lunes, 7 de marzo de 2022

Iglesia 3

LA IGLESIA QUE JESUS QUERIA
Una comunidad de contraste[1]


«Jesús anunciaba el Reino y lo que vino es la Iglesia». La frase no es mía, es de un teólogo de principios del siglo XX[2], y ha hecho historia, se cita normalmente para sugerir que la Iglesia es algo ajeno a los deseos de Jesús. Que Él lo único que hizo fue anunciar el Reino de Dios y su justicia y  lo que resultó, contra su voluntad o al margen de ella, fue una institución jurídica.

Como quiera que la afirmación podemos considerarla abusiva, sin embargo, nos puede servir como resumen del descontento que supone para muchos el tener que aceptar una Iglesia donde  realizar su vida cristiana. Y es que la Iglesia no siempre responde a las expectativas que suscita en aquellos que quieren adherirse al movimiento iniciado por Jesús de Nazaret y plasmado en los evangelios. Por eso muchos, tal vez entre ellos tú,  se preguntan: ¿Quiso Jesús una Iglesia? ¿fue voluntad del Nazareno fundar una institución que siguiera su misión? Y, en caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿cómo debería ser ésta?

¿Qué nos dice la Biblia?

Al comentar, en el primer tema de esta Asamblea las características del mundo de hoy, cuando señalábamos el paso de la sociedad tradicional, con un sentido más comunitario, a la sociedad moderna, más individualista, ya estábamos diciendo implícitamente que la experiencia cristiana de iglesia se hace sumamente difícil hoy. ¿Por qué? Porque la Iglesia es fruto de una experiencia comunitaria.

Ya en el Antiguo Testamento nos encontramos con que Dios escoge un pueblo concreto de entre los muchos pueblos que existen en el mundo para convertirlo en signo de salvación[3] . No es que despreciara a los otros pueblos. Éstos, fascinados por la salvación que pueden observar en Israel se sentirán arrastrados espontáneamente hacia el Pueblo de Dios. No se acercarán al pueblo elegido como consecuencia de un trabajo misionero bien organizado. La fascinación que ejerce el Pueblo de Dios los arrastrará.[4]  Cuando el pueblo de Dios resplandezca como señal entre los restantes pueblos [5] éstos podrán aprender del Pueblo de Dios.  Es más: confluirán hacia Israel para participar de la gloria de Dios en y por medio de Israel. Pero esto sólo podrá suceder cuando Israel sea reconocible verdaderamente como “signo de salvación.”,  cuando su testimonio de vida como comunidad sea tan patente que los demás pueblos se sientan fascinados por su testimonio.

No perdamos esto de vista: Dios se busca, de entre todas las naciones del mundo, un pueblo único, con la intención de hacer de éste pueblo un signo visible de salvación. Dios sigue un camino sorprendente para implantar su soberanía en el mundo; comienza de una forma muy humilde, con una familia (la de Abrahán), un clan, un grupo, un pequeño pueblo. Gracias a esta forma de actuación su Reino se va introduciendo sin violencia,  por la seducción, llamando a la libertad de seguir el ejemplo de aquellos que fueron llamados en primer lugar[6] .

En la Sagrada Escritura podemos observar que Israel tenía una conciencia comunitaria muy acentuada. Se sentían «pueblo elegido». Dios los había elegido, había hecho una Alianza con ellos[7], los había librado de la esclavitud de Egipto, toda su existencia se la debían a esta elección de Dios y la alianza. Alianza hecha no con un individuo concreto, sino con el pueblo en su totalidad, por eso se sentían una comunidad con un destino colectivo, en el cual todos participan de los beneficios y perjuicios de cada uno de los miembros.

