SOMOS HIJOS DE UNA IGLESIA
SIEMPRE EN REFORMA
Tras una introducción general, en los temas anteriores hemos reflexionado, primeramente, sobre nuestra sociedad, nuestro mundo, intentando descubrir los cambios que se han producido en él y las repercusiones de la nueva situación para la vida del hombre en general, y la vida religiosa en particular. En segundo lugar, nos adentrábamos en la meditación acerca de la necesidad que tiene nuestro pueblo de una comunidad parroquial que, por el testimonio de sus miembros, ofrezca un modelo alternativo de vida, algo que sólo puede venir por la existencia de una Iglesia como Jesús la quería: una comunidad de contraste que sea motivo de esperanza para los mismos creyentes y para los hombres entre los que vivimos. En éste tercer núcleo, que pretende ser más práctico, nos centraremos más en nuestra parroquia en concreto, buscando aportar datos para tomar conciencia de lo que es el objetivo de esta Asamblea: Saber y sentir que somos Iglesia y actuar en consecuencia.
1.- Nuestra madre la Iglesia.
Una forma entrañable de confesar nuestra fe, esperanza y amor hacia la Iglesia es llamarle «madre», «nuestra santa madre Iglesia». La Iglesia es madre porque en ella hemos sido engendrados a la fe, porque en el encuentro con los hermanos vislumbramos la esperanza de la comunión plena con Dios, y porque en la comunión de fe y de vida con los demás miembros de la comunidad experimentamos de modo real el amor y experimentamos la seguridad que ofrece la casa materna. La Iglesia, como madre, no sólo nos muestra el amor de Dios al darnos una familia, sino que, además, pone a prueba nuestro amor, haciendo que éste sea realista por la aceptación de nuestros hermanos, sean éstos de nuestro agrado o no.
Reflexionemos un poco sobre la maternidad de la Iglesia:
a) La madre Iglesia da a luz a los hijos de Dios. El punto de partida de la maternidad es el acto de engendrar y dar a luz. El nacimiento a la vida de los hijos de Dios (vida cristiana) se da en el seno de la Iglesia. Cuando los niños reciben el bautismo, incapaces de una respuesta de fe, lo hacen en la fe de la Iglesia . En su seno, fecundados por la gracia del Espíritu Santo, nacen y en el acto de nacer la Iglesia adquiere el compromiso de cuidar de él para que la fe se desarrolle y alcance la plenitud. La maternidad encierra en sí un misterio sagrado de amor que cualquier hijo intuye sin necesidad de palabras que lo expliquen. El amor entrañable entre la madre y el hijo es independiente de las cualidades personales de los mismos. El hijo quiere a su madre porque es su madre y la siente como tal, y eso le basta; y lo mismo la madre, quiere al hijo porque es suyo, independientemente de su forma de ser o su comportamiento. Esto nos debería ayudar a comprender que «amar a la Iglesia», que como cualquier madre tiene sus limitaciones, sólo será posible si realmente nos sentimos «hijos de la Iglesia»; nuestro amor filial nos ayudará a quererla y ayudarla superando el rechazo que puede crear en nosotros sus arrugas y torpezas.
b) La Iglesia madre enseña. Entre las cualidades de cualquier madre está la de ir enseñando a su hijo todo aquello que necesita para situarse en el mundo. Le enseña, con paciencia infinita, las primeras palabras; lo acerca al padre, para que lo reconozca como origen de su vida y encuentre seguridad en su presencia; padre y madre, Dios e Iglesia, están unidos por una alianza de amor que garantiza al hijo la suficiente estabilidad emocional y espiritual para crecer hacia dentro y hacia afuera sin sentirse extraño al mundo que le rodea. Así es la Iglesia. Ella nos ha conservado la tradición familiar, nos enseña las primeras palabras de fe, con suma paciencia nos invita a decir «Padre» a Dios y a sentirlo y vivirlo como tal; nos entrega la Palabra de Dios, luz para nuestro camino.
