser personal, su ser comunitario y su ser social.


A este hombre y a este mundo tiene que dar respuesta la Iglesia. Esta tierra es el «campo de Dios» que habrá que sembrar con la semilla de la Palabra, la masa donde los cristianos hemos de ser levadura. La forma de «ser Iglesia» en las nuevas circunstancias habrá de ser «reinventada». Las viejas fórmulas pastorales, que partían de una situación de cristiandad han de ser revisadas, y según el caso renovadas o eliminadas.

¿Está nuestra iglesia-Parroquia en condiciones de responder a este reto? ¿Poseen los cristianos de nuestro pueblo la suficiente energía y claridad de ideas para afrontar una «nueva evangelización»? Y, en su caso, ¿Cómo llevarla a cabo?
 

PARA EL DIALOGO Y PUESTA EN COMUN

1.- ¿Qué frase o afirmación te ha llamado más la atención? ¿Porqué?
2.- ¿Crees que el análisis de nuestra sociedad es correcto? ¿Qué le falta? ¿qué le sobra? ¿Se refleja en nuestro pueblo o barrio el análisis expuesto?
3.- ¿Estas convencido de que ya no estamos en una situación de cristiandad? ¿En qué lo notas?
4.- La fe -hemos dicho-, en una sociedad pluralista, es una opción personal. ¿La vives como «tu opción» o por tradición? ¿Cómo ves esto en tu entorno?
5.- ¿Crees que la religión es un asunto privado o tiene algo que ver con la vida pública de la persona creyente? ¿Por qué?
6.- ¿Crees que la religión cristiana puede seguir ofreciendo un «sentido» global a la vida del hombre moderno? ¿Por qué?

