jueves, 21 de octubre de 2021

Señor, ¡que pueda ver! (Domingo 24 de Octubre)




Cada vez que el evangelio narra un milagro podríamos preguntarnos hasta qué punto nos importa conocer al detalle lo que Jesús hacía. El ciego del evangelio de hoy recobró la vista: ¿y qué? Eso pasó hace dos mil años. Pero, aparte de darme a conocer el poder de Dios, capaz de curar y sanar, ¿tienen algo más que decirme las narraciones de los milagros?
 
Pues creo que sí. Cuando los evangelistas narran milagros de Jesús suelen apuntar más allá del hecho concreto; la mayoría de los signos milagrosos remiten a una realidad trascendente. Por eso la curación del ciego de nacimiento (Mc 10,46-52) es mucho más que la noticia puntual de un hecho concreto extraordinario. Al hilo de la curación se nos está definiendo todo un proceso de conversión y salvación integral tan propio de ayer como de hoy. Veamos.

 El ciego soy yo

Contemplamos a Jesús «al salir de Jericó», camino de Jerusalén. El camino es  la vida; todos nosotros vamos caminando hacia Jerusalén, hacia el encuentro con Dios y con los demás, hacia la ciudad santa, la meta de todo peregrino: el cielo, el reino de Dios, la felicidad. 

En su caminar Jesús se cruza con un ciego, llamado Bartimeo, que está «sentado al borde del camino pidiendo limosna». Yo soy ese ciego. Yo soy ese hombre «sentado», parado «al borde», fuera del camino. Ahí estoy yo, y están todos los hombres que por razones diversas nunca vieron, o dejaron de ver, y se han cansado de caminar. Ahí están todos aquellos que sin esperanzas de futuro perdieron el tren de la vida. Ahí están, sentados al borde del camino mendigando un poco de luz, un poco de claridad para poder seguir encontrando un motivo para rehacer sus vidas maltrechas por la oscuridad. Ahí estamos, aparcados, estancados, con los ojos oscurecidos por la legaña que se cría al arrimo del pecado, y sobre todo, por la enfermedad de la desconfianza, de la falta de fe. 
 

 Historia de una conversión:
la oración sincera, la renuncia y la fe.

Hoy Jesús pasa a tu lado; como pasó al lado de Bartimeo. «Al oír que era Jesús el Nazareno, empezó a gritar» . Por lo que se ve Bartimeo, más que ciego –con la connotación negativa que tiene la palabra- es invidente –no puede ver-. El grito le sale de dentro, del hondón del alma, del lugar donde más le duele su invidencia. Con ese grito comienza la historia de su curación, de su conversión, con él se inicia el camino de su fe: «¡Hijo de David, ten compasión de mi!».

«Jesús se detuvo y dijo: Llamadlo». ¿Quién ha dicho que Jesús no escucha nuestras oraciones? Tal vez el problema está en que no gritamos lo suficientemente alto debido a que nuestra oración carece de sinceridad y profundidad, no ponemos demasiado empeño porque no creemos que gritar sirva de mucho; como el mendigo que rutinariamente repite una y otra vez: “¡una limosna, una limosna!”, pero sin convicción. No era el caso de Bartimeo: «muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más». Su oración obstinada, perseverante, obtiene respuesta. Jesús se fija en él.

Al saberse llamado por el mismo Jesús el ciego Bartimeo «soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús». No lo pensó dos veces. Estaba «sentado» y «se pone de pie», se levanta, queda dispuesto para la marcha. Dejó atrás lo único que tenía, su manto, porque había encontrado algo más importante, una esperanza mayor que la posibilidad de recoger unas monedas sobre el manto extendido en el suelo.
 
Se despegó de sus cosas y, desde esa pobreza y desvalimiento total, inicia un diálogo: «Jesús le dijo: ¿Qué quieres que haga por ti?» O lo que es lo mismo: ¿De veras crees que puedo ayudarte? «El ciego le contestó: maestro, que pueda ver». ¡Qué magnífica oración para este domingo! ¡Haz Señor que pueda ver!, que se abra ante mis ojos la luz para ver claro por dónde tengo que caminar, cómo tengo que educar a mis hijos, cuál ha de ser mi actitud frente este problema familiar que me aflige, cómo tengo que enfocar mi vida matrimonial o laboral... «¡que pueda ver!».

