SOMOS IGLESIA (Tema I)
Un diagnóstico de nuestra sociedad [1]
Introducción
Uno que fue compañero de estudios me comentó en cierta ocasión que «la iglesia pierde el tiempo hablando a hombres que ya no existen sobre problemas que no le interesan». Con estas palabras más o menos, venía a decir que la iglesia, nuestra iglesia católica, está estancada o, como dicen otros: «viaja a remolque de la historia», sigue discutiendo «sobre la jerarquía celestial», respondiendo a cuestiones e inquietudes que son de otros tiempos y que no afectan al hombre moderno.
El núcleo del mensaje cristiano por excelencia es el «misterio de la encarnación», es decir, el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, nació, vivió, murió y resucitó hace 2.000 años. Con su encarnación, Jesucristo, «Dios y hombre verdadero», entró en la historia. Y la historia no es otra cosa que la suma del espacio y el tiempo. El hombre vive en un espacio y un tiempo, y no puede vivir a la vez en otros lugares y otros tiempos distintos, es decir, «el hombre es un ser histórico». Al encarnarse en Jesús, Dios anunció la salvación con el lenguaje, los medios y los condicionantes propios de su época. Su mensaje de salvación no lo lanzó al vacío, sino a unos hombres que vivían en una situación histórica social y personal determinada. Cualquiera que lea los evangelios puede observar cómo Jesús utiliza como plataforma para anunciar el Reino de Dios las experiencias propias de los hombres de su entorno geográfico y de su época; basta releer sus sermones y parábolas para constatar que conecta perfectamente con el lenguaje, las preocupaciones diarias, la visión del mundo, los valores, las esperanzas, … de sus coetáneos.
Si esta fue la forma de actuación de Jesús, la Iglesia, que continúa la misión salvadora de su fundador, y que -salvando las distancias- es la encarnación de Cristo en la historia [2], no puede sustraerse a los contenidos y modos de aquella tarea emprendida por Jesús. Si esto es así, no cabe duda de que el anuncio del Evangelio debe hacerse a unos hombres concretos y en un momento concreto. Es decir, la Iglesia debe responder a los problemas, inquietudes y esperanzas de los hombres del siglo que le ha tocado vivir. Si no lo hace así, si su teología, es decir, «su hablar sobre Dios», se estanca en fórmulas del pasado, no conectará con el hombre moderno y estará perdiendo sus energías inútilmente, algo que, desgraciadamente, sucede con frecuencia. Son muchos los curas y los cristianos que seguimos «echando agua en un cesto», es decir, anunciando una salvación que bien podía ser inteligible para los hombres de la Edad Media, pero no para los tiempos que corren.
El Concilio Vaticano II, muy citado, poco leído y aplicado, y que muestra un obsesivo interés por acercar la salvación de Dios a los hombres de nuestro tiempo, advierte sobre la necesidad de conocer la cultura y las circunstancias en que vive el hombre de hoy para poder anunciarle eficazmente el Evangelio. Nos lo recuerda en la constitución Gaudium et spes, documento que no le vendría mal leer de vez en cuando a todos los interesados en una renovación constante de la Iglesia.
Si esta fue la forma de actuación de Jesús, la Iglesia, que continúa la misión salvadora de su fundador, y que -salvando las distancias- es la encarnación de Cristo en la historia [2], no puede sustraerse a los contenidos y modos de aquella tarea emprendida por Jesús. Si esto es así, no cabe duda de que el anuncio del Evangelio debe hacerse a unos hombres concretos y en un momento concreto. Es decir, la Iglesia debe responder a los problemas, inquietudes y esperanzas de los hombres del siglo que le ha tocado vivir. Si no lo hace así, si su teología, es decir, «su hablar sobre Dios», se estanca en fórmulas del pasado, no conectará con el hombre moderno y estará perdiendo sus energías inútilmente, algo que, desgraciadamente, sucede con frecuencia. Son muchos los curas y los cristianos que seguimos «echando agua en un cesto», es decir, anunciando una salvación que bien podía ser inteligible para los hombres de la Edad Media, pero no para los tiempos que corren.
El Concilio Vaticano II, muy citado, poco leído y aplicado, y que muestra un obsesivo interés por acercar la salvación de Dios a los hombres de nuestro tiempo, advierte sobre la necesidad de conocer la cultura y las circunstancias en que vive el hombre de hoy para poder anunciarle eficazmente el Evangelio. Nos lo recuerda en la constitución Gaudium et spes, documento que no le vendría mal leer de vez en cuando a todos los interesados en una renovación constante de la Iglesia.