Siguiendo el mismo esquema, Jesús escogió a Doce apóstoles a los que fue llamando para formar un grupo que le acompañase. Cuando él se marcha los envía a anunciar el evangelio a todas las naciones. No elige y envía a un discípulo, sino al grupo de los doce, que representan a las doce tribus de Israel. A este «nuevo Israel» les aconseja mantenerse unidos y dejarse llevar por el Espíritu que recibirán en Pentecostés[8] , que renuncien a los intereses particulares, ya sean económicos o de poder[9], y se dediquen al servicio de Dios y su causa. Por la predicación de los Doce la semilla del Evangelio se va extendiendo y nacen las primeras comunidades cristianas, las primeras iglesias. Ellas, como el antiguo pueblo,  también tenían un sentido comunitario y de corresponsabilidad muy agudizado. Nos lo explica san Pablo cuando habla de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y en ese cuerpo ningún miembro se libra de la influencia de los otros. «¿Que un miembro sufre? Todos los miembros sufren con él. ¿Que un miembro es agasajado? Todos los miembros comparten su alegría».[10]

Sin ese sentido comunitario es difícil entender el misterio de la Iglesia. De ahí la dificultad actual a la hora de entender la Iglesia y de entenderse uno  como parte viva de ella. Si lo que prima es el individualismo, el aislamiento y la religión ha pasado a formar parte de la vida «privada», ¿Cómo experimentar la necesidad de la comunidad?

Algo en común: la experiencia Pascual.
 
¿Qué es lo que mantenía unidos a los primeros cristianos? ¿Cómo explicar que estuvieran incluso dispuestos a dar su vida por el Nazareno? ¿De dónde les venía la perseverancia y el fuerte sentido de Iglesia?

El viejo Israel se sentía pueblo elegido,  pueblo salvado por Dios de la esclavitud y el destierro, pueblo con el que Dios había hecho una Alianza. Habían experimentado, vivido, el poder salvador de Dios. El Nuevo Israel, la Iglesia, los primeros cristianos, también se sentían elegidos[11], también tenían experiencia de la salvación de Dios. Cristo les ha salvado de la esclavitud de los nuevos faraones (la ambición, el deseo de poder, la envidia...)[12]. Esa experiencia Pascual, esa experiencia de que con Cristo habían pasado de las tinieblas a la luz[13], el descubrimiento de Cristo, en definitiva, había dado un nuevo sentido a sus vidas. Y ese tesoro que habían descubierto en Jesús y su evangelio no estaban dispuestos a cambiarlo por nada. Ese es el secreto de las primeras comunidades, el secreto de su fortaleza: su “experiencia de Dios”.  Vivían unidos por una misma experiencia, se sentían partícipes de la misma vida[14] . Dios les propuso una Nueva Alianza y ellos habían dicho “sí”. No opusieron resistencia a la gracia de Dios, asintieron a sus propuestas; y la Pascua de Cristo, su Palabra, su muerte y resurrección, el paso de Dios por sus vidas, la experimentaron no teoría, sino como realidad que les cambió. Y por eso se sentían Iglesia, porque todos se sabían partícipes de la misma salvación, discípulos del mismo Maestro, unidos por el mismo Espíritu.

Tal vez nuestras comunidades, nuestra parroquia, no encuentra su auténtico camino porque los que nos decimos sus miembros aún no hemos pasado por esa experiencia personal de salvación. No olvidemos que la Iglesia es una comunidad, pero no anónima, sino constituida por unas personas concretas. Si no tenemos experiencia personal de fe, si nos resistimos a la gracia de Dios, si no estamos dispuestos a decir “sí” a Cristo, si, en definitiva, no ponemos a Dios en el centro de nuestras vidas, no puede haber parroquia. Como mucho tendremos un grupo unido por otros intereses (¿costumbre?, ¿acallar la conciencia?, ¿escapar de la soledad?) pero nunca por el Espíritu de Dios. La existencia de una verdadera Iglesia pasa por dejarse seducir por Dios, por no poner resistencias a su deseo de liberarnos de nuestras ataduras. Pasa, en definitiva, por la fe, que no es otra cosa que asentir personalmente a la voluntad de Dios.

Una comunidad de contraste.

La fuerza de los primeros cristianos no venía de ellos, sino de Dios. Esas comunidades eran signos de la presencia de Dios. Lo eran por su fe, pero, ya sabemos que la fe no se puede ver. Son las obras las que la manifiestan. Un testimonio comunitario tan original no podía dejar de llamar la atención. En el siglo III, época de persecuciones, y de progresiva expansión de los cristianos, encontramos un texto donde contemplar la originalidad de la joven iglesia:

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás (...) Habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta admirable y, por confesión de todos, sorprendente.

Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. (...) Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y de todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se los mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se los maldice y se los declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se los injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si les dieran la vida»[15].