 
NOTAS


[1] Para una profundización del tema: Vaticano II, Gaudium et spes, nº 4-10; BONETE PERALES, E. La faz oculta de la modernidad, Ed. Tecnos, (Madrid 1995); y RUIZ DE LA PEÑA, J.L. “El lado oscuro de nuestra cultura”, en Crisis y apología de la fe, Ed. Sal Terrae, Santander, 1995, pp 17-111.
[2] «... se la compara (a la Iglesia), por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo  divino como instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf Ef 4,16)» (LG,8). Nótese que se dice analogía y no igualdad. La diferencia es bien conocida: Jesucristo es Dios hecho hombre, igual a todos los hombres, excepto en el pecado. La Iglesia es la comunidad de los hombres que hace presente a Dios en la historia, pero la iglesia es a la vez santa y pecadora, «casta meretrix»,  en una definición clásica.
[3] Distingamos entre «consumo» (= algo necesario. El hombre, para subsistir, no tiene más remedio que consumir, es ley de vida) y «consumismo» (= deseo incontrolado de consumir mucho más de lo estrictamente necesario; deseo que se transforma en ansia insaciable y único objetivo de la vida).
[4] Uno de los síntomas más relevantes de nuestra sociedad consumista es el juego de azar. Todos nos decimos amantes de la solidaridad y la igualdad, decimos que la justicia es uno de los valores más altos, pero no dejan de ser palabras lanzadas al viento. Basta comparar lo que el ciudadano de a pie gasta en loterías y otros juegos con sus aportaciones económicas para acciones solidarias. El balance sale bastante desequilibrado.  Aunque cuesta aceptarlo, los valores predominantes pueden ser medidos con bastante exactitud con el aserto de «dime donde gastas tu dinero y te diré lo que más valoras».
[5] Podríamos decir con Zygmunt Bauman que nuestra sociedad ha dejado de ser “sociedad de productores para ser sociedad de consumidores, ya no se valora tanto el tipo de trabajo que realizas sino la capacidad de consumo que te puedes perimitir. La éticad el trabajo, en este caso, pasa a segundo plano” (cf Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Ed Gedisa. pgs 39-40)
[6] Según la concepción tradicional mi bien como hombre es el mismo bien de aquellos otros que constituyen conmigo la comunidad humana. Para la mentalidad moderna esta coincidencia del bien personal y el bien comunitario es una quimera, pues el individualismo ha fomentado la idea de que cada hombre busca por naturaleza sus propios deseos; ya no se concibe la sociedad como una comunidad moral de ciudadanos, sino como un conjunto de convenios institucionales  para imponer la unidad burocrática a una sociedad que carece de «consenso moral auténtico». Hoy resulta impensable que la sociedad oriente al hombre en valores, virtudes o modelos de vida buena.
[7] Jn 11,49-50: «Uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo (al sanedrín), les dijo: -Estáis completamente equivocados ¿No os dais cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación sea destruida?».
[8] No me gusta la palabra tolerancia, que tiene unas connotaciones negativas, como si fuera un rechazo contenido, prefiero la palabra respeto, que supone conocer al otro y amarlo con independencia del estar de acuerdo o no con sus ideas
[9] La palabra «anomía» es un término clave en sociología. (a = sin; nomos =  fundamento, regla, norma). Los sociólogos más representativos coinciden en la falta de valores, de fundamento, de «sentido de la vida» que preside nuestro tiempo. Para comprender las consecuencias de esto, hemos de entender que «ser humano» es realizarse como persona, vivir en un mundo o en una sociedad que está ordenada y que da «sentido a la vida». La vida necesita de un «sentido último» que unifique sus distintas facetas.
[10] Las creencias religiosas siempre han impuesto normas morales a la cultura, señalando los límites del actuar humano, la subordinación de los impulsos a la conducta moral, y, en definitiva, han custodiado «las puertas de lo demoníaco», es decir, de la naturaleza humana sin frenos ni controles externos e internos.
[11] El pensador E, Fromm escribió un magnifico libro donde demuestra como el hombre, situado ante sí mismo, tiene miedo a la libertad, y prefiere dejarse llevar por la corriente de pensamiento reinante o por el líder de turno, que se encargan de pensar por él. El crecimiento de las sectas son un síntoma evidente de ese miedo a la libertad.
[12] La moda no es sólo cuestión de estética en el vestir, o en el arte. También el mundo de las ideas está sometido a los dictámenes de «lo que se lleva» o «lo que se debe llevar» si uno no quiere ser rechazado por el resto de los humanos. Siguiendo fanáticamente los dictados de la moda, el individuo pretende escaparse de sí mismo. No vive, se des-vive viviendo no según él sino según las directrices que le vienen de los slogans del ambiente.
[13] En el terreno religioso, la falta de certidumbre de conocimientos y normas morales ha conducido a la religión a una seria crisis de credibilidad. pero el problema más grave no es éste; más grave aún es el hecho de que la religión ha suministrado diversas «teodiceas» (explicaciones de los acontecimientos humanos con las que trata de dar sentido a las experiencias del sufrimiento y del mal) que llenaban de sentido las más dolorosas experiencias de la condición humana; la sociedad moderna ha puesto en peligro la credibilidad de las teodiceas religiosas, pero no ha suprimido las experiencias que las originaban. Los seres humanos siguen padeciendo la enfermedad y la muerte, siguen padeciendo la injusticia social y la privación. Los diversos credos e ideologías seculares que han surgido en la era moderna han sido ineficaces a la hora de suministrar explicaciones satisfactorias. La afirmación moderna de Nietzsche «Dios ha muerto» es como decir que los vínculos sociales, sostenidos por lo religioso, se han roto y que la sociedad está muerta.
[14] Como signo del valor tan importante que damos a «lo privado» podemos fijarnos en el empeño con que procuramos el máximo de comodidades en nuestras viviendas, el mimo con que preparamos nuestro «rinconcito», en contraposición con lo poco que valoramos y cuidamos los lugares y locales públicos. Vemos en ello la alta estima que profesamos hacia lo individual y la poca consideración hacia lo social y comunitario.

Iglesia 3

LA IGLESIA QUE JESUS QUERIA
Una comunidad de contraste[1]


«Jesús anunciaba el Reino y lo que vino es la Iglesia». La frase no es mía, es de un teólogo de principios del siglo XX[2], y ha hecho historia, se cita normalmente para sugerir que la Iglesia es algo ajeno a los deseos de Jesús. Que Él lo único que hizo fue anunciar el Reino de Dios y su justicia y  lo que resultó, contra su voluntad o al margen de ella, fue una institución jurídica.

Como quiera que la afirmación podemos considerarla abusiva, sin embargo, nos puede servir como resumen del descontento que supone para muchos el tener que aceptar una Iglesia donde  realizar su vida cristiana. Y es que la Iglesia no siempre responde a las expectativas que suscita en aquellos que quieren adherirse al movimiento iniciado por Jesús de Nazaret y plasmado en los evangelios. Por eso muchos, tal vez entre ellos tú,  se preguntan: ¿Quiso Jesús una Iglesia? ¿fue voluntad del Nazareno fundar una institución que siguiera su misión? Y, en caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿cómo debería ser ésta?

¿Qué nos dice la Biblia?

Al comentar, en el primer tema de esta Asamblea las características del mundo de hoy, cuando señalábamos el paso de la sociedad tradicional, con un sentido más comunitario, a la sociedad moderna, más individualista, ya estábamos diciendo implícitamente que la experiencia cristiana de iglesia se hace sumamente difícil hoy. ¿Por qué? Porque la Iglesia es fruto de una experiencia comunitaria.