"La Iglesia sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37), para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido” (Jn 3,17; Mt 20,28; Mc 10,45)"
Para cumplir esta misión, es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza.» (GS 3b-4a).
Todo lo dicho hace conveniente introducir nuestra asamblea parroquial reflexionando sobre el mundo en que vivimos y los cambios que se han producido en nuestra sociedad en los últimos años. Tal vez ello nos pueda orientar a la hora de entender mejor qué sentido tiene y cuál es el lugar y la función de la Iglesia en los tiempos que corren.
Los grandes cambios del mundo moderno.
Es frecuente oír decir a nuestros mayores que «las cosas han cambiado mucho», que «no son como antes». Con estas expresiones, y según el tema de que se trate, están expresando algo positivo o negativo. Según la opinión general es positivo el cambio político, social, económico y laboral. Y sería negativo el hecho de la decadencia de ciertos valores que se consideran importantes: honradez, laboriosidad, servicialidad, unidad, hospitalidad, respeto a los mayores, estabilidad matrimonial, religiosidad, etc. Todos estos cambios no se han producido únicamente entre nosotros, en nuestro pueblo o región. Son la tónica general en España, en Europa y en todos los países desarrollados siguiendo los esquemas consumistas occidentales.
Nuestro mundo, y con él nuestro pueblo, en cuestión de pocos años, ha dado un giro bastante importante. ¿Cómo se han podido producir esos cambios tan acelerados en tan corto espacio de tiempo? Las razones están sobradamente estudiadas. Podemos señalar como causas más importantes:
2.- La aparición de las grandes ciudades y la movilidad desde los pequeños núcleos de población, muchos de estos amenazados de desaparición, hacen que las relaciones hayan dejado de estar marcadas por la cercanía y familiaridad y se hayan privatizado al poder elegir cada uno el ambiente donde moverse y el mundo de las propias relaciones.
Una característica del mundo de hoy es la «movilidad». La vida, que se desarrollaba antes en un entorno muy definido (pueblo, barrio) se ha dispersado en el espacio. Si el trabajo y la diversión no vienen a mí, yo me voy a buscarlos donde estén. Muchos de nuestros vecinos duermen cerca de nosotros, pero trabajan lejos de su hogar y disfrutan el fin de semana en el campo o en otros lugares. El pueblo, y con él la parroquia, que antes eran núcleos centralizados, donde se cubrían todas las necesidades de trabajo, ocio y religiosidad, se han dispersado. De este modo, las relaciones entre vecinos, que, sin caer en idealismos nostálgicos, eran de una entrañable familiaridad, han dado paso a un cierto extrañamiento. Esto ha dado paso a una mentalidad individualista en la que abunda la idea del «¡sálvese quién pueda!» y «¡que cada palo aguante su vela!». Nuestras relaciones se van privatizando, centrándose cada vez más en pequeños grupos, y sintiéndonos ajenos al resto de conciudadanos.
3.- Una tercera nota de los cambios sociales, es la elevación del nivel cultural de las últimas generaciones debido a la escolarización y el estudio. El colegio y los estudios han abierto las puertas para el conocimiento de otras formas de pensar y otras formas de vida distintas a las tenidas por todos como «las normales». Por ello no es extraño que los mayores suelan decir aquello de que «a los jóvenes no hay quien los entienda» .El bajo nivel cultural de generaciones anteriores propiciaba una casi igualdad en la forma de entender la vida. Hoy, el acceso al mundo de la cultura, las redes informáticas, con la consiguiente apertura hacia nuevas formas de entenderse y entender el mundo, hacen que las nuevas generaciones vivan de una forma que muchos mayores no son capaces de asimilar.
4.- Merece mención especial entre los últimos cambios sociales la influencia creciente de de los medios de comunicación de masas (Cine, TV, radio, periódicos, revistas... y especialmente el acceso inmediato a todo tipo de relaciones por medio de las redes informáticas y la telefonía móvil), que hacen que podamos hablar sin metáforas de la “aldea global”, un mundo donde las relaciones se universalizan y los modos de informarse parecen escapar al control de grupos dominantes.
Para ser conscientes de este fenómeno basta constatar el tiempo medio diario que dedicamos al uso de la televisión, el ordenador doméstico o el teléfono móvil. La transmisión de formas de vida, con sus correspondientes valores y sentido, que antes llegaba mayoritariamente por medio de la familia, la escuela o la parroquia, encuentra en los nuevos mass media una competencia difícil de superar.
De los cambios «externos» a los «internos».