Como una madre enseña a su hijo los conceptos fundamentales y las normas disciplinares que le ayudan a crecer sano y robusto en su cuerpo y en su espíritu, la Iglesia nos entrega la tradición de la Palabra de Dios y el magisterio. Los cuatro evangelios no son otra cosa que el mensaje de Jesús, recogido y vivido por la Iglesia a lo largo de la historia, y plasmado en documentos a fin de que no se pierda la riqueza de la tradición recibida de Jesús.[1]
En la evangelización, la catequesis y la enseñanza, la madre Iglesia ejerce su función de madre, que no se limita a dar la vida nueva por el Bautismo, sino que continúa su labor por el cuidado y educación del hijo.
c) La madre Iglesia alimenta a sus hijos. La Iglesia es para nosotros «sacramento de encuentro con Dios». Un sacramento es un signo vivible instituido por Cristo que significa y realiza el encuentro con Dios. En cada uno de los siete sacramentos de la Iglesia católica, Dios sale a nuestro encuentro y entra en nuestras vidas, respetando, no obstante, nuestra libertad, es decir, Dios se comunica a nosotros siempre que nosotros le demos vía libre para el encuentro. La Iglesia, por tanto, facilita la presencia del Padre-Dios en nosotros por la Palabra y los sacramentos, consciente de que sólo en el Padre está la vida.
De la Iglesia decimos que es sacramento «radical», la raíz de la cual surgen, como las siete ramas de un árbol, los siete sacramentos. Entre ellos sobresale por su importancia la Eucaristía. En la Misa Dominical, lugar privilegiado de encuentro familiar, la Iglesia nutre a sus hijos con el alimento de la Palabra («no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»[2] ) y el Pan de vida («El que come de este pan vivirá para siempre»[3] ). Estos alimentos no son sino el mismo Dios, que misteriosamente, viene a nosotros y nos fortalece. Sin ese alimento no es posible vivir el amor a Dios y al prójimo en profundidad, como lo vivió Jesús («sin mí no podéis hacer nada»). La insistencia de la Iglesia en la participación de la Misa Dominical no es sino amor de madre que no quiere que sus hijos mueran de hambre y sed en el desierto de la vida.
d) La madre Iglesia corrige y reconcilia. ¿Quién no ha escuchado nunca la palabra correctora de la madre? Ella quiere lo mejor para sus hijos. Por eso los corrige cuando van por el camino errado. Lo hace con cariño, aunque a menudo el hijo lo interprete como capricho materno. Así es la Iglesia, una madre que tiene el sagrado deber de conducir a sus hijos por el camino recto; y lo hace con amor, perdonando al tiempo que corrige, aunque a veces tiene que soportar la acusación de ser dura en sus correcciones.
El papel conciliador de una madre entre sus hijos es insustituible. No sólo para establecer la armonía entre ellos, sino también para procurar el acercamiento al perdón del padre. El amor del esposo a la esposa acerca el perdón del padre a los hijos. Así es la madre Iglesia. No es su primera función el corregir, sino el procurar la comunión entre los suyos[4] . Por el sacramento de la penitencia escucha el arrepentimiento del hijo y lo reconcilia con el Padre y los hermanos.
e) La madre Iglesia es un hogar abierto a todos los hombres. La familia de la Iglesia no es una familia cerrada sobre sí misma, que quiere sólo el bien para los suyos. No. La madre Iglesia sabe que su hogar no puede ser un hogar cerrado a las necesidades de sus vecinos. Por eso invita a sus hijos a no permanecer encerrados en casa como niños pequeños ávidos de protección.. La Iglesia no es una secta de elegidos que deambulan sobreprotegidos entre los muros de una sacristía. Es una casa abierta al mundo. Por ello los hijos de la Iglesia se saben peregrinos, sometidos a la intemperie del mundo, donde, sin miedos ni complejos han de dar testimonio del reino de Dios. Los hijos de Dios deben continuar la misión del Hijo: hacer presente el Reino de Dios en la historia. Por ello han de preocuparse de todos los hombres, sobre todo de los más despreciados, los marginados de la sociedad, que encuentran en la madre Iglesia un amor de predilección. Los hijos de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Padre han de ser hospitalarios y acogedores haciendo del mundo un hogar para todos.