Ya en el Antiguo Testamento nos encontramos con que Dios escoge un pueblo concreto de entre los muchos pueblos que existen en el mundo para convertirlo en signo de salvación[3] . No es que despreciara a los otros pueblos. Éstos, fascinados por la salvación que pueden observar en Israel se sentirán arrastrados espontáneamente hacia el Pueblo de Dios. No se acercarán al pueblo elegido como consecuencia de un trabajo misionero bien organizado. La fascinación que ejerce el Pueblo de Dios los arrastrará.[4]  Cuando el pueblo de Dios resplandezca como señal entre los restantes pueblos [5] éstos podrán aprender del Pueblo de Dios.  Es más: confluirán hacia Israel para participar de la gloria de Dios en y por medio de Israel. Pero esto sólo podrá suceder cuando Israel sea reconocible verdaderamente como “signo de salvación.”,  cuando su testimonio de vida como comunidad sea tan patente que los demás pueblos se sientan fascinados por su testimonio.

No perdamos esto de vista: Dios se busca, de entre todas las naciones del mundo, un pueblo único, con la intención de hacer de éste pueblo un signo visible de salvación. Dios sigue un camino sorprendente para implantar su soberanía en el mundo; comienza de una forma muy humilde, con una familia (la de Abrahán), un clan, un grupo, un pequeño pueblo. Gracias a esta forma de actuación su Reino se va introduciendo sin violencia,  por la seducción, llamando a la libertad de seguir el ejemplo de aquellos que fueron llamados en primer lugar[6] .

En la Sagrada Escritura podemos observar que Israel tenía una conciencia comunitaria muy acentuada. Se sentían «pueblo elegido». Dios los había elegido, había hecho una Alianza con ellos[7], los había librado de la esclavitud de Egipto, toda su existencia se la debían a esta elección de Dios y la alianza. Alianza hecha no con un individuo concreto, sino con el pueblo en su totalidad, por eso se sentían una comunidad con un destino colectivo, en el cual todos participan de los beneficios y perjuicios de cada uno de los miembros.

Siguiendo el mismo esquema, Jesús escogió a Doce apóstoles a los que fue llamando para formar un grupo que le acompañase. Cuando él se marcha los envía a anunciar el evangelio a todas las naciones. No elige y envía a un discípulo, sino al grupo de los doce, que representan a las doce tribus de Israel. A este «nuevo Israel» les aconseja mantenerse unidos y dejarse llevar por el Espíritu que recibirán en Pentecostés[8] , que renuncien a los intereses particulares, ya sean económicos o de poder[9], y se dediquen al servicio de Dios y su causa. Por la predicación de los Doce la semilla del Evangelio se va extendiendo y nacen las primeras comunidades cristianas, las primeras iglesias. Ellas, como el antiguo pueblo,  también tenían un sentido comunitario y de corresponsabilidad muy agudizado. Nos lo explica san Pablo cuando habla de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y en ese cuerpo ningún miembro se libra de la influencia de los otros. «¿Que un miembro sufre? Todos los miembros sufren con él. ¿Que un miembro es agasajado? Todos los miembros comparten su alegría».[10]

Sin ese sentido comunitario es difícil entender el misterio de la Iglesia. De ahí la dificultad actual a la hora de entender la Iglesia y de entenderse uno  como parte viva de ella. Si lo que prima es el individualismo, el aislamiento y la religión ha pasado a formar parte de la vida «privada», ¿Cómo experimentar la necesidad de la comunidad?

Algo en común: la experiencia Pascual.
 
¿Qué es lo que mantenía unidos a los primeros cristianos? ¿Cómo explicar que estuvieran incluso dispuestos a dar su vida por el Nazareno? ¿De dónde les venía la perseverancia y el fuerte sentido de Iglesia?

El viejo Israel se sentía pueblo elegido,  pueblo salvado por Dios de la esclavitud y el destierro, pueblo con el que Dios había hecho una Alianza. Habían experimentado, vivido, el poder salvador de Dios. El Nuevo Israel, la Iglesia, los primeros cristianos, también se sentían elegidos[11], también tenían experiencia de la salvación de Dios. Cristo les ha salvado de la esclavitud de los nuevos faraones (la ambición, el deseo de poder, la envidia...)[12]. Esa experiencia Pascual, esa experiencia de que con Cristo habían pasado de las tinieblas a la luz[13], el descubrimiento de Cristo, en definitiva, había dado un nuevo sentido a sus vidas. Y ese tesoro que habían descubierto en Jesús y su evangelio no estaban dispuestos a cambiarlo por nada. Ese es el secreto de las primeras comunidades, el secreto de su fortaleza: su “experiencia de Dios”.  Vivían unidos por una misma experiencia, se sentían partícipes de la misma vida[14] . Dios les propuso una Nueva Alianza y ellos habían dicho “sí”. No opusieron resistencia a la gracia de Dios, asintieron a sus propuestas; y la Pascua de Cristo, su Palabra, su muerte y resurrección, el paso de Dios por sus vidas, la experimentaron no teoría, sino como realidad que les cambió. Y por eso se sentían Iglesia, porque todos se sabían partícipes de la misma salvación, discípulos del mismo Maestro, unidos por el mismo Espíritu.

