"El sacerdote Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo, y cuando lo abrió, el pueblo entero se puso en pie… Los levitas leían el libro de la ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieron la lectura… el pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la ley” (Neh 8.5.8-9) .
Resulta conmovedor este pasaje del profeta Nehemías. El pueblo llorando emocionado mientras se proclama la Palabra. El pueblo judío de entonces había regresado del exilio, había reconstruido el templo y restaurado sus tradiciones; se había preparado para el gran día en que por vez primera tras el retorno se proclamaba la Torá, el libro de la Ley (h. 450 a.c.). Y las autoridades políticas y religiosas invitan a vivir el encuentro con la Palabra no desde el llanto propio de quien descubre en ella cuánto se ha equivocado, sino desde la fiesta: “No hagáis duelo ni lloréis… Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce ..., pues es un día consagrado a vuestro Dios” (Neh 8,10) .
El evangelio también nos presenta a Jesús en la sinagoga “en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo” proclamó un texto del profeta Isaías (Lc 4,16-17). Un texto que también habla de alegría, de esperanzas cumplidas, de libertad, de gracia de Dios.
Ambos textos, los de Nehemías y el de san Lucas citando a Isaías son muy apropiados para ser considerados con atención en un día que el Papa Francisco invita a celebrar como Domingo de la Palabra de Dios.
Los cristianos buscamos en la Sagrada Escritura la respuesta a nuestras preguntas sobre la vida pasada, presente y futura. Para nosotros la Biblia no es “un libro” sino “el libro”, Escritura Sagrada “inspirada por Dios y útil para enseñar” (2 Tim 3,16), pero cuyo contenido está oculto. Es un libro sellado: “Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro, escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos”. (Ap. 5,1; cf Is 29,11-12). Sólo el Cordero, Jesús, es digno de abrir el libro rompiendo sus sellos (cf Ap. 5,6-14; Lc 24,45). La Biblia, inspirada por el Espíritu Santo, sólo puede entenderse desde el Espíritu de Jesús; el mismo Jesús es la "Palabra hecha carne", la luz que ilumina toda la historia de la salvación; toda la Escritura apunta a Él, y en Él y desde Él encuentran su sentido la ley y los profetas. Por eso, tras leer en la sinagoga el pasaje de Isaías que anuncia al Mesías como el ungido para sanar, liberar e iluminar, pudo decir con autoridad: "Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír". Con y en Jesús la Palabra revela su pleno sentido.
Claves (actitudes) para atender, entender
y escuchar-vivir la Palabra
La escucha de la Palabra requiere mucha humildad, un espíritu consciente de la propia debilidad y necesitado de respuestas que hagan luz sobre la vida. La Palabra viene como respuesta a las dudas y preguntas que la persona se hace. El listo que se las sabe todas difícilmente saldrá de su necedad. La Biblia sólo responde a quien anda en cierta oscuridad, a quien se sabe inmerso en un laberinto de ignorancia y se acerca preguntando, a quien desde su pobreza se abre a la esperanza de encontrar un tesoro. Quien se acerca a la Biblia sólo como científico erudito, sin deseo alguno de dejarse interpelar, no hallará en ella otra cosa que confusión y motivos más para su soberbia.
Reconocemos que hay dos tipos de preguntas. Muchos se acercaron a Jesús preguntándole, pero no todos con buenas intenciones, los había que preguntaban para poder “sorprenderle en alguna palabra” (Mt 22,15) o “queriendo justificarse a sí mismos” (Lc 10,29). Otros, sin embargo, se acercaban a Jesús con unas preguntas que le importaban sinceramente: “Enséñanos a orar” (Lc 11,1), “¿Cuál es el primero de los mandamientos?” (Mc 12,28), “¿Qué de hacer para tener en herencia la vida eterna?” (Lc 18,8), etc. La pregunta, la duda, es el espacio abierto a la semilla de la Palabra.