Jesús le dijo entonces, y te dice a ti y a mi hoy: «Anda, tu fe te ha curado». «Tu fe»; el poder de Dios manifestado en Jesús ha actuado; y lo ha hecho cuando el ciego ha puesto en él su fe, su confianza. "Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti", dijo en su día san Agustín. El poder de Dios no anula la eficacia de la acción del hombre; es más, por respeto a su libertad, para actuar su gracia Dios exige una respuesta de fe; de ahí que Jesús pida la fe del hombre para obrar en él.
 
El evangelio nos invita constantemente a obrar el bien, pero ¿quién puede obrar el bien? O mejor: ¿en quién puede obrar Dios sus milagros? Sólo en el que tiene fe, en el que confía y cree que Dios, y él mismo en Dios, lo puede todo;  Dios obra milagros en quien pone su confianza en la justicia (misericordia) de Dios. "Tu fe te ha curado". ¡Qué importante es la fe! Sin acogida de la Palabra, sin confianza en Jesús no hay milagro.

«Al momento recobró la vista y lo seguía por el camino». El hombre sanado, curado, se incorpora al camino, se pone en marcha con Jesús y sus discípulos hacia Jerusalén. Si tú eres un converso, si se te han abierto los ojos y has visto a Jesús, puedes identificarte con este nuevo creyente que camina al lado de Jesús .
 
 
¿Espectadores o misioneros?

El ciego soy yo y eres tú. Pero también somos los que acompañaban a Jesús o se cruzaron en su camino aquel día. 
Unos desprecian al ciego y le piden que se calle, que ya ha molestado bastante. Con su recriminación quieren ocultar la miseria de su pueblo y quieren callar la fe del ciego, que proclama a Jesús como “Hijo de David”. Ellos habían ido a ver el espectáculo de un hombre con fama de buen predicador, y no quieren molestias.

 Puedo contemplarme en aquellos espectadores que se sienten molestos porque alguien está ahí, con su oscuridad, con su enfermedad, con su tristeza, su depresión, y grita con fuerzas a Dios. Me molestan y estorban esos gritos, los gritos del pobre que no tiene qué comer, la angustia de los que piden justicia al ver pisoteados sus derechos; me molestan porque yo voy a otra cosa. ¿Acaso tiene algo que ver la religión con esos problemas?. Hablan así quienes viven una religiosidad desconectada de la realidad, algo que Jesús desmiente con su modo de actuar.
 
Fe y realidad tienen mucho que ver. Creer en Jesús no es un título para justificar mis banderías; la fe auténtica es siempre un aldabonazo para mi conciencia acomodada. Si no escucho los gritos del ciego -de los sufrientes- ¿para qué me quiero acercar a Jesús? ¿Para quedar bien con mis rezos?, ¿para justificar mi moral farisaica? Si a mí me molestan los gritos de los ciegos de este mundo, he de saber que a Jesús no le molestan; Él no ha venido para los sanos sino para los enfermos (cf Lc 5,31): «Llamadlo», les dice.

También puedo contemplarme en aquellos que, siguiendo la indicación de Jesús, «llamaron al ciego diciéndole: ¡Animo, levántate, que te llama!». Hagamos nuestras estas palabras y digámoslas a tantos como gritan a Dios pidiendo su ayuda: ¡Ánimo, levántate, que te llama! La nueva evangelización no es otra cosa que invitar a todos los hombres a escuchar la llamada de Dios, especialmente a los que por su pobreza extrema, su enfermedad o su “mala filosofía de la vida” malviven sumergidos en el pozo oscuro de la desesperanza. Tres palabras para meditar en un espacio de silencio, para animarnos a ponernos ante Dios  y para activar en nosotros la disponibilidad para Dios: ¡Ánimo, levántate, te llama! Escuchas. Dices a otros. Apóstoles.

Jesús te está diciendo: ¡acércate a mí! ¡déjate curar! y ¡sé misionero!, salta a la calle, ve por todo el mundo anunciando que ha llegado la salvación para todos los hombres, llama a todos los ciegos, a todos los que no ven, a todos los que viven en la oscuridad, a los que soportan la vida sin esperanzas de futuro; a los que viven agachados, encorvados sobre sí mismos. Llámalos y dile: «¡Animo, levántate, que te llama!».
 