En los últimos años, sobre todo a raíz del concilio Vaticano II, la Iglesia ha crecido en su espíritu comunitario y misionero. Los hijos de la Iglesia han ido comprendiendo que la comunión entre todos los bautizados es una condición necesaria para realizar su misión de evangelizar al mundo con eficacia. La aparición de movimientos, grupos apostólicos y pequeñas comunidades, han propiciado en la Iglesia una vivencia más cercana de lo que es la vida comunitaria. La parroquia, que hasta hace poco era como una gran comunidad, donde la masificación hacía imposible el trato directo y entrañable de sus miembros, se ha transformado en comunidad de comunidades. En ella, los distintos grupos (niños, jóvenes, adultos, movimientos apostólicos...) experimentan la cercanía de Dios de una forma más íntima sin perder de vista a la parroquia en su globalidad, donde la Misa Dominical unifica las distintas comunidades.
Muchos hijos de la Iglesia van tomando conciencia de su corresponsabilidad, se van dando cuenta de que «son Iglesia», una afirmación que hasta hace muy poco se aplicaba casi sólo «a los curas y monjas». Son pasos lentos los que se van dando. Aún queda mucho camino por andar hasta que llegue el día en que todos los cristianos digan con la cabeza bien alta: «nosotros somos la Iglesia».
a) Mientras llega ese día, sobran en la Iglesia creyentes «acomplejados» y faltan creyentes «confesantes». En una sociedad cada vez más plural y ajena, sino hostil, a lo religioso, son muchos los católicos de nuestras parroquias los que se refugian en una fe totalmente privada, casi diríamos «vergonzante». ¿Hay algo más digno de lástima que un hijo que se avergüenza de su madre? Pocas cosas merecen tanta compasión como esos cristianos que sienten miedo de llamarse seguidores de Jesús y miembros de su Iglesia. ¡Qué lejos de aquellos primeros cristianos, dispuestos a sufrir todo tipo de afrentas, incluso orgullosos de poder morir, por confesar el nombre de Jesús! Habían comprendido bien las palabras de Jesús: «Os digo que si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará a favor suyo delante de los ángeles de Dios»[6] .
b) También son muchos los hijos de la Iglesia que han establecido una nefasta separación entre la fe y la vida. Su fe es más un billete de urgencia para bien morir que una fuerza y un estímulo para vivir de una determinada manera. Tienen una fe que no les sirve de nada para la vida, una fe de rosario y misa, de legalismo estúpido, una fe de devociones privadas y de golpes de pecho, pero desconectada de sus quehaceres ordinarios. Ese tipo de hijos no merecen siquiera llamarse cristianos, y es mejor que no aparezcan por las reuniones de la comunidad. Su vida personal, familiar, profesional o social, más que ser reflejo de Dios es cortina de humo que oculta su visión a los que le rodean. Ya se lamentó Jesús de ellos: «¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia! No habéis entrado vosotros, y a los que querían entrar se lo habéis impedido»[7]. Mientras los cristianos no depuremos nuestra fe de los legalismos baratos y las prácticas rutinarias y vacías, mientras no se vislumbre un mínimo de coherencia entre lo que creemos y hacemos, nuestro catolicismo no tendrá peso moral en nuestra sociedad. Y sin ese peso nunca seremos sociedad de contraste. Seremos una institución más entre las muchas que se van con-formando con el mundo, pero que no cambian nada en él. La madre Iglesia necesita una buena escuela de profetas que hagan oir su voz y sentir su peso en nuestra sociedad.
c) Una de las lacras más notables de los hijos de la Iglesia de nuestro tiempo es la falta de formación religiosa. Y lo malo no es que se reconozca, sino que aún reconociéndolo no se muestra mucho interés por esa formación. Se van dando algunos pasos en nuestra comunidad, pero con excesiva lentitud. En esto «los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz»[8]. Cualquiera sabe que para subsistir en nuestra sociedad se exige una preparación continua y cada vez más intensa. Estamos en una sociedad que ha puesto la «ilustración» como piedra de toque para sobrevivir en ella. Una «sociedad ilustrada» requiere una «fe ilustrada». Una fe poco ilustrada, personalizada y profundizada será incapaz de penetrar en nuestra cultura, y no tendrá ninguna fuerza transformadora. Solamente si nuestra fe es «intelectualmente más cultivada, socialmente más sensible y espiritualmente más densa»[9] , tendrá capacidad para incidir en la sociedad ofreciendo un estilo de vida cristiana alternativo. Los cristianos hemos de concienciarnos de que cualquier esfuerzo en el campo de la formación (cursos de teología, cursillos de formación de catequistas, prematrimoniales, clases de religión, etc...) es algo no sólo conveniente sino necesario para comprender nuestra fe, saber dar razón de ella e incidir en la sociedad en la que nos movemos. El mundo de hoy nos interroga constantemente acerca de nuestra fe, y ya no vale el «doctores tiene la Iglesia que le sabrán responder».