Tal vez nuestras comunidades, nuestra parroquia, no encuentra su auténtico camino porque los que nos decimos sus miembros aún no hemos pasado por esa experiencia personal de salvación. No olvidemos que la Iglesia es una comunidad, pero no anónima, sino constituida por unas personas concretas. Si no tenemos experiencia personal de fe, si nos resistimos a la gracia de Dios, si no estamos dispuestos a decir “sí” a Cristo, si, en definitiva, no ponemos a Dios en el centro de nuestras vidas, no puede haber parroquia. Como mucho tendremos un grupo unido por otros intereses (¿costumbre?, ¿acallar la conciencia?, ¿escapar de la soledad?) pero nunca por el Espíritu de Dios. La existencia de una verdadera Iglesia pasa por dejarse seducir por Dios, por no poner resistencias a su deseo de liberarnos de nuestras ataduras. Pasa, en definitiva, por la fe, que no es otra cosa que asentir personalmente a la voluntad de Dios.

Una comunidad de contraste.

La fuerza de los primeros cristianos no venía de ellos, sino de Dios. Esas comunidades eran signos de la presencia de Dios. Lo eran por su fe, pero, ya sabemos que la fe no se puede ver. Son las obras las que la manifiestan. Un testimonio comunitario tan original no podía dejar de llamar la atención. En el siglo III, época de persecuciones, y de progresiva expansión de los cristianos, encontramos un texto donde contemplar la originalidad de la joven iglesia:

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás (...) Habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta admirable y, por confesión de todos, sorprendente.

Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. (...) Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y de todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se los mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se los maldice y se los declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se los injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si les dieran la vida»[15].

 Dos cosas destacamos en este texto:

*Primeramente, el estilo de vida de los primeros cristianos. El texto pone al descubierto lo que los técnicos llamarían de forma muy solemne “el hecho diferencial cristiano”. Nosotros, con palabras menos solemnes lo podemos llamar el nuevo estilo de vida  revolucionario  inaugurado por Jesús. Una revolución es un giro, un cambio de sentido, una subversión de los valores existentes. Y eso es lo que llevaron a cabo aquellos hombres seducidos por el mensaje y la vida de Jesús: una auténtica revolución.
Los principios revolucionarios los podemos encontrar resumidos en el «sermón del monte» (capítulos 5 al 7 de Mateo), un texto que cada cristiano debería releer y meditar más a menudo, porque ahí tenemos la carta magna de la Iglesia, el lugar donde se revela la identidad del auténtico discípulo de Jesús. Siempre que leemos el sermón del monte, con las bienaventuranzas y las recomendaciones sobre las actitudes pacifistas, la renuncia al dinero, la oración, etc... tenemos la tendencia a hacer una lectura individual. Leámoslo aplicado a la comunidad y tendremos una lectura nueva, porque en él propone el Maestro todo un programa de vida comunitaria. Baste como clave la llamada que se hace a la Iglesia  para ser luz

«Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro; sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,14-16)

Podemos decir que los cristianos a los que se refería el texto de la carta a Diogneto, eran luz, ciudad situada en lo alto de un monte que iluminaba las oscuridades de sus conciudadanos. Habían cambiado el perdón por la venganza, la maldición por la bendición, el amor por el odio, la bondad por la maldad... Eran signo de Dios, verificación de su presencia entre los hombres, y, sin grandes discursos ni sermones, fascinaban y atraían a muchos hacia Dios.

*Pero no hay revolucionarios sin contrarrevolucionarios. En la carta a Diogneto también se nos ofrece el catálogo de las injurias y las persecuciones  a las que la nueva doctrina se ve sometida. Ya advirtió Jesús que si el Maestro fue perseguido, injuriado, crucificado, no podía serlo menos el discípulo[16]. Ser cristiano suponía para la sociedad pagana una subversión de sus valores, sus costumbres y sus intereses. Con su estilo de vida comunitario, al igual que hizo Jesús, los nuevos creyentes se contraponían a la sociedad de su tiempo. La persecución surgió como un fenómeno lógico. Cuando la gracia de Dios se mueve los demonios del dinero, el poder, la envidia, el odio, la injuria, la ira, etc. se sienten molestos y no pueden menos que reaccionar.