 Dos cosas destacamos en este texto:

*Primeramente, el estilo de vida de los primeros cristianos. El texto pone al descubierto lo que los técnicos llamarían de forma muy solemne “el hecho diferencial cristiano”. Nosotros, con palabras menos solemnes lo podemos llamar el nuevo estilo de vida  revolucionario  inaugurado por Jesús. Una revolución es un giro, un cambio de sentido, una subversión de los valores existentes. Y eso es lo que llevaron a cabo aquellos hombres seducidos por el mensaje y la vida de Jesús: una auténtica revolución.
Los principios revolucionarios los podemos encontrar resumidos en el «sermón del monte» (capítulos 5 al 7 de Mateo), un texto que cada cristiano debería releer y meditar más a menudo, porque ahí tenemos la carta magna de la Iglesia, el lugar donde se revela la identidad del auténtico discípulo de Jesús. Siempre que leemos el sermón del monte, con las bienaventuranzas y las recomendaciones sobre las actitudes pacifistas, la renuncia al dinero, la oración, etc... tenemos la tendencia a hacer una lectura individual. Leámoslo aplicado a la comunidad y tendremos una lectura nueva, porque en él propone el Maestro todo un programa de vida comunitaria. Baste como clave la llamada que se hace a la Iglesia  para ser luz

«Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro; sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,14-16)

Podemos decir que los cristianos a los que se refería el texto de la carta a Diogneto, eran luz, ciudad situada en lo alto de un monte que iluminaba las oscuridades de sus conciudadanos. Habían cambiado el perdón por la venganza, la maldición por la bendición, el amor por el odio, la bondad por la maldad... Eran signo de Dios, verificación de su presencia entre los hombres, y, sin grandes discursos ni sermones, fascinaban y atraían a muchos hacia Dios.

*Pero no hay revolucionarios sin contrarrevolucionarios. En la carta a Diogneto también se nos ofrece el catálogo de las injurias y las persecuciones  a las que la nueva doctrina se ve sometida. Ya advirtió Jesús que si el Maestro fue perseguido, injuriado, crucificado, no podía serlo menos el discípulo[16]. Ser cristiano suponía para la sociedad pagana una subversión de sus valores, sus costumbres y sus intereses. Con su estilo de vida comunitario, al igual que hizo Jesús, los nuevos creyentes se contraponían a la sociedad de su tiempo. La persecución surgió como un fenómeno lógico. Cuando la gracia de Dios se mueve los demonios del dinero, el poder, la envidia, el odio, la injuria, la ira, etc. se sienten molestos y no pueden menos que reaccionar.

En la oración sacerdotal de Jesús recogida en el Evangelio de san Juan, se muestra claramente la situación de contraste y rechazo que vive el discípulo frente a la sociedad pagana (mundo)[17]:

«Yo les he dado tu Palabra y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo como yo no soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me consagro a mí mismo para que ellos sean consagrados también en la verdad» (Jn 17,14-19). 

«No son del mundo como yo no soy del mundo» significa que con Cristo ha entrado en la historia algo completamente nuevo que la sociedad humana no puede suscitar por sus propios medios. Cristo es lo absolutamente distinto y nuevo en lo que la santidad y la verdad de Dios se han hecho, ¡por fin!, definitivamente presentes. Y allí donde se cree su palabra y se vive de su verdad nace en el corazón del mundo lo nuevo y lo distinto, el espacio santo de la verdad. Los que han sido santificados por Cristo y viven en su verdad se distinguen así nítidamente de la sociedad restante, de su mentira, de su no-verdad institucionalizada. El resto de los hombres los odiará porque desenmascaran la mentira que se esconde en su interpretación y construcción social de la realidad.

Aquellos primeros discípulos, sin embargo, no se avergonzaban de ser injuriados y maldecidos por su nueva fe, al contrario, se sentían orgullosos porque en la persecución, aparte de comprobar la autenticidad de su fe, tenían la oportunidad de imitar a su Dios crucificado.

La Iglesia, alternativa social

La Iglesia, yo, tú, nosotros, estamos llamados a hacer presente el mismo estilo de vida de las primeras comunidades, a romper desde la fe en Jesucristo, con la «situación demoníaca» del relativismo moral, el  individualismo, el afán de dominación, etc. En verdad, Jesús nunca llamó a un cambio político-revolucionario de la sociedad, pero la conversión que exige como consecuencia de su mensaje del Reino de Dios, quiere poner en marcha un movimiento frente al que las revoluciones de cualquier otro tipo son puras bagatelas.

