Cuando los Zebedeo le piden privilegios de poder y mando a Jesús, éste les responde:
“No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?”
Muchas veces he imaginado a Jesús respondiendo con estas palabras a quienes se acercan a pedir el bautismo o la comunión para sus hijos, o la confirmación o matrimonio para ellos mismos. Porque la gran masa se acerca a esos sacramentos como los hijos de Zebedeo, buscando la gloria de sentarse al lado del Señor aprovechándose de sus triunfos.
Ningún texto evangélico es tan claro como éste a la hora de hacernos ver hasta qué punto los sacramentos tocan y se conectan con la realidad. Lo más frecuente es considerarlos como simples ritos de paso que dan pie a celebraciones familiares festivas, algo muy digno de considerar, pero eso no es lo más significativo de los mismos.
Un texto de san Pablo, tan cercano al evangelio de Marcos, nos señala el significado del bautismo como inicio de una vida sumergida en los misterios de la muerte y resurrección de Jesús:
“¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”.(Rm 6,3-4).
Bautismo y Eucaristía expresan como ningún otro sacramento la esencia el mensaje de Jesús. Ambos sugieren la necesidad de sumergirse en la muerte para nacer a la vida. Podemos decir que la vida cristiana es la llamada a una vida bautismal y eucarística que se abre paso entre las tendencias ególatras de la humanidad.
Vida bautismal
Es una pena que hayamos reducido el bautismo a un simple “rito familiar”, una excusa para celebrar el nacimiento de un bebé, o algo cada vez más frecuente: un requisito previo a la Primera Comunión, entendida esta como una fiesta de marcado carácter consumista y de postureo social. Las causas de esta deriva no la hemos de poner sólo en la ignorancia de los padres que solicitan estos sacramentos sino más bien en la desidia con la que los responsables de la pastoral parroquial aceptamos esa ignorancia como un problema insalvable.
Se teme que pedir una formación doctrinal y espiritualmente (vitalmente) seria traiga consigo una desbandada de fieles. Como si Jesús hubiera respondido a Santiago y Juan: ¡Vale, os daré ese privilegio, pero no os vayáis, por favor!
Hacemos una lectura muy interesada del mandato del Señor que dice “id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). Dejamos lo de “hacer discípulos”, es decir, seguidores fehacientes de Jesús, para el final. ¿No habría que deducir que lo primero es “hacer discípulos”, lo segundo bautizar y finalmente perfeccionar el seguimiento? Tentamos a Dios cuando al bautizar a los niños decimos: ¡Ya vendrá la fe y la vida; de momento basta la gracia de Dios!
De siempre me enseñaron que “Dios no va a hacer por ti nada que tú puedes hacer por ti mismo”. Y desde aquí me surge una pregunta: ¿no bautizamos indiscriminadamente para ahorrarnos el trabajo que supone una pastoral prebautismal seria? ¿Basta la gracia? La gracia perfecciona la naturaleza, pero no la absorbe ni la anula. Dios te ayuda, pero no te sustituye en tus deberes de escuchar y poner en práctica su Palabra. Tentamos a Dios cuando esperamos que Él haga lo que nosotros podemos hacer y no hacemos.
Nuestras comunidades parroquiales deberían analizar si administramos alegremente los sacramentos porque creemos en la fuerza de la gracia de Dios o porque nos ahorra beber el cáliz amargo del rechazo y el sufrimiento propios de una Iglesia profética, evangelizadora y exigente en la fe.
“Haced discípulos”. Es maravilloso el consejo. Invita a mostrar a otros la verdad, la bondad y la belleza del Evangelio, a hacer a otros partícipes del gozo pascual vivido por uno mismo. Son muchos los padres que piden el bautismo con el fin de celebrar el hecho biológico de tener un hijo, algo insignificante comparado con el gozo inmenso que proporciona el conocimiento de Dios y su sabiduría. Nunca se debe negar el bautismo a unos padres que lo solicitan para su hijo de acuerdo con los cánones establecidos por la Iglesia, pero ¿no merece la pena diferirlo si con ello se lograra una conciencia mayor del tesoro que se tiene entre manos?
La renovación bautismal que debe actuarse en la Iglesia es algo más que la repetición anual del rito de renuncias y promesas en la Vigilia Pascual. Esto no basta. “Tenéis que nacer de nuevo” (Jn 3,7), dice Jesús a Nicodemo. Merece la pena releer en clave de vida espiritual el diálogo que mantienen Jesús y Nicodemo (Jn 3,1-21). Nacer de nuevo es despertar a un modo nuevo de ver y vivir la vida: desde Dios.
Vida eucarística
También habla Jesús de “beber el cáliz”. Sin demérito del Bautismo, la Eucaristía es el sacramento Pascual por excelencia. Si del Bautismo brota la vida bautismal, de la eucaristía nace una vida eucarística.
Hace poco más de un año, en el “hasta luego, nos vemos en el cielo” que celebramos en Villanueva del Fresno con motivo del sepelio de mi compañero Manolo Calvino, me dieron la oportunidad de decir algo en el momento de la poscomunión, y en clave de fe resumí su vida con la expresión “se hizo eucaristía”, se hizo alimento para su pueblo.
Y en verdad que así fue la vida de Manolo. En unos días que pasé con él en su parroquia pude ver cómo conocía a sus ovejas, las atendía con paciencia, pateaba las calles metido entre el rebaño, perdía su vida para que sus feligreses encontraran la suya; y así había sido también en el seminario y en las anteriores parroquias en las que sirivió.