En la oración sacerdotal de Jesús recogida en el Evangelio de san Juan, se muestra claramente la situación de contraste y rechazo que vive el discípulo frente a la sociedad pagana (mundo)[17]:

«Yo les he dado tu Palabra y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo como yo no soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean consagrados también en la verdad» (Jn 17,14-19). 

«No son del mundo como yo no soy del mundo» significa que con Cristo ha entrado en la historia algo completamente nuevo que la sociedad humana no puede suscitar por sus propios medios. Cristo es lo absolutamente distinto y nuevo en lo que la santidad y la verdad de Dios se han hecho, ¡por fin!, definitivamente presentes. Y allí donde se cree su palabra y se vive de su verdad nace en el corazón del mundo lo nuevo y lo distinto, el espacio santo de la verdad. Los que han sido santificados por Cristo y viven en su verdad se distinguen así nítidamente de la sociedad restante, de su mentira, de su no-verdad institucionalizada. El resto de los hombres los odiará porque desenmascaran la mentira que se esconde en su interpretación y construcción social de la realidad.

Aquellos primeros discípulos, sin embargo, no se avergonzaban de ser injuriados y maldecidos por su nueva fe, al contrario, se sentían orgullosos porque en la persecución, aparte de comprobar la autenticidad de su fe, tenían la oportunidad de imitar a su Dios crucificado.

La Iglesia, alternativa social

La Iglesia, yo, tú, nosotros, estamos llamados a hacer presente el mismo estilo de vida de las primeras comunidades, a romper desde la fe en Jesucristo, con la «situación demoníaca» del relativismo moral, el  individualismo, el afán de dominación, etc. En verdad, Jesús nunca llamó a un cambio político-revolucionario de la sociedad, pero la conversión que exige como consecuencia de su mensaje del Reino de Dios, quiere poner en marcha un movimiento frente al que las revoluciones de cualquier otro tipo son puras bagatelas.

 Las primeras comunidades cristianas se entendieron esencialmente como comunidades contrapuestas frente al paganismo, como «pueblo santo» que debía diferenciarse de la sociedad pagana[18], una sociedad alternativa a la creciente corrupción del imperio romano decadente. La irrupción de lo radicalmente nuevo en un mundo viejo y caduco es una de las ideas predilectas del Nuevo Testamento. Al hombre viejo se contrapone el nuevo, a la vieja creación, marcada por el pecado, la nueva creación. «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación. Pasó lo viejo, todo es nuevo»[19] . El bautizado, miembro de la Iglesia, es sacado del mundo y colocado en la soberanía de Cristo. El mundo, entendido aquí como el «lugar del mal» es algo más que la simple suma de muchos individuos particulares que obran el mal. Es al mismo tiempo el potencial del mal, el «sistema de valores negativo», que se ha impregnado en las estructuras de la sociedad mediante los pecados de muchos y que ha pervertido el mundo convirtiéndolo en un ámbito del poder del príncipe de las tinieblas. La Iglesia ha escapado a ese mundo porque vive de la acción liberadora de Cristo. No tiene, pues, necesidad de vivir en la falta de libertad del mal ni en las falsas estructuras de la sociedad pagana. Por eso Pablo dirá:

«No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente...» (Rm 12,2).

Como consecuencia de una prolongadísima costumbre los cristianos hemos interpretado los textos que hablan de santidad y de conversión refiriéndolos sólo a la renovación interior o a la moral del cristiano individual. Sin embargo, hemos de afirmar que no se trata sólo de un cambio o de una postura interior. La «renovación de la mente» (conversión) tiene que ver mucho con un cambio social, una renovación de la forma de pensar e interpretar el mundo que lleve a la renovación de sus estructuras. En otras palabras, los cristianos tienen que vivir en la sociedad que le ha tocado vivir, juntos con los demás hombres, pero no revueltos; no tienen porqué acomodarse a la figura y al espíritu de la sociedad imperante. Sólo así se mostrará la Iglesia como una comunidad de contraste, una fuerza renovadora de las estructuras viciadas de la sociedad.

Desgraciadamente, hacia el siglo IV, por motivos que no vamos a reseñar extensamente, pero entre los cuales destaca la incorporación del cristianismo a las estructuras del imperio romano, el sentimiento de «contraposición» respecto de la sociedad civil va desapareciendo en el seno de la Iglesia.[20]  No obstante no han faltado personas y movimientos auténticamente revolucionarios en la historia de la cristiandad; baste pensar en la renovación de Benito de Nursia, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Teresa de Jesús,... o más recientemente Carlos de Foucauld, Oscar Romero o la Madre Teresa de Calcuta.