 Las primeras comunidades cristianas se entendieron esencialmente como comunidades contrapuestas frente al paganismo, como «pueblo santo» que debía diferenciarse de la sociedad pagana[18], una sociedad alternativa a la creciente corrupción del imperio romano decadente. La irrupción de lo radicalmente nuevo en un mundo viejo y caduco es una de las ideas predilectas del Nuevo Testamento. Al hombre viejo se contrapone el nuevo, a la vieja creación, marcada por el pecado, la nueva creación. «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación. Pasó lo viejo, todo es nuevo»[19] . El bautizado, miembro de la Iglesia, es sacado del mundo y colocado en la soberanía de Cristo. El mundo, entendido aquí como el «lugar del mal» es algo más que la simple suma de muchos individuos particulares que obran el mal. Es al mismo tiempo el potencial del mal, el «sistema de valores negativo», que se ha impregnado en las estructuras de la sociedad mediante los pecados de muchos y que ha pervertido el mundo convirtiéndolo en un ámbito del poder del príncipe de las tinieblas. La Iglesia ha escapado a ese mundo porque vive de la acción liberadora de Cristo. No tiene, pues, necesidad de vivir en la falta de libertad del mal ni en las falsas estructuras de la sociedad pagana. Por eso Pablo dirá:

«No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente...» (Rm 12,2).

Como consecuencia de una prolongadísima costumbre los cristianos hemos interpretado los textos que hablan de santidad y de conversión refiriéndolos sólo a la renovación interior o a la moral del cristiano individual. Sin embargo, hemos de afirmar que no se trata sólo de un cambio o de una postura interior. La «renovación de la mente» (conversión) tiene que ver mucho con un cambio social, una renovación de la forma de pensar e interpretar el mundo que lleve a la renovación de sus estructuras. En otras palabras, los cristianos tienen que vivir en la sociedad que le ha tocado vivir, juntos con los demás hombres, pero no revueltos; no tienen porqué acomodarse a la figura y al espíritu de la sociedad imperante. Sólo así se mostrará la Iglesia como una comunidad de contraste, una fuerza renovadora de las estructuras viciadas de la sociedad.

Desgraciadamente, hacia el siglo IV, por motivos que no vamos a reseñar extensamente, pero entre los cuales destaca la incorporación del cristianismo a las estructuras del imperio romano, el sentimiento de «contraposición» respecto de la sociedad civil va desapareciendo en el seno de la Iglesia.[20]  No obstante no han faltado personas y movimientos auténticamente revolucionarios en la historia de la cristiandad; baste pensar en la renovación de Benito de Nursia, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Teresa de Jesús,... o más recientemente Carlos de Foucauld, Oscar Romero o la Madre Teresa de Calcuta.

Un dato importante: podemos decir que sólo en los países de misión, donde la persecución-ridiculización de los cristianos está vigente, se puede comprender verdaderamente lo que significa creer en contraposición al resto de la sociedad. La tónica general en los llamados «países cristianos» europeos y en aquellos en los que se da un maridaje de la Iglesia con el Estado es la conformidad con las estructuras y formas de pensar propias de nuestro siglo. En estas circunstancias difícilmente aflora la resistencia profética y constante ante situaciones antievangélicas vividas en tales sociedades; nunca faltan espíritus proféticos,  porque el Espíritu es inquieto y no calla, pero éstos actúan no desde el todo de la Iglesia sino desde los márgenes y de forma puntual.  

La Iglesia en Europa y en algunas otras partes  se ha institucionalizado en demasía, y los cristianos ya no son conscientes de que la Iglesia  como totalidad tiene que representar un tipo alternativo de sociedad.[21] Si acaso se comienza a tomar conciencia de esto, pero con extraordinaria lentitud.