Los desajustes personales se producen al ritmo de los estructurales. Hay una íntima relación entre persona y sociedad. Ambas se influyen mutuamente. Si importante son los cambios sociales no lo son menos los cambios personales que acarrean, y viceversa; si es importante el fuego que calienta la olla social, y el gorgoteo y el vapor que produce, tanto o más importante es «lo que se cuece por dentro» del hombre.
La sociedad no determina sólo lo que hacemos, sino también lo que somos. Las cosas no han cambiado sólo en el exterior, también en el fuero interno de las personas se han producido vuelcos importantes. Nosotros somos producto de las sociedad en que vivimos, ella nos proporciona el caldo de cultivo donde se desarrollan los valores y el conocimiento del mundo y de la vida que tenemos. La sociedad no sólo controla nuestros conocimientos, sino que además forma nuestra identidad, nuestras creencias, nuestros pensamientos y nuestras emociones. Las estructuras de la sociedad se convierten en las estructuras de nuestra propia conciencia. El ambiente económico, social y moral donde existimos no se detiene en la superficie de nuestra piel, sino que penetra en nosotros a la vez que nos envuelve.
Podemos afirmar, por tanto, que el desarrollo moderno no sólo ha transformado el aspecto de nuestros pueblos, sino que ha llegado también a nuestra conciencia. «Las cosas ya no son lo que eran», oímos decir. Y es cierto, no sólo en lo referente al mayor nivel de vida y libertad, sino también al «sentido» que le dábamos a determinadas realidades como el trabajo, la amistad, la familia, la sexualidad, la religión...
Del espíritu «comunitario» al «asociativo».
Hay una íntima conexión entre la exterioridad donde se vive y la interioridad que cada uno vive. No somos personas ahistóricas sino insertas en nuestro tiempo y nuestro entorno. Si bien es verdad que somos libres para escribir nuestra historia, no lo es menos que la corriente histórica social marca nuestra forma de entendernos a nosotros mismos y al mundo. Llevados por la corriente modernista hemos ido dando pasos desde la sociedad tradicional donde prevalecía la cercanía física y moral (costumbres), a la sociedad moderna propia de las grandes ciudades, donde prevalece el extrañamiento y la dispersión de sentidos y valoraciones morales. Y sin darnos cuenta apenas, sin prisas pero sin pausa, nos hemos ido deslizando del «espíritu comunitario» al «asociativo». Para entender mejor este paso, lo explicamos a continuación..
Hasta hace poco la vida se basaba en relaciones naturales, espontáneas e íntimas. El contacto humano era continuo, lo que ayudaba a crear un clima íntimo equivalente a «lo familiar», lo «cercano» y sincero. Las personas eran tratadas más como «fines en sí», y no tanto como medios para otros intereses. Este modelo social podríamos denominarlo comunidad, el lugar donde se comparte lo que más valoran los hombres: la sangre, la localidad, la amistad, las creencias religiosas y morales, etc... Los individuos pertenecientes a una comunidad se entregan en cuerpo y alma al destino colectivo; no se conciben a sí mismos como individuos aislados con entidad propia y autónoma. Como en una familia, el sentido comunitario supone que cuando uno triunfa o cae en desgracia es toda la comunidad la que participa de esos hechos.
Esta sociedad tradicional va dando paso al nuevo modelo, que podríamos denominar como asociación, entendiendo ésta como el ámbito donde los hombres se relacionan de forma artificial y racional. No es extraño encontrar en nuestro pueblo o barrios muchas asociaciones: asociaciones deportivas, culturales, de amas de casa, de vecinos, etc... En las asociaciones, más que el trato personal en profundidad, predominan los intereses, el intercambio, el contrato, el mercado. Más que buscar una comunicación profunda de los propios sentimientos y vivencias, se busca la forma de «llenar el tiempo», de divertirse (diversión = dispersión), de realizar actividades que copen el tiempo libre, pero sin llegar a la comunicación-comunión de ideas, experiencias y proyectos personales. Cuando uno se asocia lo hace casi siempre en función de un beneficio particular. Por ello, a la hora de tomar decisiones o elegir dentro de la sociedad se legitima que uno busque su propio interés antes que el comunitario, algo impensable en la comunidad. Por otra parte, el alta o la baja en la nómina de una asociación no supone un desajuste en la vida del asociado. No ocurre lo mismo en la «comunidad», donde los lazos son más íntimos y familiares y donde la ruptura y separación no se producen sin un desajuste personal y emotivo importan.