Un dato importante: podemos decir que sólo en los países de misión, donde la persecución-ridiculización de los cristianos está vigente, se puede comprender verdaderamente lo que significa creer en contraposición al resto de la sociedad. La tónica general en los llamados «países cristianos» europeos y en aquellos en los que se da un maridaje de la Iglesia con el Estado es la conformidad con las estructuras y formas de pensar propias de nuestro siglo. En estas circunstancias difícilmente aflora la resistencia profética y constante ante situaciones antievangélicas vividas en tales sociedades; nunca faltan espíritus proféticos,  porque el Espíritu es inquieto y no calla, pero éstos actúan no desde el todo de la Iglesia sino desde los márgenes y de forma puntual.  

La Iglesia en Europa y en algunas otras partes  se ha institucionalizado en demasía, y los cristianos ya no son conscientes de que la Iglesia  como totalidad tiene que representar un tipo alternativo de sociedad.[21] Si acaso se comienza a tomar conciencia de esto, pero con extraordinaria lentitud.

El mundo está necesitado de testimonios de vida comunitaria, no sólo de ejemplos de vida individuales. No importa que las comunidades cristianas sean pequeñas con tal de que cumplan su tarea con corazón gozoso. Para renovar al mundo habrá que optar por seguir siendo una minoría con identidad propia, en vez de dedicarnos a mundanizar la Iglesia sacrificando la identidad propia sólo por aferrarnos a una engañosa mayoría cristiana. Lo importante no es la cantidad sino la calidad. Lo decisivo no es el tamaño de la ciudad, sino su emplazamiento sobre el monte. Allí, aunque sea pequeña, se convierte en luz para todo el mundo, de forma sencilla y silenciosa, como el grano de mostaza se transforma en árbol frondoso  y la levadura termina por fermentar toda  la masa.[22]

«Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para que seáis irreprochables e inocentes, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación tortuosa y perversa, en medio de la cual brillan como antorchas en el mundo» (Flp 2,14s)

Conclusión

Como conclusión de este tema, no podemos menos que hacernos unas preguntas que piden respuesta: ¿Está cumpliendo la Iglesia esa misión de ser signo, señal, flecha que oriente hacia Dios? ¿Se diferencian realmente los cristianos practicantes de nuestro entorno del resto de sus  vecinos? ¿Podemos decir que nuestro estilo de vida es distinto, seductor y atrayente para los alejados y lejanos de la Iglesia? ¿Transparentamos con nuestra vida el modo de ser de Dios, su Reino, o, por el contrario, velamos y oscurecemos el auténtico rostro del Salvador? ¿Tienen los que buscan a Dios un punto de referencia atractivo en nuestra “comun-unidad”? Nos va mucho en la respuesta a éstas cuestiones.

La Iglesia, nuestra parroquia, aquellos que “practicamos” la fe, estamos llamados a ser, como los primeros cristianos, una comunidad de contraste, nuestra vida en común debe ser signo  de algo nuevo, de que el Espíritu de Dios,  se mueve en el mundo. Es cierto que nos criticarán y rechazarán por ello, pero eso no ha de ser motivo de desánimo sino señal de que vamos por el buen camino. En la persecución tenemos la oportunidad de mostrar la valentía de la fe, o, dicho de otro modo, el valor que tiene ésta para nosotros.

Durante mucho tiempo, a nuestro pesar, los textos que hemos ido citando, y que hablan de vocación a la santidad, se han interpretado como referidos al individuo cristiano, a su santidad privada o a determinados grupos, como el de los sacerdotes o los religiosos. Se impone recuperarlos para profundizar en la identidad de toda la Iglesia.

Decíamos en el tema primero de esta Asamblea que la sociedad moderna ya no es religiosa, que la religión ha perdido su papel de fuerza unificadora de la sociedad. Tal vez sea una bendición el que se haya roto la ilusión de que vivimos en una sociedad cristiana en su conjunto. Hemos de darnos cuenta de una vez por todas de que  nuestra sociedad ya no es cristiana. Eso nos puede ayudar a ver con claridad que la Iglesia tiene que andar su propio camino. Nuestra sociedad de capitalismo neoliberal se basa en principios no cristianos: la dominación y el dinero. Con tales valores en el vértice de nuestras aspiraciones no caminamos sino es hacia nuestra propia autodestrucción. Lo sabemos, cuando todos buscan el poder y el dinero nace la guerra. Esta constatación debería llevarnos a valorar la riqueza de la fe que hemos recibido y a mostrar al mundo que, con Dios, es posible otra forma completamente distinta de sociedad. Ahora bien, en una sociedad donde la credibilidad de la religión está tan deteriorada, las palabras no sirven de nada; sólo la práctica, la existencia real de «pequeñas comunidades de contraste» puede ser luz que alumbre en lo alto de un monte, siendo por encima de las oscuridades del mundo una señal de esperanza para los hombres que buscan la verdad.