El mundo está necesitado de testimonios de vida comunitaria, no sólo de ejemplos de vida individuales. No importa que las comunidades cristianas sean pequeñas con tal de que cumplan su tarea con corazón gozoso. Para renovar al mundo habrá que optar por seguir siendo una minoría con identidad propia, en vez de dedicarnos a mundanizar la Iglesia sacrificando la identidad propia sólo por aferrarnos a una engañosa mayoría cristiana. Lo importante no es la cantidad sino la calidad. Lo decisivo no es el tamaño de la ciudad, sino su emplazamiento sobre el monte. Allí, aunque sea pequeña, se convierte en luz para todo el mundo, de forma sencilla y silenciosa, como el grano de mostaza se transforma en árbol frondoso  y la levadura termina por fermentar toda  la masa.[22]

«Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para que seáis irreprochables e inocentes, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación tortuosa y perversa, en medio de la cual brillan como antorchas en el mundo» (Flp 2,14s)

Conclusión

Como conclusión de este tema, no podemos menos que hacernos unas preguntas que piden respuesta: ¿Está cumpliendo la Iglesia esa misión de ser signo, señal, flecha que oriente hacia Dios? ¿Se diferencian realmente los cristianos practicantes de nuestro entorno del resto de sus  vecinos? ¿Podemos decir que nuestro estilo de vida es distinto, seductor y atrayente para los alejados y lejanos de la Iglesia? ¿Transparentamos con nuestra vida el modo de ser de Dios, su Reino, o, por el contrario, velamos y oscurecemos el auténtico rostro del Salvador? ¿Tienen los que buscan a Dios un punto de referencia atractivo en nuestra “comun-unidad”? Nos va mucho en la respuesta a éstas cuestiones.

La Iglesia, nuestra parroquia, aquellos que “practicamos” la fe, estamos llamados a ser, como los primeros cristianos, una comunidad de contraste, nuestra vida en común debe ser signo  de algo nuevo, de que el Espíritu de Dios,  se mueve en el mundo. Es cierto que nos criticarán y rechazarán por ello, pero eso no ha de ser motivo de desánimo sino señal de que vamos por el buen camino. En la persecución tenemos la oportunidad de mostrar la valentía de la fe, o, dicho de otro modo, el valor que tiene ésta para nosotros.

Durante mucho tiempo, a nuestro pesar, los textos que hemos ido citando, y que hablan de vocación a la santidad, se han interpretado como referidos al individuo cristiano, a su santidad privada o a determinados grupos, como el de los sacerdotes o los religiosos. Se impone recuperarlos para profundizar en la identidad de toda la Iglesia.

Decíamos en el tema primero de esta Asamblea que la sociedad moderna ya no es religiosa, que la religión ha perdido su papel de fuerza unificadora de la sociedad. Tal vez sea una bendición el que se haya roto la ilusión de que vivimos en una sociedad cristiana en su conjunto. Hemos de darnos cuenta de una vez por todas de que  nuestra sociedad ya no es cristiana. Eso nos puede ayudar a ver con claridad que la Iglesia tiene que andar su propio camino. Nuestra sociedad de capitalismo neoliberal se basa en principios no cristianos: la dominación y el dinero. Con tales valores en el vértice de nuestras aspiraciones no caminamos sino es hacia nuestra propia autodestrucción. Lo sabemos, cuando todos buscan el poder y el dinero nace la guerra. Esta constatación debería llevarnos a valorar la riqueza de la fe que hemos recibido y a mostrar al mundo que, con Dios, es posible otra forma completamente distinta de sociedad. Ahora bien, en una sociedad donde la credibilidad de la religión está tan deteriorada, las palabras no sirven de nada; sólo la práctica, la existencia real de «pequeñas comunidades de contraste» puede ser luz que alumbre en lo alto de un monte, siendo por encima de las oscuridades del mundo una señal de esperanza para los hombres que buscan la verdad.

Cuando, pretendiendo deslegitimar a la Iglesia, se afirma que «Jesús anunciaba el Reino y lo que vino es la Iglesia», la frase sería correcta si a la Iglesia que se refiere es a aquella acomodada al mundo. Pero no podemos dársela si la Iglesia la entendemos como comunidad de contraste  frente al mundo, porque entonces estará haciendo visible a los hombres la «novedad» del Reino de Dios.

A las preguntas «¿Quiso Jesús una Iglesia? ¿Fue voluntad del Nazareno fundar una institución que siguiera su misión? y, ¿Cómo debería ser ésta?» respondemos que, aunque no aparece de forma directa un acto fundador de la Iglesia por parte de Jesús en los evangelios, Jesús sí quiso escoger una comunidad de discípulos que continuasen su misión. Ahora bien, esta comunidad no debe entenderse como institución jurídica y de carácter mundano, sino como comunidad de contraste, pueblo «santo» que ha experimentado en su historia la salvación de Dios, «sociedad alternativa», que hace presente en medio del mundo  la mentalidad y el estilo de vida de Jesús.