No es difícil interpretar este dato confrontándolo con el hecho de que la Iglesia y su misión se inclina más al espíritu comunitario que el asociativo.
Una vez que hemos indicado los cambios externos e indicado que esos cambios influyen en la interioridad, resumamos algunos de los rasgos de la nueva conciencia que, de forma muy sutil, ha arraigado en nosotros desde nuestro ambiente:
a) No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que a nuestro alrededor flota una mentalidad consumista. Basta ser mínimamente observador para darse cuenta de que, a grandes rasgos, el objetivo último que persigue el hombre de nuestro siglo es el consumismo[3]. «El estado del bienestar», del que tanto se habla, se edifica sobre «una mentalidad consumista». Por ello, la vida diaria se ve bombardeada constantemente no sólo con nuevas tecnologías, nuevos inventos, nuevos artículos de consumo, sino también con los nuevos planteamientos de vida que esa mentalidad trae consigo y que el «estado del bienestar» exige.
El valor más importante de nuestro tiempo es, sin duda alguna, el dinero, ya que éste es la llave que abre las puertas del consumo. Lo más importante, la clave de todo, está en conseguir el máximo beneficio con el menor esfuerzo, la mayor producción con el menor gasto[4] . Y con estos planteamientos, los valores que predominan son la funcionalidad y la utilidad.
Al situar estos valores por encima de cualquiera otros está claro que prima aquello del «tanto tienes (mejor: tanto consumes), tanto vales». Nace así la tendencia a valorar a las personas y su valor social desde el poder económico y la posibilidad de consumo que dicha función reporta[5], más que por lo que vale como «persona en sí». ¿Quién no tiene la tendencia inmediata de preguntar a qué se dedica la persona que acaba de conocer? ¿Y quién no admira a quienes se pueden permitir los mayores lujos? Y es que, como hombres de nuestro tiempo, no podemos evitar la valoración de una persona en razón de su posición social y capacidad de consumo consiguiente. El mayor inconveniente que produce ésta mentalidad es el hecho de que en la sociedad industrial convertimos a las personas en objetos, en “cosas”, en sujetos productivos y consumistas. Cuando las cosas son así, los ancianos, los parados o los discapacitados por cualquier causa, no sólo son minusvalorados por pertenecer al grupo de los que no pueden consumir dada su situación, sino que además se sienten ellos mismos desgraciados, inútiles y rechazados.
El consumismo dirige al hombre hacia sus intereses privados, que se anteponen a los valores comunes[6] convirtiendo al egoísmo en sostén de los nuevos tiempos y al individualismo en la moral reinante. De esta manera no hay inconveniente ninguno en aplicar, parafraseado, el «principio de Caifás», según el cual «es mejor que perezca el hombre antes que sea destruido el sistema»[7]. Si el hombre es sólo una pieza del engranaje productivo, no podemos extrañarnos de nuestra insensibilidad hacia los inmigrantes que vienen a desequilibrar la balanza económica o nuestro silencio o asentimiento sobre la conveniencia de legalizar el aborto o la eutanasia. Lo importante es mantener la gran maquinaria del «sistema del bienestar social», del acceso al consumo de bienes aunque sea a costa de eliminar las piezas que sobran o que, por sus características, no encajan en el engranaje.
b) Junto al consumismo, y como emergiendo desde él, podemos mencionar el pluralismo como otra de las tónicas de nuestro mundo.
La categoría moderna por excelencia es la «elección». Hasta hace muy poco, todo «nos venía dado»: el lugar donde vivir, el trabajo a desarrollar, el sistema político y social, las normas morales, la religión, incluso la misma esposa o esposo, etc...Ahora la vida individual se concibe como una serie ilimitada de momentos de elección. Se elige el sistema político, la marca del coche, la vivienda, la religión, el número de hijos, … incluso se aspira a elegir incluso el “género”, separándolo del “sexo” en una especie de libertarismo esquizofrénico. El mito del crecimiento económico y técnico ilimitado se alimenta en la creencia de que «siempre habrá más y más cosas entre las que elegir», yendo incluso más allá de los límites que de siempre ha impuesto la naturaleza. En la vida se trata de pasar constantemente de lo ya conseguido a lo nuevo por conseguir, viviendo en la tensión propia de quienes aspiran a “ser como dioses” (Gn 3,5).
Esto, que se experimenta en lo relativo a los bienes de consumo, ha pasado también a la conciencia de los hombres, de tal modo que, lo que antes se consideraban valores objetivos y válidos para todos los hombres, tales como la fe en Dios, o el modelo de familia, han pasado a ser entendidos como el resultado de elecciones particulares. Por ello es correcto pensar que el problema del «relativismo moral» (nada es seguro, todo depende del cristal con que se mire) es el fruto de una trasposición de «las elecciones» propias del consumismo al campo de la conciencia.
