2 Re 5,14-17; Sal 97, 1.2-3ab. 3cd-4; Tm 2,8-13; Lc 17,11-19
Leído el evangelio de este domingo, que trata de la curación de los diez leprosos y el agradecimiento del leproso samaritano, podemos hacernos esta pregunta: ¿Qué hacía un samaritano entre judíos? ¿No eran enemigos irreconciliables (cf Jn 4,9)? Sin embargo, el hecho de padecer la misma enfermedad ha hecho posible que nueve leprosos judíos acepten entre ellos a un compañero de infortunio aunque procediera de la línea enemiga.
Los sufrimientos comunes parecen unir más que los gozos; tal vez porque cuando la relación es desde la pobreza y la insignificancia desaparece el miedo a que el otro arrebate la riqueza o la posición propia. Desnuda de todo y tocada por la desgracia la persona encuentra más motivos para la comunión que situada en la abundancia de riquezas, títulos, o rangos. Resulta curioso a su vez que, una vez todos curados, el leproso samaritano aparezca en escena solo, ajeno al grupo. ¿Acaso no es posible la acción común cuando ya se ha obtenido todo cuanto necesitaba cada uno? Sea como fuere, diez pidieron la curación, y sólo uno vuelve para dar gracias, una parábola del hombre de hoy y de siempre.
Pero, anécdotas aparte, vayamos a la totalidad del texto que narra la curación de diez leprosos (Lc 17,11-19), y extraigamos de él otras enseñanzas.

Oración
Observamos en primer lugar la oración de los leprosos: siendo fieles a la ley que les manda permanecer lejos de los sanos (cf Lv 13,45-46), los diez leprosos «se pararon a lo lejos» y gritaron con fuerza, sin miedo, conscientes de su enfermedad: «¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!» (Lc 17,13).
Sienten fuertemente su pobreza, su indigencia y la necesidad de ser curados; en su situación dolorosa no se cierran en el lamento, también apuestan por la esperanza de que Jesús, ese del que han oído hablar como sanador, les puede sacar de su postración. También yo puedo hacer mías las circunstancias y la oración de los diez leprosos reconociendo y aceptando mis lepras (soberbia, pereza, avaricia, ira...), para luego dar el paso de creer en el poder de Dios por Jesucristo, y gritar: ¡Señor Jesús, ten compasión de mi!.
La respuesta de Jesús a la oración no se limita a realizar un milagro porque sí, como si se tratara de un acto de pura magia. A Jesús le gusta poner a prueba la fe de los que le suplican; plantando al pedigüeño necesitado ante su propia fe Jesús le facilita que ésta sea una opción libre y no impuesta por la necesidad.
Ya en el Antiguo Testamento Dios puso a prueba la fe de Abrahán pidiéndole que se pusiera en camino (cf Gn 12,1); también a Naamán el sirio, cuyo agradecimiento por su curación se narra en la primera lectura de hoy, le pide Eliseo que se bañe siete veces en el río Jordán (cf 2 Re 5,10); y de igual modo Jesús pidió a un ciego de nacimiento que se lavara en la piscina de Siloé (cf Jn 9,7), y exigió al centurión volver a casa con la certeza de que su criado había sido curado (cf Mt 8,13).
Jesús pide siempre pequeños signos que muestren la autenticidad de la fe; son gestos aparentemente insignificantes, nimiedades que sorprenden cuando se piden como condición para algo tan importante como la curación de una enfermedad grave o la resucitación de un muerto. ¿De qué servirá eso para lo que yo quiero?, pueden decir los interesados. ¿De qué me sirven las oraciones, las limosnas o la participación asidua en la Eucaristía? Son gestos aparentemente banales que Dios pide para probar y mantener alerta nuestra fe.
Jesús pide siempre pequeños signos que muestren la autenticidad de la fe; son gestos aparentemente insignificantes, nimiedades que sorprenden cuando se piden como condición para algo tan importante como la curación de una enfermedad grave o la resucitación de un muerto. ¿De qué servirá eso para lo que yo quiero?, pueden decir los interesados. ¿De qué me sirven las oraciones, las limosnas o la participación asidua en la Eucaristía? Son gestos aparentemente banales que Dios pide para probar y mantener alerta nuestra fe.