* * * * * * * * *

PARA LA REFLEXION Y PUESTA EN COMUN

1.- La Iglesia es una comunidad de hombres unidos por una misma experiencia de liberación por Cristo. ¿De qué te ha liberado Cristo? ¿Qué vivencia personal tienes en común con los otros miembros de la parroquia?

2.- ¿Estas convencido de que ser cristiano te exige vivir en comunidad, compartiendo la fe y la vida, o sigues pensando que es algo particular entre «tú y tu Dios»?

2.- ¿Crees que los cristianos practicantes, (entendiendo por “practicantes”, a aquellos que asistimos asiduamente a los cultos y actos de la parroquia, nos distinguimos mucho del resto de nuestros vecinos por nuestro estilo de vida? En caso afirmativo ¿en qué nos distinguimos? Si no nos distinguimos ¿por qué?

4.- La persecución es un síntoma de que la comunidad está viva. “¿ladran?, luego cabalgamos”, dice el refrán. Vivir en comunidad, ser miembro activo de la Iglesia no es posible sin que se dé el rechazo. ¿En qué momentos de tu vida has sufrido persecución (injurias, críticas, mofa, rechazo, etc) por causa de tu fe y tu pertenencia a la Iglesia? Concreta.

5.- Como cristiano, en este momento ¿te sientes más «hijo de Dios» o «hijo de la Iglesia»? ¿Por qué? 