Jesús te llama. Una misión: acercar a todos los hombres a Jesús; ayudarles a que tomen conciencia de que Él ya está cerca de ellos, está pasando tan cerca como cerca pasó el ciego; Él es la respuesta a tus preguntas, a tus situaciones de oscuridad. Si hoy, en este evangelio, en la misa, o en cualquier otra circunstancia, ves a Jesús que se acerca, y de otro lado ves a los que aún no creen, anúnciale con delicadeza y con fuerza que hay Dios, y que es grande su poder. Cuéntale tu experiencia de sanación con las palabras del salmo: «el Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3).

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Cada domingo este evangelio se hace realidad en nuestras comunidades:

* En la misa comenzamos pidiendo al Señor que tenga compasión de nosotros, que cure nuestras cegueras, que limpie nuestros ojos embarrados por el pecado.


* En la Liturgia de la Palabra, pasa Jesús; llega a nuestros oídos el rumor de sus pasos. Dialogamos con él, y con su voz abre nuestros ojos: “Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas” (Sal 18,29).

* Y nos cura; nos da el bálsamo de su Alimento eucarístico. De Él viene nuestra fuerza. Aunque antes pone a prueba nuestra fe: ¿Tú crees que puedo sanarte? «¿Tú crees en el Hijo del Hombre?» (Jn 9,35); y respondemos con el credo y con las mismas palabras del centurión que pedía la curación de su criado: «No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarle (sanarme)» (Mt 8,8).

*Finalmente, recobrada la vista, le seguimos por el camino, como aquel ciego, alegres y comprometidos con la vida, cumpliendo, cada día, con Jesús la tarea de hacer presente el Reino de Dios en nuestro mundo. 
 

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Nota: Para una reflexión más detallada, incluso una amplia charla sobre la curación del ciego, en este mismo blog: 

Casto Acedo Gómez. Octubre 2021. castoacedo@gmail.com.

jueves, 14 de octubre de 2021

Vida bautismal y eucarística (Domingo 17 de Octubre)

Cuando los Zebedeo le piden privilegios de poder y mando a Jesús, éste les responde:
No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?”
Muchas veces he imaginado a Jesús respondiendo con estas palabras a quienes se acercan a pedir el bautismo o la comunión para sus hijos, o la confirmación o matrimonio para ellos mismos. Porque la gran masa se acerca a esos sacramentos como los hijos de Zebedeo, buscando la gloria de sentarse al lado del Señor aprovechándose de sus triunfos.

Ningún texto evangélico es tan claro como éste a la hora de hacernos ver hasta qué punto los sacramentos tocan y se conectan con la realidad. Lo más frecuente es considerarlos como simples ritos de paso que dan pie a celebraciones familiares festivas, algo muy digno de considerar, pero eso no es lo más significativo de los mismos.

Un texto de san Pablo, tan cercano al evangelio de Marcos, nos señala el significado del bautismo como inicio de una vida sumergida en los misterios de la muerte y resurrección de Jesús: 
“¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”.(Rm 6,3-4).
Bautismo y Eucaristía expresan como ningún otro sacramento la esencia el mensaje de Jesús. Ambos sugieren la necesidad de sumergirse en la muerte para nacer a la vida. Podemos decir que la vida cristiana es la llamada a una vida bautismal y eucarística que se abre paso entre las tendencias ególatras de la humanidad.


Vida bautismal

Es una pena que hayamos reducido el bautismo a un simple “rito familiar”, una excusa para celebrar el nacimiento de un bebé, o algo cada vez más frecuente: un requisito previo a la Primera Comunión, entendida esta como una fiesta de marcado carácter consumista y de postureo social. Las causas de esta deriva no la hemos de poner sólo en la ignorancia de los padres que solicitan estos sacramentos sino más bien en la desidia con la que los responsables de la pastoral parroquial aceptamos esa ignorancia como un problema insalvable.

Se teme que pedir una formación doctrinal y espiritualmente (vitalmente) seria traiga consigo una desbandada de fieles. Como si Jesús hubiera respondido a Santiago y Juan: ¡Vale, os daré ese privilegio, pero no os vayáis, por favor!