“Este es mi cuerpo, entregado por vosotros… mi sangre derramada” para la reconciliación y el encuentro. La “piedad eucarística” de Manolo se expresó en una “vida sacerdotal”, de servicio. Asumió el consejo que hoy nos da Jesús. “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”.
Si la “vida bautismal” que propone Jesús a los Zebedeo invita a revisar bajo qué presupuestos y condiciones administramos el bautismo, la referencia a la “vida eucarística” nos obliga a revisar tanto el “tinglado” en que se hayan envueltas las celebraciones religioso-profanas de las Primeras Comuniones como el talante de nuestras habituales celebraciones dominicales.
No voy a repetir lo mismo que he dicho acerca del bautismo, pero sí que creo conveniente insistir en la importancia de recuperar la Eucaristía como sacramento de y para los débiles. Viene en mi ayuda la segunda lectura de hoy; “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado” (1Hb 4,15). El mismo Cristo se hizo débil, pobre, para mostrar la fortaleza del Padre en su debilidad. “Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, porque también él está sujeto a debilidad. A causa de ella, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo” (Hb 5,2-3).
Una “vida eucarística” supone amar hasta el extremo, con lo que eso supone de vulnerabilidad. La Eucaristía es el sacramento de los débiles, los enfermos, los pobres; de aquellos que saben que sólo contando con la fortaleza de Dios se puede vivir en plenitud el servicio. Beber el cáliz que bebió Jesús sólo es posible cuando mi debilidad se fortalece con el alimento de la Palabra y del Pan Eucarístico. Soy débil, espero en Dios y salgo renovado de la celebración dominical.
El problema viene cuando hacemos de la Eucaristía un sacramento de fuertes, de “puros y perfectos”, y de la “vida eucarística” una vida de “inmaculados”. Recordad el evangelio de la semana pasada: “no hay nadie bueno más que Dios”.
Cuando hacemos de la Eucaristía el sacramento de los que han alcanzado la perfección no hay manera de vivir en clave de servicio. La soberbia de los perfectos inclina a sentirse merecedores de admiración y respeto; y esto es incompatible con el servicio humilde. El ministerio del amor sólo se puede ejercer a ras de tierra, tocando fondo, en encarnación, que eso significa que “también Él está sometido a debilidad”. Ciertamente Jesús no conoció el pecado, pero sí las consecuencias del mismo. “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación” (Is 53,10), decía la primera lectura.
Tener, pues, una “vida eucarística” es seguir a Jesús en la debilidad, de su “sacerdocio”, en su servicio humilde. “El que quiera ser grande entre vosotros sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. La vida eucarística supone el ejercicio compasivo de asumir como propios los sufrimientos del mundo: “mi Siervo justificará a muchos, porque cargó con los sufrimientos de ellos” (Is 53,11).
¿Te has planteado alguna vez cargar con el sufrimiento de los enfermos, los hambrientos, los encarcelados, los inmigrantes que llegan desesperados a las costas españolas, o con el sufrimiento de quienes no encuentran el norte de su vida? No pide Dios que dediques a estas realidades dolorosas una mirada lastimera sino compasiva, sintiendo lo que ellos sienten, haciéndote uno de ellos; es lo que hizo Jesús y lo que han hecho los grandes santos.
Mi amigo Manolo Calvino entendió perfectamente lo que era una "vida eucarística", procuró vivirla, tuvo éxito y fue feliz. Tuvo la suerte de una vocación sacerdotal que le permitió “partir su cuerpo” y “dar su alma” en alimento para todos.
Queda claro que "hacer la comunión" es mucho más que vestirse de blanco y celebrar una fiesta; e ir a misa es algo más que cumplir un precepto. Cuando la celebración religioso-profana de la primera comunión se transforma en ostentación y derroche, o cuando la Eucaristía dominical se reduce al cumplimiento de un precepto, no estamos siendo fieles al Evangelio. Si detectamos estos síntomas deberíamos revisar la pastoral parroquial, no sea que estemos bebiendo el cáliz de nuestra propia condenación (cf 1 Cor 11,27-28).
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¡Cómo nos parecemos a los hermanos Zebedeo, Santiago y Juan! Ambiciosos, interesados, amantes del lujo y la ostentación, buscando siempre la ventaja frente al resto. Es tan indecente lo que piden a Jesús que, para suavizar la escena, el evangelio de Mateo (20,20-21), pone la petición de privilegios no en la boca de los dos discípulos sino en la de su madre, mitigando así el escándalo que supone el hecho de que entre los seguidores cercanos del Maestro hubiera alguien que hiciera tal petición. De este modo, más que una petición egoísta, pasa por ser sólo el exceso de amor de una madre.
Deberíamos preguntarnos si acaso nosotros no caemos también en la tentación de disfrazar nuestras indecencias pastorales bajo el ropaje del amor. Jugar con los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, utilizarlos para fines que no son los de Jesús, administrarlos para personas que no son discípulos ni tienen interés en serlo, es un despropósito que a larga pasa factura.
Ahondemos en estos sacramentos y en la necesidad una práctica espiritual adecuadas a ellos. Es la advertencia de Jesús a sus discípulos: ¡Mirad con qué criterios se mueve el mundo, por el interés y el dominio; que no sea así entre vosotros!
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Un comentario más breve:
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Casto Acedo. Octubre 2021. castoacedo@gmail.com
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