d) Para llevar a cabo su misión en el mundo, nuestra madre-Iglesia está necesitada de hijos animadores. También en este campo se van dando pasos hacia adelante. En muchas comunidades existen grupos de catequistas y de liturgia, pero nos faltan animadores de la fraternidad cristiana: grupos de acción social, de Derechos humanos, de Justicia y Paz. En algunas parroquias, como la nuestra, ni siquiera existe una Cáritas organizada. ¿Cómo podemos despertar y potenciar en nuestro pueblo los valores evangélicos de la justicia, la solidaridad y la caridad si no contamos con animadores de fraternidad que dediquen su tiempo a ello? Una comunidad parroquial sin compromiso social no deja de ser una «comunidad de santurrones» insensibles al entorno en que viven, una «iglesia opulenta» , ciega para ver al pobre Lázaro que, a la puerta, ni siquiera puede recoger las sobras del banquete.[10] Nuestro mundo, en extremo sensible a los problemas relacionados con la justicia social, pide a la Iglesia, como signo de garantía de autenticidad, el testimonio de la promoción de la justicia, la solidaridad y la paz. ¿Qué estamos haciendo al respecto?
3.- Reformar la Iglesia («nueva evangelización»).
El diagnóstico de los hijos de la Iglesia, que no es otro que el diagnóstico de la Iglesia, nos sugiere que muchas cosas deben cambiar. Últimamente, en el seno de la Iglesia Católica, se habla mucho, tal vez demasiado, de «nueva evangelización», expresión acuñada por Juan Pablo II. ¿Qué es eso de una «nueva evangelización»? Muchos han sido los intentos hechos por definirla, pero pocas las respuestas convincentes y definitivas.
La misma dificultad para entender la «nueva evangelización» nos sugiere que no es una realidad ya alcanzada cuando consigamos alcanzar a entender qué es, cuando hayamos escrito cientos de libros y artículos sobre el tema, o, cuando ya rancia, las palabras nueva y evangelización, den paso a otras palabras que merezcan la atención de nuestros análisis. La gran trampa del hombre ilustrado es creer que una vez analizados y estudiados los conceptos ya se han solucionado los problemas que entrañaban. Gran error, teniendo en cuenta que el lenguaje, despojado del espíritu que lo ha engendrado y al que debe servir, se transforma en un arma diabólica que arrastra a la diversión intelectual y aleja de lo verdaderamente esencial.
Cuando hablamos de «nueva evangelización», inmediatamente, como hombres de la posmodernidad, pensamos en algo aún por surgir, algo que nunca ha tenido lugar, algo que habrá que inventar y que será superior a todo lo habido antes, por aquello tan propio de nuestra cultura de que «siempre lo último es lo mejor», afirmación que puede ser aplicada al mundo de la técnica (el ordenador de última generación es el mejor porque contiene a los anteriores y lo supera), pero que falla en otros campos, como el de la filosofía o la teología, donde no siempre lo último es lo más concluyente.
Tras la «nueva evangelización» no se esconde otra cosa que un deseo de reforma de la Iglesia a la luz del evangelio y de la tradición de la Iglesia, sobre todo del Vaticano II, sin despreciar los anteriores concilios, que, en su mayoría, no pretendieron sino «renovar la vida de la Iglesia» haciéndola más transparente e incisiva para su tiempo.