Hacemos una lectura muy interesada del mandato del Señor que dice “id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). Dejamos lo de “hacer discípulos”, es decir, seguidores fehacientes de Jesús, para el final. ¿No habría que deducir que lo primero es “hacer discípulos”, lo segundo bautizar y finalmente perfeccionar el seguimiento? Tentamos a Dios cuando al bautizar a los niños decimos: ¡Ya vendrá la fe y la vida; de momento basta  la gracia de Dios!

De siempre me enseñaron que “Dios no va a hacer por ti nada que tú puedes hacer por ti mismo”. Y desde aquí me surge una pregunta: ¿no bautizamos indiscriminadamente para ahorrarnos el trabajo que supone una pastoral prebautismal seria? ¿Basta la gracia? La gracia perfecciona la naturaleza, pero no la absorbe ni la anula. Dios te ayuda, pero no te sustituye en tus deberes de escuchar y poner en práctica su Palabra. Tentamos a Dios cuando esperamos que Él  haga lo que nosotros podemos hacer y no hacemos. 

Nuestras comunidades parroquiales deberían analizar si administramos alegremente los sacramentos porque creemos en la fuerza de la gracia de Dios o porque nos ahorra beber el cáliz amargo del rechazo y el sufrimiento propios de una Iglesia profética, evangelizadora y exigente en la fe.

“Haced discípulos”. Es maravilloso el consejo. Invita a mostrar a otros la verdad, la bondad y la belleza del Evangelio, a hacer a otros partícipes del gozo pascual vivido por uno mismo. Son muchos los padres que piden el bautismo con el fin de celebrar el hecho biológico de tener un hijo, algo insignificante comparado con el gozo inmenso que proporciona el conocimiento de Dios y su sabiduría. Nunca se debe negar el bautismo a unos padres que lo solicitan para su hijo de acuerdo con los cánones establecidos por la Iglesia, pero ¿no merece la pena diferirlo si con ello se lograra una conciencia mayor del tesoro que se tiene entre manos?

La renovación bautismal que debe actuarse en la Iglesia es algo más que la repetición anual del rito de renuncias y promesas en la Vigilia Pascual. Esto no basta. “Tenéis que nacer de nuevo” (Jn 3,7), dice Jesús a Nicodemo. Merece la pena releer en clave de vida espiritual el diálogo que mantienen Jesús y Nicodemo (Jn 3,1-21). Nacer de nuevo es despertar a un modo nuevo de ver y vivir la vida: desde Dios.  


Vida eucarística

También habla Jesús de “beber el cáliz”. Sin demérito del Bautismo, la Eucaristía es el sacramento Pascual por excelencia. Si del Bautismo brota la vida bautismal, de la eucaristía nace una vida eucarística.

Hace poco más de un año, en el “hasta luego, nos vemos en el cielo” que celebramos en Villanueva del Fresno con motivo del sepelio de mi compañero Manolo Calvino, me dieron la oportunidad de decir algo en el momento de la poscomunión, y en clave de fe resumí su  vida con la expresión “se hizo eucaristía”, se hizo alimento para su pueblo. 

Y en verdad que así fue la vida de Manolo. En unos días que pasé  con él en su parroquia pude ver cómo conocía a sus ovejas, las atendía con paciencia, pateaba las calles metido entre el rebaño, perdía su vida para que sus feligreses encontraran la suya; y así había sido también en el seminario y en las anteriores parroquias en las que sirivió. 

“Este es mi cuerpo, entregado por vosotros… mi sangre derramada” para la reconciliación y el encuentro. La “piedad eucarística” de Manolo se expresó en una “vida sacerdotal”, de servicio. Asumió el consejo que hoy nos da Jesús. “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.

Si la “vida bautismal” que propone Jesús a los Zebedeo invita a revisar bajo qué presupuestos y condiciones administramos el bautismo, la referencia a  la “vida eucarística” nos obliga a revisar tanto el “tinglado” en que se hayan envueltas las celebraciones religioso-profanas de las Primeras Comuniones como el talante de nuestras habituales celebraciones dominicales.

No voy a repetir lo mismo que he dicho acerca del bautismo, pero sí que creo conveniente insistir en la importancia de recuperar la Eucaristía como sacramento de y para los débiles. Viene en mi ayuda la segunda lectura de hoy; “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado” (1Hb 4,15). El mismo Cristo se hizo débil, pobre, para mostrar la fortaleza del Padre en su debilidad. “Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, porque también él está sujeto a debilidad. A causa de ella, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo” (Hb 5,2-3).