Hasta hace poco, el orden de las cosas se asentaba mayoritariamente en el cristianismo, con su doctrina y sus certezas morales fijas. Hoy, si somos mínimamente realistas, hemos de aceptar que la base cristiana de nuestro pueblo está sufriendo una desintegración progresiva. Principios y valores cristianos que parecían inconmovibles se ponen ahora en duda.. Las certezas absolutas parecen ser recuerdos del pasado. El ambiente en que nos movemos está marcado por tal variedad de modos de entender la vida que podemos decir que nuestra sociedad es marcadamente pluralista. Hay multitud de formas de interpretar la vida. Merced a los medios de comunicación, las distintas visiones del mundo y las distintas escalas de valores se difunden rápidamente entre nosotros. Este fenómeno nos está obligando a una especie de «acuerdo de convivencia» con diversidad de personas que poseen valores morales y visiones de la realidad radicalmente distintas de las propias. Por ello, una virtud que cada vez se hace más necesaria entre nosotros es la tolerancia[8], o sea, el respeto y la consideración hacia las opiniones y las prácticas de aquellos que piensan y viven de forma diferente a nosotros, y que al tiempo exijamos que sea respetado y considerado nuestro propio estilo de vida.
Es un hecho consumado que la religión ha ido perdiendo fuerza y presencia entre nosotros al pasar de ser algo que nos venía dado en el ambiente a ser una creencia que es aceptada o rechazada a voluntad por el individuo. Al perder las verdades religiosas su status de «certezas», se han convertido en objeto de elección. La fe ya no es algo socialmente dado, sino que habrá de ser alcanzada individualmente, y ello es más difícil de conseguir en una situación pluralista, donde la religión vive una crisis de credibilidad, dónde la cualidad autoevidente de Dios se ha perdido y donde las creencias religiosas quedan en la conciencia individual más que en hechos del mundo exterior. Pertenecer o no a una comunidad cristiana, que antes nos venía dado por el hecho de nacer en un pueblo formalmente cristiano, es hoy fruto de una opción personal; opción que corre el riesgo de esfumarse si no encuentra el apoyo de una comunidad adecuada que pueda alimentar la fe y capacitarla para el único testimonio creíble: el de la vida comunitaria.
c) Una tercera consecuencia derivada de la situación actual, según los especialistas en el tema, los sociólogos, es lo que han dado en llamar la anomía (carencia de valores) [9]
Hasta no hace mucho, la interpretación de la vida de nuestro pueblo y los valores morales consecuentes quedaban más o menos unificados por la visión cristiana del mundo y del hombre. Fueran cuales fueran las diferencias entre nosotros había un orden «divino» que lo explicaba y unificaba todo. Todos los sectores de la vida diaria estaban integrados y unificados por el hecho religioso. Pero las cosas van dejando de ser así. Entre nosotros son cada vez más los que miran al mundo y a sus vidas prescindiendo de las interpretaciones religiosas. La «seguridad» que ofrecía la religión como elemento unificador va desapareciendo. La «elección» va dando paso al ya mencionado pluralismo, a las «muchas formas de entender la vida y de entenderse el hombre a sí mismo», con el consiguiente declive no sólo de las certezas morales[10] y religiosas, sino también de las relativas a la identidad del propio individuo.
El hombre moderno tiene que preguntarse continuamente qué es lo que puede creer, qué es lo que debe hacer, y, en último término, quién es él. El individuo goza hoy de una enorme libertad para inventar su propia vida privada particular. Esto tiene sus ventajas, aunque también sus inconvenientes, y el principal de ellos es que la mayoría no sabe cómo construir un universo de valores, y se sienten frustrados cuando se enfrentan a la necesidad de hacerlo. Por ello, antes que enfrentarse con la ardua tarea de construirse a sí mismos, prefieren dejarse llevar por la corriente social que le acarree menos problemas. El miedo a la libertad [11] acaba por hacer del hombre un ser sumiso a los dictados de la mayoría, sumisión que se manifiesta en algo tan familiar y omnipresente como la moda[12]. «Estar de moda» o «ir a la moda» son expresiones que encierran en sí la afirmación de haber renunciado a la propia identidad, o lo que es lo mismo, a la propia libertad.