Obediencia
Con ese sentido de "prueba" somete Jesús a los diez leprosos a la obediencia de la fe (cf Rm 1,5; 16,26). Les manda cumplir uno de los preceptos legales para enfermos de la piel: «¡Id a presentaros a los sacerdotes!» (Lc 17,14). Este mandato del Levítico era para los que habían sanado; el sacerdote certificaba entonces con una serie de ritos que el enfermo podía reintegrase a la comunidad (cf Lv 14,2s). A pesar de no haber sido curados aún, Jesús envía a estos diez, y ellos obedecen; y «mientras iban de camino quedaron limpios» (Lc 17,14). En la obediencia (acción) han cambiado (curado). La obediencia les pone en marcha y les sana. Esta fe-obediencia expresada en la acción de los leprosos es invitación a una espiritualidad de la acción que se edifica desde el riesgo, haciendo la voluntad de Dios aunque de momento no se entiendan sus exigencias.
Los leprosos llaman a Jesús “maestro”, que es algo más que transmisor de conocimientos; maestro es aquel que ha recorrido el camino antes, sabe cómo llegar, y amparado en la autoridad de su experiencia exige obediencia al discípulo. Por su parte el buen discípulo obedece fiado en la persona de su maestro; todo lo que manda hacer el maestro, por muy absurdo que pueda parecer de principio, tiene un sentido que más adelante se desvelará.
Nos queda un tercer detalle, tal vez el más importante en la globalidad de este evangelio: la gratitud del leproso samaritano. El pecado capital de los paganos, según san Pablo, es «no haber dado a Dios gloria ni acción de gracias» (Rm 1,21). En nuestra sociedad neopagana detectamos el mismo pecado. Una vez se ha alcanzado un cierto nivel económico con cierta seguridad, una vez sanados de nuestras depresiones y sinsentidos -o anestesiados de ellos-, emerge el olvido de Dios.
Nos queda un tercer detalle, tal vez el más importante en la globalidad de este evangelio: la gratitud del leproso samaritano. El pecado capital de los paganos, según san Pablo, es «no haber dado a Dios gloria ni acción de gracias» (Rm 1,21). En nuestra sociedad neopagana detectamos el mismo pecado. Una vez se ha alcanzado un cierto nivel económico con cierta seguridad, una vez sanados de nuestras depresiones y sinsentidos -o anestesiados de ellos-, emerge el olvido de Dios.
Al igual que los nueve leprosos judíos, posiblemente de mentalidad farisea, también el hombre contemporáneo cree que con el cumplimiento de la ley ha saldado sus deudas con la divinidad. Una vez cumplida la ley y obtenido el beneficio, se tiene la convicción de que el milagro es consecuencia del mérito personal.
Jesús no pidió a los leprosos curados que volvieran para darle las gracias. Por eso más que reprochar lamenta la ingratitud de los que no volvieron. Se limita a poner de relieve que no han regresado: «Los otros nueve ¿dónde están?» (Lc 17,18).
La acción de gracias es tan importante como la súplica y la obediencia. Quien agradece la presencia de Dios en su vida cree y va por el buen camino. La acción de gracias es un buen termómetro para medir el grado de la fe. Tendemos a acordarnos de Dios en la súplica-petición, como si le echáramos a Dios en cara nuestras desgracias, pero le olvidamos en tiempos de bonanza.
Ser agradecido es ser feliz. Muchas de nuestras insatisfacciones son el fruto de nuestra ingratitud; si cada mañana nos levantáramos trayendo a la mente todo lo que tenemos que agradecer a Dios seguramente ganaríamos en optimismo. ¡Pero no! Preferimos el lamento, o en todo caso la soberbia de nuestra valía. Y vivimos el día añorando más que disfrutando.
¡Hombres de poca fe!
¡Feliz Domingo!
Octubre 2022
Casto Acedo
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