Una “vida eucarística” supone amar hasta el extremo, con lo que eso supone de vulnerabilidad. La Eucaristía es el sacramento de los débiles, los enfermos, los pobres; de aquellos que saben que sólo contando con la fortaleza de Dios se puede vivir en plenitud el servicio. Beber el cáliz que bebió Jesús sólo es posible cuando mi debilidad se fortalece con el alimento de la Palabra y del Pan Eucarístico. Soy débil, espero en Dios y salgo renovado de la celebración dominical.

El problema viene cuando hacemos de la Eucaristía un sacramento de fuertes, de “puros y perfectos”, y de la “vida eucarística” una vida de “inmaculados”. Recordad el evangelio de la semana pasada: “no hay nadie bueno más que Dios”. 

Cuando hacemos de la Eucaristía el sacramento de los que han alcanzado la perfección no hay manera de vivir en clave de servicio. La soberbia de los perfectos inclina a sentirse merecedores de admiración y respeto; y esto es incompatible con el servicio  humilde. El ministerio del amor sólo se puede ejercer a ras de tierra, tocando fondo, en encarnación, que eso significa que “también Él está sometido a debilidad”. Ciertamente Jesús no conoció el pecado, pero sí las consecuencias del mismo. “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación” (Is 53,10), decía la primera lectura.

Tener, pues, una “vida eucarística” es seguir a Jesús en la debilidad, de su “sacerdocio”, en su servicio humilde. “El que quiera ser grande entre vosotros sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. La vida eucarística supone el ejercicio compasivo de asumir como propios los sufrimientos del mundo: “mi Siervo justificará a muchos, porque cargó con los sufrimientos de ellos” (Is 53,11).

¿Te has planteado alguna vez cargar con el sufrimiento de los enfermos, los hambrientos, los encarcelados, los inmigrantes que llegan desesperados a las costas españolas, o con el sufrimiento de quienes no encuentran el norte de su vida? No pide Dios que dediques a estas realidades dolorosas una mirada lastimera sino compasiva, sintiendo lo que ellos sienten, haciéndote uno de ellos; es lo que hizo Jesús y lo que han hecho los grandes santos.

Mi amigo Manolo Calvino entendió perfectamente lo que era una "vida eucarística", procuró vivirla,  tuvo éxito y fue feliz. Tuvo la suerte de una vocación sacerdotal que le permitió “partir su cuerpo” y “dar su alma” en alimento para todos. 

Queda claro que "hacer la comunión" es mucho más que vestirse de blanco y celebrar una fiesta; e ir a misa es algo más que cumplir un precepto. Cuando la celebración religioso-profana de la primera comunión se transforma en ostentación y derroche, o cuando la Eucaristía dominical se reduce al cumplimiento de un precepto, no estamos siendo fieles al Evangelio. Si detectamos estos  síntomas deberíamos revisar la pastoral parroquial, no sea que estemos  bebiendo el cáliz de nuestra propia condenación (cf 1 Cor 11,27-28).

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¡Cómo nos parecemos a los hermanos Zebedeo, Santiago y Juan! Ambiciosos, interesados, amantes del lujo y la ostentación, buscando siempre la ventaja frente al resto. Es tan indecente lo que piden a Jesús que, para suavizar la escena, el evangelio de Mateo (20,20-21),  pone la petición de privilegios no en la boca de los dos discípulos sino en la de su madre, mitigando así el escándalo que supone el hecho de que entre los seguidores cercanos del Maestro  hubiera alguien que hiciera tal petición. De este modo, más que una petición egoísta, pasa por ser sólo el exceso de amor de una madre.

Deberíamos preguntarnos si acaso nosotros no caemos también en la tentación de disfrazar nuestras indecencias pastorales bajo el ropaje del amor. Jugar con los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, utilizarlos para fines que no son los de Jesús, administrarlos para personas que no son discípulos ni tienen interés en serlo, es un despropósito que a larga pasa factura.