Sólo cuando nos acercamos a la Palabra con fe, y con una pregunta que nos quema el corazón podremos encontrar en ella una respuesta que sane y calme. Saberse necesitado es clave para abrirse a la ayuda exterior. La humildad es la virtud propia del pobre, de quien se sabe necesitado; a este Dios le habla y le escucha: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos” (Mt11,25). No podemos exigir la revelación de Dios, sino que hemos de aguardar con humildad su manifestación. Dios se revela a la gente sencilla, porque sólo ellos aprenden; sólo los que se reconocen ignorantes están abiertos a la inteligencia.
A la Palabra de Dios hay que acercarse con hambre y sed. La Palabra es un manjar exquisito: “Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba. Era tu palabra para mi un gozo y alegría del corazón” (Jr 15,16). “Mi alma tiene sed del Dios vivo” (Sal 63,2). Por regla general, quien se siente satisfecho, completo, pleno, ajeno a la posibilidad de que pudiera existir una plenitud mayor, está cerrado a la Palabra. En este sentido, a veces hay que abrir los ojos a nuestra saturada sociedad de consumo compulsivo; mientras alguien esta enrolado en el círculo vicioso del "más y más consumo" se le hace difícil plantearse siquiera una salida espiritual a su estado de cansancio y frustración consumista.
Conviene anotar aquí que peor que una pregunta sin respuesta es una respuesta sin preguntas, que nunca podrá ser asimilada ni comprendida; de nada servirán las respuestas que la Escritura da si antes no se ha suscitado la pregunta, es decir, si antes no se da la percepción de que hay algo nuevo y mejor. A veces nos esforzamos en llevar la Palabra a nuestros ambientes, cómodamente instalados en una vida burguesa en la que nosotros mismos participamos; y queremos evangelizar, llevar la "buena nueva". ¿Qué buena nueva? Si mi testimonio de vida feliz, compasiva, generosa, desprendida, pobre, alegre no ha mostrado que se puede vivir más plena y felizmente, si mi presencia no suscita en otros el hambre de vida nueva, difícilmente podré llevar el evangelio a quienes me rodean.
Antes de evangelizar o evangelizarnos a nosotros mismos con la Palabra debemos reconocer qué es lo que nos come la vida, qué lo que nos preocupa y ocupa. De otro modo estaríamos perdiendo el tiempo. ¿No ocurre a veces eso en la Iglesia? A menudo damos la sensación de querer evangelizar respondiendo a cuestiones que nadie se plantea, iluminando sufrimientos que no son tales más que para nuestras miradas moralistas.
Palabra que cura, consuela e ilumina.
A las preguntas sinceras, a las necesidades apremiantes, a los espíritus inquietos, la Palabra les enseña con “la verdad y el poder de Dios” (2 Cor 6,7). Y con ese mismo poder la Palabra de Dios sana:
*Sana psicológicamente: cuando las agresiones verbales y el odio propio o ajeno violentan el corazón la Palabra pone calma; la Palabra Dios calma la tempestad interior que a veces bulle en el corazón del hombre: "¡Calla, enmudece. El viento se calmó y vino una gran bonanza” (Mc 4,39).
*Sana físicamente: “Basta una palabra tuya y mi criado quedará sano” (Mt8,8);
*Sana espiritualmente: la palabra limpia, perdona, borra el pecado: “Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he anunciado” (Jn 15,3). Antes de leer el evangelio el sacerdote dice en voz baja: “Per evangelica dicta deleantur nostra delicta" (Que por el evangelio anunciado sean perdonados nuestros pecados).