Un eclesiólogo de talla, como Congard, ofrece en su obra Verdaderas y falsas reformas de la Iglesia, un resumen de cómo llevar a cabo una renovación de la Iglesia, y con ella la Parroquia, sin caer en sectarismos que degeneren en cisma. Recogemos aquí sus principales conclusiones:[11]
a) Toda la historia de la Iglesia está jalonada de movimientos de reforma. Las miserias y defectos ligados a los miembros de la Iglesia han requerido constantemente de una vuelta a los orígenes, o sea, al Espíritu Primero, fundador y sustentador de la comunidad. La base de una reforma no está en los retoques jurídicos, en el cambio de costumbres o de normas en determinados puntos para adaptarlos a las nuevas circunstancias. Las reformas jurídicas sin reforma espiritual no son eficaces. Porque en una reforma no se trata de desarrollar teorías nuevas o cambios en el sistema organizativo, sino de colocar la primacía de la «caridad» y la utilidad pastoral en primer lugar.
San Pablo, en su capítulo 13 de la 1ª Corintios, nos da la clave de la nueva evangelización: el amor. Una Iglesia se «avería» y requiere «reforma», nueva evangelización, cuando, seducida por intereses bastardos ha permitido que la caridad no sea el núcleo de la comunidad, cuando se han colocado otros carismas como la autoridad, el don de predicación, el propio lucimiento, la propia vida moral, el protagonismo de algunos miembros, etc... por encima del amor. Cuando esto es así, todo falla, y de nada sirve gastar energías en organizar y reorganizar esquemas pastorales. El vehículo-Iglesia tendrá una apariencia estupenda, unos engranajes limpios y bien montados, pero le falta lo principal: el combustible del amor. Sin amor la Iglesia no funcionará ni podrá alcanzar su destino.
Por tanto, ser y sentirse Iglesia, o lo que es lo mismo, parroquia, requiere el colocar el amor por encima de todo. Cuando amo estoy reformando mi parroquia. Cuando no amo, por muy preparado que esté en catequesis, por muchos años que lleve asistiendo a misa, por muchas “buenas intenciones” que albergue de cara al futuro de mi parroquia, de nada me sirve. Renovar la parroquia, como decíamos ya en la I Asamblea, pasa por el amor-aceptación de “todos” sus miembros, sobre todo de los que considero menos dignos de amor.
b) Y tal vez deba comenzar por pedirle a Dios que me ayude a amar a la misma jerarquía de la Iglesia. Porque puede que, comenzando por arriba, el Papa, los Obispos o mi párroco no sean de mi agrado. Me gustaría que fuesen de otra manera, o sea, más «a mi manera». El individualismo contemporáneo hace que deseemos que todo sea según nuestros gustos. Con unos criterios así mala reforma haremos en nuestra parroquia.
Si aspiramos a que el reino de Dios llegue a todos los hombres, no podemos reducir ese “todos” a los vecinos de nuestro pueblo y mucho menos a los pocos vecinos que son de mi agrado. La Iglesia tiene vocación universal, tiende a crear la comunión de todos los hombres bajo un mismo Espíritu. Yo no me puedo relacionar directamente con todos los cristianos del mundo, y por ello necesito estar en comunión con mi Obispo, por medio del cual entro en comunión con mi diócesis de Mérida Badajoz, y con el Papa, con el que me siento unido a la Iglesia universal.
La nueva Evangelización pasa por la preocupación por la comunión con la Iglesia local (diócesis) y universal. No podemos reformar nuestra parroquia prescindiendo de las orientaciones de nuestro Obispo y del Papa. Pecaríamos de soberbia, pretendiéndonos los únicos garantes de la verdad, y nos colocaríamos en el terreno del sectarismo creyéndonos los únicos elegidos y los únicos en los que hay salvación. Demasiado pretencioso. Todo movimiento apostólico necesita de la parroquia, de la diócesis y de Roma. En primer lugar para recibir de la Iglesia la Palabra y los sacramentos, y en segundo lugar, para confrontar su doctrina y su práctica con la de la Iglesia universal. Un cristiano o grupo de cristianos que no lo hagan así no pueden llamarse católicos. No estarían en “comunión”.
c) Un tercer consejo a la hora de cualquier reforma es la paciencia. Las prisas son malas consejeras. Y precisamente la prisa es uno de los signos de nuestro tiempo. Queremos sembrar y ver los frutos inmediatamente. Dios no es así. Dios tiene paciencia con nosotros.