Ahondemos en estos sacramentos y en la necesidad una práctica espiritual adecuadas a ellos. Es la advertencia de Jesús a sus discípulos: ¡Mirad con qué criterios se mueve el mundo, por el interés y el dominio; que no sea así entre vosotros!

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Un comentario más breve:

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Casto Acedo. Octubre 2021. castoacedo@gmail.com

jueves, 7 de octubre de 2021

Dios y el dinero

 
 
En prácticamente todas las celebraciones de la Iglesia, y sobre todo en la Eucaristía dominical, se parte la Palabra de Dios, es decir, se sirve como alimento. Porque la Palabra es "vida", "luz", sendero", "comida”... Toda vida cristiana que se precie de ese nombre ha de tener una constante referencia y confrontación con la Palabra de Dios. Si no se discierne la vida a la luz de la Palabra se corre el riesgo de construir la propia espiritualidad sobre bases poco sólidas, sobre palabras de falsos profetas o sobre el culto egoísta a uno mismo.
 
¿No ocurre así con la vida espiritual de muchos que se llaman devotos de tal o cual santo, al que acuden con sus peticiones y acciones de gracias, pero nunca escuchan la Palabra de Dios que el tal santo escuchó con fervor y vivió con apasionamiento? Hay que evitar caer en una supuesta relación con Dios basada en un monólogo complaciente, donde uno habla y se responde según sus propios criterios, huyendo de la dureza que a veces supone la confrontación dialéctica con la Palabra de Dios; situarse ante ella es ponerse ante la verdad de Dios, y ahí no valen ni autojustificaciones ni autocomplacencias.

La Palabra de Dios, como tijera de jardinero, poda lo que desfigura la imagen de Dios en mi, y me configura con Cristo, me hace ser como Él. La poda a la que la “audiencia”(ob-audiencia, obediencia) de la Palabra me somete es un ejercicio de limpieza a veces doloroso, y por eso tiendo a resistirme a ello, pero sin arrancar de mi las malas ramas no podré crecer y dar buenos frutos.

El Evangelio de Marcos, en el pasaje que se proclama este domingo  (Mc 10,17-31), ofrece un claro ejemplo de resistencia y rechazo a las exigencias de la Palabra, acompañado también de un ejemplo de aceptación por parte de los discípulos. "Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mc 10,28). ¿Dónde te sitúas?
 

La Palabra (Jesús), entre el rechazo y la aceptación

La semana pasada el Evangelio hablaba de divorcio y adulterio,  hoy habla de dinero. Y asombroso el distinto nivel de puritanismo con el que enfocamos un tema si lo comparamos con el otro. Es más fácil encontrar quien confiese sus faltas sobre el sexto mandamiento  ("no cometerás adulterio") que sobre séptimo ("no robarás"). Seamos sinceros: la moral tradicional ha sido más dada a considerar  más grave la impureza del adulterio que la del dinero. La moral burguesa se da golpes de pecho en caso de fornicación, pero se siente cómodo explotando y oprimiendo al pobre. Pero vayamos al texto.

Hoy también ponen a prueba a Jesús con una pregunta. En este caso la pregunta viene de parte de un hombre -un joven dirá san Mateo (19,20.22)- que se acerca a Jesús interesado por alcanzar la "vida eterna", o sea, la felicidad. Y Jesús, fiel a la tradición judía, le aconseja: "Ya sabes los mandamientos" (Mc 10,19). Pero él replica afirmando que ya los cumple, y sin embargo parece no sentirse satisfecho con eso.

Un corazón joven siempre está inquieto y pide más. Jesús le mira con cariño -¡qué importante esa mirada amorosa de Dios!- y le invita a ir más allá: "Una cosa te falta, anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme" (Mc 10,21). Frente al cumplimiento de la ley que viene del exterior Jesús le anima a tomar una decisión desde el corazón. 

Este hombre era cumplidor de la ley, un asceta, pero no estaba satisfecho; sentía como si la vida le pidiera algo más. Y Jesús le mostró el camino, pero parece ser que aún no estaba preparado para pasar de la ley a la fe, de la ascética (idolatría de las obras) a la mística (unión de vida con Cristo), del cumplimiento de unos mandamientos a la imitación de la pobreza de Cristo y la misericordia de Dios. Por eso "frunció el ceño y se marchó pesaroso" (Mc 10,22).