En tiempos en que hay colas en la consulta del terapeuta, deberíamos profundizar en el valor sanador de la Palabra. Recuperar a Jesús terapeuta para nuestra vida personal y pastoral. Recordemos que Jesús "pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo" (Hch 10,38), los oprimidos por la ira, la gula, la lujuria, la envidia, la soberbia, la pereza o la avaricia. ¿A qué van al psicólogo las persona si no es a curarse de los desequilibrios que le producen la ambición desmedida de poder y de riquezas, la afectividad desordenada, la envidia, los arranques de soberbia y violencia, la desgana o los deseos de comer y gozar descontroladamente? Pujes bien, la Biblia (la Palabra, Jesús) es un vademecum para todos esos males. Sólo hay que aprender a usarla adecuadamente para procurar la salud propia y la de todo el mundo. Y esto no es una sugerencia sino un deber ineludible de quien se dice cristiano.
También la Palabra de Dios es consuelo. Tras hablar de la resurrección de los muertos, san Pablo añade: “Consolaos mutuamente con estas palabras” (1 Tes 4,17-18). En momentos de dolor, si bien a veces es preferible el silencio (de los hombres), sin embargo, siempre es buena la Palabra (de Dios), porque es un gran consuelo. Hoy mismo, en la lectura de Nehemías contemplamos una escena en la que todo el pueblo recibe el consuelo de la Palabra hasta el punto de llorar de alegría. “Este es mi consuelo en mi miseria: saber que tu palabra me da vida” (Sal 119,50).
Y la Palabra de Dios ilumina. La Escritura es luz que ilumina nuestro interior; mirándonos en ella encontramos luz para conocernos a nosotros, para conocer mejor al prójimo y para conocer a Dios. En momentos de oscuridad es luz que nos guía: “lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”, “lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana” (2 Pe 1,19).
La Palabra ilumina el corazón y la mente. También, junto al Jesús terapeuta deberíamos redescubrir a "Jesús Sabiduría del Padre". En tiempos en los que se venden a millones los libros de temática espiritual que ofrecen recetas para conocerse y conocer el mundo, en ambientes actuales donde abundan los grupos gnósticos que invitan a determinadas prácticas para alcanzar la "iluminación", ¿por qué no echar mano del genuino gnosticismo cristiano para responder a la búsqueda de luz y sabiduría que arde en el corazón de nuestro mundo? Jesucristo es, Sabiduría (1 Cor 1, 24.30), es Luz (Jn 8,12). Leer, escuchar, contemplar y vivir la Biblia es un ejercicio ineludible para la nueva evangelización.
* * *
Hemos hablado de la palabra de Dios. Palabra viva, eficaz. Palabra que realiza el encargo. Palabra hecha carne. Y como tal, como hecha carne, palabra que debe estar siempre supeditada a la persona de Jesucristo. Nosotros no creemos en la literalidad de una palabra dictada al oído (como el Corán de los musulmanes); tampoco en una palabra que reduce su presencia a ley y profecías (como los judíos); no somos fanáticos del "lo dice la biblia" propio de algunos sectores cristianos amigos de fundamentalismos bíblicos.
Para nosotros la palabra se hizo carne, y tiene un nombre: Jesucristo . La Palabra es "palabra de Jesucristo"; es más, Cristo es la Palabra. No olvidemos que nosotros no seguimos un evangelio escrito, sino a una Persona. Sin Jesucristo, la palabra se queda vacía y sin sentido.
Es un gozo inefable poder gustar -de modo sublime en la Eucaristía del domingo- la Palabra de Dios. Comulgar no es simplemente tomar la hostia consagrada, es también entrar en sintonía con el mensaje salvador del Evangelio, comer la Palabra, entrar en "vida común" con Jesucristo para así disponernos a comulgar con los hermanos en la tarea de responder, iluminar, alimentar, sanar, alegrar, consolar y saciar a un mundo como el nuestro, que va buscando más o menos conscientemente la Verdad.
Siguiendo el ritual del bautismo, el ministro hace el signo del Effetá (¡ábrete!). Tocando los oídos y los labios del bautizando dice: "El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre". ¡Qué hermosa conclusión para este Domingo de la Palabra de Dios! Escuchar la Palabra y proclamarla. ¿No merece la pena conocer a fondo la Biblia?
¡Felíz Domingo de la Palabra!
Enero 2022.
Casto Acedo
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