Cuando, pretendiendo deslegitimar a la Iglesia, se afirma que «Jesús anunciaba el Reino y lo que vino es la Iglesia», la frase sería correcta si a la Iglesia que se refiere es a aquella acomodada al mundo. Pero no podemos dársela si la Iglesia la entendemos como comunidad de contraste  frente al mundo, porque entonces estará haciendo visible a los hombres la «novedad» del Reino de Dios.

A las preguntas «¿Quiso Jesús una Iglesia? ¿Fue voluntad del Nazareno fundar una institución que siguiera su misión? y, ¿Cómo debería ser ésta?» respondemos que, aunque no aparece de forma directa un acto fundador de la Iglesia por parte de Jesús en los evangelios, Jesús sí quiso escoger una comunidad de discípulos que continuasen su misión. Ahora bien, esta comunidad no debe entenderse como institución jurídica y de carácter mundano, sino como comunidad de contraste, pueblo «santo» que ha experimentado en su historia la salvación de Dios, «sociedad alternativa», que hace presente en medio del mundo  la mentalidad y el estilo de vida de Jesús.


* * * * * * * * *

PARA LA REFLEXION Y PUESTA EN COMUN

1.- La Iglesia es una comunidad de hombres unidos por una misma experiencia de liberación por Cristo. ¿De qué te ha liberado Cristo? ¿Qué vivencia personal tienes en común con los otros miembros de la parroquia?

2.- ¿Estas convencido de que ser cristiano te exige vivir en comunidad, compartiendo la fe y la vida, o sigues pensando que es algo particular entre «tú y tu Dios»?

2.- ¿Crees que los cristianos practicantes, (entendiendo por “practicantes”, a aquellos que asistimos asiduamente a los cultos y actos de la parroquia, nos distinguimos mucho del resto de nuestros vecinos por nuestro estilo de vida? En caso afirmativo ¿en qué nos distinguimos? Si no nos distinguimos ¿por qué?

4.- La persecución es un síntoma de que la comunidad está viva. “¿ladran?, luego cabalgamos”, dice el refrán. Vivir en comunidad, ser miembro activo de la Iglesia no es posible sin que se dé el rechazo. ¿En qué momentos de tu vida has sufrido persecución (injurias, críticas, mofa, rechazo, etc) por causa de tu fe y tu pertenencia a la Iglesia? Concreta.

5.- Como cristiano, en este momento ¿te sientes más «hijo de Dios» o «hijo de la Iglesia»? ¿Por qué? 