Y es que, encontrar respuesta a las preguntas acerca de qué debo creer, qué debo hacer y quién soy, no es una tarea fácil, ya que la respuesta no está escrita en ningún libro, y nadie la puede dar por otro; la respuesta sólo satisface cuando se da desde la propia vida, y con el riesgo añadido de que si ésta no es satisfactoria surge lo que llamamos «falta de sentido», una de las mayores amenazas de nuestro tiempo. La «falta de sentido» es aquella situación social en la que el individuo se ve privado de lazos estables y seguros con otros seres humanos y en la que carece de significados capaces de dar a su vida una orientación adecuada. La persona que padece esta carencia vive en una situación de desarraigo, de desorientación y de no sentirse a gusto en el mundo. Ha perdido los «valores morales» que deberían servirle de motor para seguir viviendo con optimismo y esperanzas de futuro.
Esta situación de falta de sentido, y la consiguiente ausencia de «valores» por los que merezca la pena vivir, es difícil de soportar. Cuando se da la falta de sentido el hombre se experimenta como arrojado del mundo, que es su casa. Son muchos los hombres que hoy sufren o han sufrido los efectos de la «falta de hogar», la insatisfacción vital a pesar de tener al alcance de la mano todo lo necesario para vivir materialmente bien. Los estados depresivos, cada vez más frecuentes entre nosotros, son síntomas de la nostalgia por «sentirse en casa » en la sociedad, consigo mismo, y, en último término, en el universo.[13]
d) Finalmente mencionaremos el fenómeno de la privatización de la vida. Es claro que todo «proyecto de vida» personal se plantea y se desarrolla dentro de las coordenadas establecidas por las instituciones públicas, pero, gracias a la vida privada, puede vivirse subjetivamente al margen de ellas. La sociedad pluralista puede proporcionar al individuo muy pocas certezas de las que poder vivir, pero le ofrece libertad para buscar dichas certezas en grupos religiosos, deportivos, terapéuticos u otras relaciones sociales voluntarias.
Como contraste y compensación a la pluralización de la vida pública, se ha fomentado lo que se suele llamar «vida privada», es decir, un sector social en el que el individuo puede satisfacer sus necesidades afectivas y emocionales, y en el que goza de una considerable libertad de acción para construirse «pequeños mundos» donde pueda cultivar un mínimo de certeza. Así, una persona puede experimentar insatisfacción en su trabajo y encontrar profundas satisfacciones en su vida familiar e íntima. La vida privada constituye hoy día, y para la mayoría de los individuos, el principal objetivo de sus esfuerzos. En ella se permite exteriorizar los impulsos «reprimidos» en la vida pública, puede manifestarse más sinceramente, ser más él mismo. En el grupo familiar o de amigos uno puede expresar sus verdaderas ideas y sus más íntimos sentimientos sin temor al rechazo. Esto explica la ansiedad en que viven gran número de trabajadores, que experimentan su trabajo como una esclavitud y que encuentran en el fin de semana, vivido en la privacidad del hogar o las amistades, la compensación a los descontentos laborales[14] .
Sin embargo, la huida hacia la privacidad es eso, una «huida», una solución deficiente, puesto que las compensaciones que ofrece son frágiles y artificiales, limitadas a un espacio (familia-amigos) y un tiempo (tiempo libre). Cuando la vida privada se vive como «huida» del mundo, de sus problemas, de sus injusticias, de su «sin-sentido» y evasión del compromiso en la búsqueda de soluciones, estamos promoviendo el «pasotismo», que no soluciona los problemas sino que los agrava y retrasa su solución.
La respuesta a la falta de valores no está en la fuga mundi, en la huida de la realidad. Frente a la privacidad habría que poner la vida comunitaria, donde las diferencias de raza, sexo, edad, económicas, culturales, ideológicas, etc... son superadas por un algo (la fe en el caso de la comunidad cristiana) que posibilita la unidad en la pluralidad y el descubrimiento de genuinos valores humanos como la justicia, la paciencia o el amor como donación.
Para que ese algo emerja se requiere que las formaciones institucionales (iglesias, grupos políticos, asociaciones voluntarias...) se construyan de forma que puedan satisfacer las exigencias de estabilidad y seguridad. ¿Cómo? Evitando la burocratización y el anonimato. Una persona no puede realizarse como miembro de una institución donde no tiene nombre propio, donde no puede sentir el calor de ser algo más que un papel o un dato en la nómina, donde no puede vivir porque le tienen organizada la existencia. Sólo cuando las instituciones estén personalizadas y humanizadas serán capaces de dar un «sentido global compartido, satisfactorio y plenificante» a los grandes interrogantes sobre la existencia que han sido comunes a todos los tiempos: la muerte, la tragedia, la obligación moral, el sentido del amor y del sacrificio, etc..