NOTAS


[1] El grueso de las ideas plasmadas aquí está tomado de LOHFINK, G. La Iglesia que Jesús quería,  Ed. DDB, Bilbao, 2ª ed, 1986. sobre todo las páginas 134-144.
[2] LOISY, A. LÉvangile et l´Église. Paris, 1929. pg. 153. La frase es, en un sentido correcta. Se opone a dos tesis extremas: a) que Jesús hubiera establecido una iglesia en forma externa definitiva, b) que la Iglesia fuera una sociedad invisible, basada sólo en la adhesión de la fe. Normalmente, sin embargo, es citada para sugerir que la Iglesia en realidad es ajena a la voluntad de Jesús, que lo único que intentaba era anunciar el reino y que lo que resultó, contra su voluntad o al margen de ella fue la Iglesia, contraponiendo así un movimiento utópico a una institución jurídica. Esta interpretación usual va más allá del tenor literal del texto y por tanto es abusiva.
[3] «Porque tu eres un pueblo consagrado al Señor tu Dios, y a ti te ha elegido el señor tu Dios, para que seas el pueblo de su propiedad  entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra. El señor se fijó en vosotros y os eligió, no porque fuerais más numerosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino por el amor que os tiene y para cumplir el juramento hecho a vuestros padres. Por eso os ha sacado de Egipto con mano fuerte y os ha librado de la esclavitud, del poder del faraón, rey de Egipto» (Dt 7, 6-8)
[4] Is 60, 2s.; Dios quiere la salvación de los gentiles. Pero sólo en Israel se puede alcanzar esa salvación. Los gentiles comienzan a participar en la salvación cuando entran a formar parte de Israel. Van hacia Jerusalén. Se sentarán a la mesa de Abrahán, Isaac y Jacob.
[5] Cf  sobre todo Is 2,1-4.
[6] El Concilio Vaticano II corrobora todo esto: «En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf Act 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel... Pero todo ésto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo...  quienes creen en Cristo, pasan a constituir un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1 Pe 2,9-10).( cf Lumen gentium, 9)
[7] Cf Ex, 20.
[8]La Pascua de Pentecostés (Hech,2) es considerada como el momento más fuerte de la Iglesia, su punto de partida. El tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu. Es éste el que mueve a los apóstoles a la predicación y el que garantiza la unión entre los distintos miembros de la Iglesia por encima de cualquier diferencia de cultura, raza, condición social, etc... Este espíritu fue anunciado ya por Jesús: «Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1,5). «Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros» (Mt 10,20).
[9]  «No podéis servir a Dios y al dinero». (Lc 16,13). «El que quiera ser importante entre vosotros sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, sea vuestro esclavo» (Mt 20,26-27).        
[10] 1 Cor 12,26.
[11]«Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (por Dios) para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9).
[12] En las cartas encontramos textos donde se expresa claramente esta liberación:«Pues también nosotros fuimos en algún tiempo insensatos, desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros. Más cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del espíritu santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tit. 3,3-6)
[13] «Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; más ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz».(Ef 5,8).
[14] «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hech 2,44). «La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma» (Hech 4,32).
[15] La epístola a Diogneto, en QUASTEN, J. Patrología vol I. BAC, Madrid,1961. Pg. 239.
[16] «Acordaos de la palabra que os he dicho: El Siervo no es más que su señor. Si a mi me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20a). Cf Lc 21, 12-19.
[17] En el momento en que Cristo, y en su seguimiento, la comunidad de sus discípulos, vive la verdadera construcción de la realidad, proveniente de Dios, la mentira del mundo se desmorona inmediatamente. Si los hombres, por el contrario, desean seguir siendo «mundo», tendrán que responder con odio y con persecución para poder aferrarse a su mentira. «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15,18s)
[18] «Sed, pues, santos para mí, porque yo Yahvé, soy santo, y os he separado de entre los pueblos para que seáis míos» (Lv 20,26). La palabra “sagrado” o “santo” significan “separado”, “apartado”, en nuestro caso para el servicio de Dios. Cuando decimos que un lugar (por ej. el templo), una persona (por ej. un sacerdote), un tiempo (por ej. la semana de Pascua), etc.. son sagrados o santos, estamos diciendo que han sido separados del resto de las realidades a las que llamamos profanas para ser dedicadas de forma especial al servicio de Dios. Lo “santo” representa la presencia de Dios.  Los primeros cristianos se llamaban a sí mismos «los santos». La primitiva comunidad de Jerusalén utilizaba esta expresión como un nombre propio (cf Rm 15,25.26.31; 1 Cor 16,1; 2 Cor 8,4; 9,1.12).  Para pablo «los santos» es sinónimo de «comunidad» (cf Rm 1,7; 16,15; 1 Cor 16,1; 2 Cor 8,4; 9,1.12. La «santidad de la comunidad» es la expresión central de la que la Biblia se sirve, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, para decir con un lenguaje suyo la idea del Pueblo de Dios como sociedad divina que contrasta con el mundo.
[19] 2 Cor 5,17
[20] Las razones de esta desaparición de la Iglesia como fuerte comunidad de contraste son bien conocidas: en el año 380, el emperador Teodosio promulga un edicto en Tesalónica donde pide «que todos los pueblos situados bajo la dulce autoridad de nuestra clemencia vivan en la fe que el santo apóstol Pedro transmitió a los romanos... Los que no se sometan a esta ley serán castigados por nosotros, según la decisión que nos ha inspirado el cielo». En una palabra, la Iglesia, perseguida hasta entonces, pasa a ser perseguidora, en virtud del hecho de que todo ciudadano romano ha de ser obligadamente cristiano. Comunidad cristiana y sociedad se emparejan. Ya no hay contraste sino igualdad: ser ciudadano romano  = ser cristiano; Todavía queda entre nosotros esa mentalidad de ser español = ser cristiano. Una Iglesia así, tan asimilada a la sociedad civil, no puede ser comunidad de contraste, no tiene nada que decirle ni aportar a la sociedad.
[21] La gran mayoría de los europeos que nos “llamamos cristianos” nos movemos, como el resto de nuestra sociedad, por una refinada filosofía del bienestar, por la ley de la máxima ganancia. Vivimos y transigimos ante una sociedad en la que «lo superfluo se torna conveniente, lo conveniente se hace necesario y lo necesario se convierte en indispensable» (E. Fromm), una sociedad tolerante-represiva, es decir, tolerante mientras se respeten las reglas del juego del materialismo-consumismo, pero muy dura con los que quieren romper la dinámica del consumo. Esto hace que sea sumamente difícil “vivir un estilo de vida cristiano”, por lo que acarrea de rechazo y persecución. (cf. BESTARD, J. Corresponsabilidad y participación en la parroquia, PPC, Madrid, 1995, pg.44).
[22] Mt 13, 31-33.

Casto Acedo. Julio 2014. paduamerida@gmail.com

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