La raiz de “paciencia” es “paz”. No podemos imponer el evangelio con la violencia, sino con la paz. Es cierto que a menudo nos entran ganas de arreglarlo todo a la tremenda, como los criados de la parábola del trigo y la cizaña[12], que querían arrancar las malas hierbas sin percatarse de que con ella podrían arrancar también el trigo. «Dejadlos crecer juntos hasta la siega», dice Dios. En la Iglesia siempre habrá trigo y cizaña, por eso ha de estar constantemente reformándose, pero sin caer en excesos y fanatismos. Dios tiene paciencia contigo, ¿no vas a tenerla tú con el hermano? A la virtud de la paciencia, tan necesaria para reformar nuestra parroquia, hemos de añadirle el perdón. Reformar la parroquia no es expulsar de ella a quienes nos resultan incómodos, sino hacer posible que todos encontremos la reconciliación con Dios.
Paciencia para con los demás, y paciencia con Dios. Nosotros “somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”[13] . Nuestra misión es sembrar. El crecimiento y la cosecha son cosa de Dios.
d) Pero, tener paciencia, no es lo mismo que sentarse mirando a esperar como crece un trigo que no hemos sembrado. Nuestra aportación a la tarea evangelizadora es necesaria. Los discípulos del Maestro no podemos dejar de buscar nuevos caminos para los tiempos nuevos . Reformar nuestra parroquia requiere imaginación pastoral. No basta con la sustitución mecánica de lo que hacíamos hasta ahora por lo mismo pero con un disfraz distinto.
Los caminos a través de los cuales se acerca Dios a los hombres son muy diversos. Y en cada época han revestido matices distintos. Jesús se acercó a los pescadores y agricultores hablándoles de pesca y agricultura, a las amas de casa hablándoles de levadura y de monedas que se pierden por la casa. A los hombres de hoy hay que acercarles el misterio del Reino de los Cielos en unas circunstancias distintas y con un lenguaje distinto.
En nuestro tiempo, marcado por la inflación de las palabras, un lenguaje que todos entienden es el del testimonio comunitario. Nuestra parroquia, y más en concreto los distintos grupos que la forman, han de ofrecer a los alejados el camino de la vida comunitaria. Ésta no se expresa por el rito mecánico de darnos la paz en la misa del domingo, ni por decir rutinariamente «padrenuestro». Cuando falta la común-unión, la comunicación, esos son gestos y palabras vacías.
Si el hombre moderno busca «un hogar donde compartir y descansar, donde poder sentirse en casa», un camino pastoral renovado debe ofrecer, desde la parroquia, pequeñas comunidades donde el que busque a Dios encuentre los brazos abiertos de Cristo que le recibe en su casa. Para ello necesitamos comunidades de «santos», de personas que se sientan comprometidas en serio con el mensaje de Jesús. Los hombres no se engañan a propósito de la santidad, la reconocen por instinto y son atraídos por ella. Y la santidad, el evangelio y Dios, realidades homogéneas, no se demuestran por argumentos, se muestran, sin más. Y cuando se descubren ejercen una fascinación capaz de transformar la vida de las personas y de las sociedades.
El camino nuevo para los tiempos nuevos es el mismo de siempre: la santidad. ¿Cuál sino fue el camino de Francisco de Asís, de Ignacio de Loyola, de Teresa de Jesús, de Juan de la cruz, de Juan de Dios? ¿Cuál es sino el camino de Teresa de Calcuta? ¿Con qué otro camino crees que podemos reformar nuestra parroquia? Ese fue ese el camino que nos propuso el concilio Vaticano II: «Todos los fieles... son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre».[14]
e) Resumiendo al máximo las características de una auténtica reforma, hemos de decir que es cuestión de sentido común, que, según el dicho, es el menos común de los sentidos. Es de sentido común que nuestra Iglesia, y en ella nuestra parroquia, está necesitada de una reforma. Es de sentido común el reconocer que la reforma de la Iglesia comienza por mi propia reforma personal. De sentido común que no puedo esperar que otros la comiencen si yo no la comienzo. Es de sentido común que no puedo exigirle a los demás lo que yo no estoy dispuesto a dar. Es de sentido común que no basta cambiar el envoltorio para darle calidad al producto, que no bastan una serie de cambios externos si el interior sigue siendo el mismo, etc... El sentido común, el menos común de los sentidos, pero el más necesario para afrontar la reforma de nuestra comunidad parroquial.