La Parroquia debe tomar nota de ello. Es grave que se acuse a la Iglesia-institución de ser excesivamente lejana y burocrática. Y es mucho más grave cuando esa acusación es cierta, porque la Parroquia es la Iglesia aquí y ahora. Crear un ambiente en el que los hombres se sientan acogidos, respetados, queridos, donde se sientan tan agusto como en casa, donde puedan experimentar vitalmente los valores evangélicos, debe ser una tarea prioritaria en cualquier Parroquia.
Conclusión
En un mundo así, tal como lo hemos descrito, está la Iglesia. No podemos dar la espalda a la realidad. En lo externo vivimos un tiempo de desarrollo industrial, de nivel cultural en alza, de gran influencia de los medios de comunicación. En lo interno, el hombre moderno se experimenta como consumista, poco dado a las certezas absolutas, amante del pluralismo y enemigo de cualquier norma o fundamento que quiera monopolizar lo que considera más sagrado: su vida privada.
Pero no las tiene todas consigo. La escisión entre lo público y lo privado le hace ser víctima de profundas insatisfacciones a pesar de gozar de un nivel de vida material aceptable. Necesita un «sentido» que englobe toda su existencia: su ser personal, su ser comunitario y su ser social.
A este hombre y a este mundo tiene que dar respuesta la Iglesia. Esta tierra es el «campo de Dios» que habrá que sembrar con la semilla de la Palabra, la masa donde los cristianos hemos de ser levadura. La forma de «ser Iglesia» en las nuevas circunstancias habrá de ser «reinventada». Las viejas fórmulas pastorales, que partían de una situación de cristiandad han de ser revisadas, y según el caso renovadas o eliminadas.
¿Está nuestra iglesia-Parroquia en condiciones de responder a este reto? ¿Poseen los cristianos de nuestro pueblo la suficiente energía y claridad de ideas para afrontar una «nueva evangelización»? Y, en su caso, ¿Cómo llevarla a cabo?
PARA EL DIALOGO Y PUESTA EN COMUN
1.- ¿Qué frase o afirmación te ha llamado más la atención? ¿Porqué?
2.- ¿Crees que el análisis de nuestra sociedad es correcto? ¿Qué le falta? ¿qué le sobra? ¿Se refleja en nuestro pueblo o barrio el análisis expuesto?3.- ¿Estas convencido de que ya no estamos en una situación de cristiandad? ¿En qué lo notas?
4.- La fe -hemos dicho-, en una sociedad pluralista, es una opción personal. ¿La vives como «tu opción» o por tradición? ¿Cómo ves esto en tu entorno?
5.- ¿Crees que la religión es un asunto privado o tiene algo que ver con la vida pública de la persona creyente? ¿Por qué?
6.- ¿Crees que la religión cristiana puede seguir ofreciendo un «sentido» global a la vida del hombre moderno? ¿Por qué?
NOTAS
[1] Para una profundización del tema: Vaticano II, Gaudium et spes, nº 4-10; BONETE PERALES, E. La faz oculta de la modernidad, Ed. Tecnos, (Madrid 1995); y RUIZ DE LA PEÑA, J.L. “El lado oscuro de nuestra cultura”, en Crisis y apología de la fe, Ed. Sal Terrae, Santander, 1995, pp 17-111.
[2] «... se la compara (a la Iglesia), por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf Ef 4,16)» (LG,8). Nótese que se dice analogía y no igualdad. La diferencia es bien conocida: Jesucristo es Dios hecho hombre, igual a todos los hombres, excepto en el pecado. La Iglesia es la comunidad de los hombres que hace presente a Dios en la historia, pero la iglesia es a la vez santa y pecadora, «casta meretrix», en una definición clásica.
[3] Distingamos entre «consumo» (= algo necesario. El hombre, para subsistir, no tiene más remedio que consumir, es ley de vida) y «consumismo» (= deseo incontrolado de consumir mucho más de lo estrictamente necesario; deseo que se transforma en ansia insaciable y único objetivo de la vida).
[4] Uno de los síntomas más relevantes de nuestra sociedad consumista es el juego de azar. Todos nos decimos amantes de la solidaridad y la igualdad, decimos que la justicia es uno de los valores más altos, pero no dejan de ser palabras lanzadas al viento. Basta comparar lo que el ciudadano de a pie gasta en loterías y otros juegos con sus aportaciones económicas para acciones solidarias. El balance sale bastante desequilibrado. Aunque cuesta aceptarlo, los valores predominantes pueden ser medidos con bastante exactitud con el aserto de «dime donde gastas tu dinero y te diré lo que más valoras».