Aprovechando lo ocurrido con éste hombre Jesús da a los suyos una catequesis sobre el poder corruptor de la riqueza. Cuando la confianza en los bienes materiales se pone por encima de la confianza en Dios, es decir, cuando se hace del oro y la plata un ídolo, el camino de la vida queda cerrado; porque la riqueza es una carga pesada, un Dios cruel que pide sacrificios inmensos para quien le sirve; el rico vive sometido a sacrificios económicamente rentables por lo general, pero humanamente ruinosos.

El "Dios riqueza" desangra la vida de los que le sirven, destruye sus relaciones familiares (separa a los hermanos), laborales (genera explotación), sociales (clasifica a los hombres según su status económico) y religiosas: “Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso al segundo. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24).  Por eso éste ídolo hace imposible entrar en el Reino: "Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de Dios” (Lc 18,25).

El camino de la vida es el de la pobreza libremente asumida, virtud que pone las bases a la auténtica libertad, pero que escandaliza incluso a los primeros discípulos de Jesús: "Entonces ¿quién puede salvarse?". Jesús se les quedó mirando -esta vez mira a los suyos-: Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo."(Mc 10,26-27).

 
La virtud de la pobreza, don de Dios.

Dios lo puede todo. Revelación clave. La virtud de la pobreza no es el fruto de un voluntarismo, no es una competición. No se trata de jugar a ver quien puede vivir con menos cosas, como hicieron los estoicos, o algunos ascetas equivocados que hicieron de la renuncia a las cosas del mundo una carrera para presumir de quien aguanta más el sufrimiento; la virtud de la pobreza no es algo que está al alcance de nuestras manos; es un don de Dios. Don que, por supuesto, pide ser asumido y trabajado por el hombre; y éste debe ser consciente de que sólo bañado por la gracia de Dios, revestido con su fuerza, es capaz de vencer en la lucha contra el demonio de la avaricia. La clave está en poner la confianza en Dios.

A los discípulos, que dicen: "ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido", Jesús le da una seguridad: recibirán cien veces más, porque la sabiduría que conlleva la virtud de la pobreza vale cien veces más (Sb 7,7-8). Pero, ¡ojo!, "con persecuciones" (Mc 10,30). El “conflicto de Dios con el mundo” no estará ausente de la vida del discípulo, la incomprensión será causa de sufrimiento para el seguidor fiel. La meta de la bienaventuranza total para los pobres de Dios sólo se intuye plenamente para la edad futura, para la vida eterna (cf Mt 5,3).

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Vuelve hoy tu mirada a Jesús, que "siendo rico se hizo pobre para que nosotros nos enriqueciéramos con su pobreza" (2 Cor 8,9). La Eucaristía es el sacramento de los pobres, de los que sabiéndose necesitados, empobrecidos, buscan la sabiduría y "en su comparación tienen en nada la riqueza" (Sb 7,8).
 
Cristo se comparte, se da a comer en el pan eucarístico; ahí te da lo más grande que tiene, su vida, para que tú tengas vida eterna en Él. Este es el misterio que celebra cada Misa: la vida de Dios que pasa resucitándote. La oración colecta del domingo XXIII ordinario rezaba pidiendo a Dios “nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir”. ¿Qué es eso que no nos atrevemos a pedir a Dios? Pues, tal vez entre esas cosas esté la pobreza como virtud, o la humildad, o la persecución.
 
Pero ¿acaso quiere Dios que vivas en la miseria y el desprecio o sufriendo? ¡De ningún modo!; la pobreza, la persecución, las humillaciones, sólo la debes pedir, como dice san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales, "si todo ello es necesario para mejor servir a su Divina Majestad" (EE, 23 y 157), es decir, si con ello te acercas más a Dios y a los hermanos. Al pedir esas cosas estas pidiendo verte libre de las ataduras del dinero y del culto a la propia imagen; si alcanzas esta libertad andarás por el mundo más seguro y complaciente que el que vive en el temor constante de perder su dinero o deteriorar la imagen que quiere dar al mundo.

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Un comentario más breve.


Casto Acedo GómezOctubre 2021. paduamerida@gmail.com.

Buda en Cáceres

No deja de sorprender que siga adelante el proyecto de construcción de la macroestatua de Buda y el centro Budista en la ciudad de Cáceres, ...