NOTAS


[1] El grueso de las ideas plasmadas aquí está tomado de LOHFINK, G. La Iglesia que Jesús quería,  Ed. DDB, Bilbao, 2ª ed, 1986. sobre todo las páginas 134-144.
[2] LOISY, A. LÉvangile et l´Église. Paris, 1929. pg. 153. La frase es, en un sentido correcta. Se opone a dos tesis extremas: a) que Jesús hubiera establecido una iglesia en forma externa definitiva, b) que la Iglesia fuera una sociedad invisible, basada sólo en la adhesión de la fe. Normalmente, sin embargo, es citada para sugerir que la Iglesia en realidad es ajena a la voluntad de Jesús, que lo único que intentaba era anunciar el reino y que lo que resultó, contra su voluntad o al margen de ella fue la Iglesia, contraponiendo así un movimiento utópico a una institución jurídica. Esta interpretación usual va más allá del tenor literal del texto y por tanto es abusiva.
[3] «Porque tu eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios, y a ti te ha elegido el señor tu Dios, para que seas el pueblo de su propiedad  entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra. El señor se fijó en vosotros y os eligió, no porque fuerais más numerosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino por el amor que os tiene y para cumplir el juramento hecho a vuestros padres. Por eso os ha sacado de Egipto con mano fuerte y os ha librado de la esclavitud, del poder del faraón, rey de Egipto» (Dt 7, 6-8)
[4] Is 60, 2s.; Dios quiere la salvación de los gentiles. Pero sólo en Israel se puede alcanzar esa salvación. Los gentiles comienzan a participar en la salvación cuando entran a formar parte de Israel. Van hacia Jerusalén. Se sentarán a la mesa de Abrahán, Isaac y Jacob.
[5] Cf  sobre todo Is 2,1-4.
[6] El Concilio Vaticano II corrobora todo esto: «En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf Act 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel... Pero todo ésto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo...  quienes creen en Cristo, pasan a constituir un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1 Pe 2,9-10).( cf Lumen gentium, 9)
[7] Cf Ex, 20.
[8]La Pascua de Pentecostés (Hech,2) es considerada como el momento más fuerte de la Iglesia, su punto de partida. El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu. Es éste el que mueve a los apóstoles a la predicación y el que garantiza la unión entre los distintos miembros de la Iglesia por encima de cualquier diferencia de cultura, raza, condición social, etc... Este espíritu fue anunciado ya por Jesús: «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5). «Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros» (Mt 10,20).
[9]  «No podéis servir a Dios y al dinero». (Lc 16,13). «El que quiera ser importante entre vosotros sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, sea vuestro esclavo» (Mt 20,26-27).        
[10] 1 Cor 12,26.
[11]«Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (por Dios) para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9).
[12] En las cartas encontramos textos donde se expresa claramente esta liberación:«Pues también nosotros fuimos en algún tiempo insensatos, desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros. Más cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del espíritu santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tit. 3,3-6)
[13] «Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; más ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz».(Ef 5,8).
[14] «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hech 2,44). «La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma» (Hech 4,32).
[15] La epístola a Diogneto, en QUASTEN, J. Patrología vol I. BAC, Madrid,1961. Pg. 239.
[16] «Acordaos de la palabra que os he dicho: El Siervo no es más que su señor. Si a mi me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20a). Cf Lc 21, 12-19.
[17] En el momento en que Cristo, y en su seguimiento, la comunidad de sus discípulos, vive la verdadera construcción de la realidad, proveniente de Dios, la mentira del mundo se desmorona inmediatamente. Si los hombres, por el contrario, desean seguir siendo «mundo», tendrán que responder con odio y con persecución para poder aferrarse a su mentira. «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15,18s)
[18] «Sed, pues, santos para mí, porque yo Yahvé, soy santo, y os he separado de entre los pueblos para que seáis míos» (Lv 20,26). La palabra “sagrado” o “santo” significan “separado”, “apartado”, en nuestro caso para el servicio de Dios. Cuando decimos que un lugar (por ej. el templo), una persona (por ej. un sacerdote), un tiempo (por ej. la semana de Pascua), etc.. son sagrados o santos, estamos diciendo que han sido separados del resto de las realidades a las que llamamos profanas para ser dedicadas de forma especial al servicio de Dios. Lo “santo” representa la presencia de Dios.  Los primeros cristianos se llamaban a sí mismos «los santos». La primitiva comunidad de Jerusalén utilizaba esta expresión como un nombre propio (cf Rm 15,25.26.31; 1 Cor 16,1; 2 Cor 8,4; 9,1.12).  Para pablo «los santos» es sinónimo de «comunidad» (cf Rm 1,7; 16,15; 1 Cor 16,1; 2 Cor 8,4; 9,1.12. La «santidad de la comunidad» es la expresión central de la que la Biblia se sirve, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, para decir con un lenguaje suyo la idea del Pueblo de Dios como sociedad divina que contrasta con el mundo.
[19] 2 Cor 5,17
[20] Las razones de esta desaparición de la Iglesia como fuerte comunidad de contraste son bien conocidas: en el año 380, el emperador Teodosio promulga un edicto en Tesalónica donde pide «que todos los pueblos situados bajo la dulce autoridad de nuestra clemencia vivan en la fe que el santo apóstol Pedro transmitió a los romanos... Los que no se sometan a esta ley serán castigados por nosotros, según la decisión que nos ha inspirado el cielo». En una palabra, la Iglesia, perseguida hasta entonces, pasa a ser perseguidora, en virtud del hecho de que todo ciudadano romano ha de ser obligadamente cristiano. Comunidad cristiana y sociedad se emparejan. Ya no hay contraste sino igualdad: ser ciudadano romano  = ser cristiano; Todavía queda entre nosotros esa mentalidad de ser español = ser cristiano. Una Iglesia así, tan asimilada a la sociedad civil, no puede ser comunidad de contraste, no tiene nada que decirle ni aportar a la sociedad.
[21] La gran mayoría de los europeos que nos “llamamos cristianos” nos movemos, como el resto de nuestra sociedad, por una refinada filosofía del bienestar, por la ley de la máxima ganancia. Vivimos y transigimos ante una sociedad en la que «lo superfluo se torna conveniente, lo conveniente se hace necesario y lo necesario se convierte en indispensable» (E. Fromm), una sociedad tolerante-represiva, es decir, tolerante mientras se respeten las reglas del juego del materialismo-consumismo, pero muy dura con los que quieren romper la dinámica del consumo. Esto hace que sea sumamente difícil “vivir un estilo de vida cristiano”, por lo que acarrea de rechazo y persecución. (cf. BESTARD, J. Corresponsabilidad y participación en la parroquia, PPC, Madrid, 1995, pg.44).
[22] Mt 13, 31-33.

Casto Acedo. Julio 2014. paduamerida@gmail.com

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