[5] Podríamos decir con Zygmunt Bauman que nuestra sociedad ha dejado de ser “sociedad de productores para ser sociedad de consumidores, ya no se valora tanto el tipo de trabajo que realizas sino la capacidad de consumo que te puedes perimitir. La éticad el trabajo, en este caso, pasa a segundo plano” (cf Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Ed Gedisa. pgs 39-40)
[6] Según la concepción tradicional mi bien como hombre es el mismo bien de aquellos otros que constituyen conmigo la comunidad humana. Para la mentalidad moderna esta coincidencia del bien personal y el bien comunitario es una quimera, pues el individualismo ha fomentado la idea de que cada hombre busca por naturaleza sus propios deseos; ya no se concibe la sociedad como una comunidad moral de ciudadanos, sino como un conjunto de convenios institucionales para imponer la unidad burocrática a una sociedad que carece de «consenso moral auténtico». Hoy resulta impensable que la sociedad oriente al hombre en valores, virtudes o modelos de vida buena.
[7] Jn 11,49-50: «Uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo (al sanedrín), les dijo: -Estáis completamente equivocados ¿No os dais cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación sea destruida?».
[8] No me gusta la palabra tolerancia, que tiene unas connotaciones negativas, como si fuera un rechazo contenido, prefiero la palabra respeto, que supone conocer al otro y amarlo con independencia del estar de acuerdo o no con sus ideas
[9] La palabra «anomía» es un término clave en sociología. (a = sin; nomos = fundamento, regla, norma). Los sociólogos más representativos coinciden en la falta de valores, de fundamento, de «sentido de la vida» que preside nuestro tiempo. Para comprender las consecuencias de esto, hemos de entender que «ser humano» es realizarse como persona, vivir en un mundo o en una sociedad que está ordenada y que da «sentido a la vida». La vida necesita de un «sentido último» que unifique sus distintas facetas.
[10] Las creencias religiosas siempre han impuesto normas morales a la cultura, señalando los límites del actuar humano, la subordinación de los impulsos a la conducta moral, y, en definitiva, han custodiado «las puertas de lo demoníaco», es decir, de la naturaleza humana sin frenos ni controles externos e internos.
[11] El pensador E, Fromm escribió un magnifico libro donde demuestra como el hombre, situado ante sí mismo, tiene miedo a la libertad, y prefiere dejarse llevar por la corriente de pensamiento reinante o por el líder de turno, que se encargan de pensar por él. El crecimiento de las sectas son un síntoma evidente de ese miedo a la libertad.
[12] La moda no es sólo cuestión de estética en el vestir, o en el arte. También el mundo de las ideas está sometido a los dictámenes de «lo que se lleva» o «lo que se debe llevar» si uno no quiere ser rechazado por el resto de los humanos. Siguiendo fanáticamente los dictados de la moda, el individuo pretende escaparse de sí mismo. No vive, se des-vive viviendo no según él sino según las directrices que le vienen de los slogans del ambiente.
[13] En el terreno religioso, la falta de certidumbre de conocimientos y normas morales ha conducido a la religión a una seria crisis de credibilidad. pero el problema más grave no es éste; más grave aún es el hecho de que la religión ha suministrado diversas «teodiceas» (explicaciones de los acontecimientos humanos con las que trata de dar sentido a las experiencias del sufrimiento y del mal) que llenaban de sentido las más dolorosas experiencias de la condición humana; la sociedad moderna ha puesto en peligro la credibilidad de las teodiceas religiosas, pero no ha suprimido las experiencias que las originaban. Los seres humanos siguen padeciendo la enfermedad y la muerte, siguen padeciendo la injusticia social y la privación. Los diversos credos e ideologías seculares que han surgido en la era moderna han sido ineficaces a la hora de suministrar explicaciones satisfactorias. La afirmación moderna de Nietzsche «Dios ha muerto» es como decir que los vínculos sociales, sostenidos por lo religioso, se han roto y que la sociedad está muerta.
[14] Como signo del valor tan importante que damos a «lo privado» podemos fijarnos en el empeño con que procuramos el máximo de comodidades en nuestras viviendas, el mimo con que preparamos nuestro «rinconcito», en contraposición con lo poco que valoramos y cuidamos los lugares y locales públicos. Vemos en ello la alta estima que profesamos hacia lo individual y la poca consideración hacia lo social y comunitario.