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CUESTIONARIO
PARA REFLEXIONAR Y PONER EN COMUN
1.-¿Te resulta chocante o anticuada la denominación “nuestra santa madre Iglesia”? ¿Porqué?
2.-¿Crees necesaria la Iglesia para un conocimiento correcto de Jesucristo? ¿Porqué?
3.-¿Crees posible vivir la vida cristiana sin Iglesia y sin participación en los sacramentos? ¿Porqué?
4.-¿Dónde radica el temor a “confesarse” hijo de la Iglesia? ¿Porqué crees que muchos que se dicen cristianos se avergüenzan de su “madre Iglesia”?
5.-¿Crees que el mundo de hoy exige del cristiano una mayor “ilustración”? ¿Porqué? ¿Porqué oponen los cristianos tanta resistencia a “dejarse formar”?
6.-¿Por qué camino vendrá la reforma de nuestra parroquia? ¿Qué ideas se te ocurren para llevar a cabo una reforma en profundidad, que no sea solo teórica y superficial?
NOTAS
[1] El espíritu individualista del hombre moderno aboga por una «libre interpretación de la Escritura Sagrada» según la cual cada uno saca de ella lo que particularmente le sugiere. La Biblia fue escrita por inspiración del Espíritu Santo, y para ser interpretada correctamente requiere ser leída bajo la inspiración del mismo Espíritu, es decir, más que leída, debe ser orada. Pero no olvidemos que el Espíritu inspira al escritor sagrado en cuanto miembro de una Iglesia y para el bien de la Iglesia (cf la afirmación de san Pablo de que los carismas se dan para edificación de la Iglesia, no para lucimiento personal). Por tanto, el Espíritu inspira a la Iglesia, y a la hora de interpretar la inspiración escrita, la Iglesia es la garante de su interpretación. Interpretar la Escritura «a mi manera», según el espíritu «me inspira», es sumamente peligroso, porque se termina interpretando «a la manera que conviene a mis intereses particulares». Por ello, la función docente, de enseñante, de la Iglesia, es fundamental para mantener intacto el espíritu evangélico.
[2] Mt 4,4.
[2] Mt 4,4.
[3] Jn 6,51.
[4] La autoridad de la madre Iglesia ha recibido el poder de atar y desatar, de excomulgar y reintegrar en la comunión de la Iglesia. Dicho poder lo encontramos en Mt 18,18: «Os aseguro que lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo; y lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo». Este texto, del que frecuentemente sólo vemos su carácter amenazador, no podemos olvidar que se encuentra en un contexto: todo el cap. 18 de san Mateo, donde todo habla de perdón: la iglesia es importante por su pequeñez, no por su poder (1-5), protege a los pequeños y débiles (6-10), se preocupa por la oveja descarriada (12-14), invita a la corrección fraterna antes que a acudir a la autoridad (15-17), porque lo primero no es la excomunión sino el perdonar «setenta veces siete» (21-35). Y cuando la autoridad se ejerce, se hace siempre sabiendo que es una autoridad que no le pertenece, sino que es de Jesús (19-20). La meditación sobre este capítulo 18 de Mateo nos ayudará situar el «poder de atar y desatar en su justo lugar». En la Iglesia, el poder de perdonar es más grande que el de excomulgar. La madre Iglesia sabe que la indulgencia crea comunión y el castigo aleja a los hijos del hogar materno.
[5] Cf para éstos puntos BESTARD, J. o.c. pgs. 48-50.
[6] Lc 12,8.
[7] Lc 11, 52.
[9] GONZALEZ DE CARDEDAL, O. España por pensar. Salamanca, 1984. p. 413.
[12] Mt 13,24-30
[13] Lc 17,10
[14]Constitución «lumen gentium», 11c.
Casto Acedo Gómez. Agosto 2014. paduamerida@gmail.com
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